Parte Sexta: El capitán Silver
Capítulo 28 - En el campamento enemigo
La luz de aquel fuego que iluminó el interior del fortín no hizo sino que viera realizados mis más sombríos presentimientos. Los amotinados se habían apoderado del recinto y de todas nuestras provisiones; allí estaban el barril de aguardiente, la salazón de cerdo y la galleta, pero lo peor, lo que hizo aumentar mis temores, es que no vi ni rastro de prisioneros. Imaginé que sin duda habían perecido y mi corazón se llenó de dolor por no haber estado con ellos en tan grave momento.
En total eran seis los piratas; todos los que habían quedado vivos. Había cinco en pie, con huellas de cansancio en sus rostros abotargados, de encendidas mejillas, recién despertados del primer sueño de la borrachera. Un sexto bucanero estaba incorporado apoyándose sobre un codo; tenía una palidez mortal y las ensangrentadas vendas liadas en su cabeza indicaban que hacía poco que había sido herido, y, aún menos, curado. Pensé que era él mismo que yo había visto correr hacia el bosque después de recibir un tiro.
El loro estaba quieto, picoteándose el plumaje, en el hombro de John «el Largo». Silver parecía más pálido e intranquilo que de costumbre. Lucía todavía aquel vistoso traje con el que había capitaneado el motín, pero ya se veía deslustroso, lleno de barro y rotos causados por los arbustos.
-Así que -dijo- aquí tenemos a Jim Hawkins. ¡Así revienten las cuadernas!, y caído del cielo, como suele decirse, ¿eh? Bien, acércate, ¿porque vienes como amigo, no?
Y diciendo esto se sentó en el tonel de aguardiente y empezó a cargar su pipa.
-¡Acércame una tea encendida, Dick! -llamó, y cuando la pipa ya tiraba-. Está muy bien muchacho -añadió-; tira la tea por ahí. Vosotros, caballeretes, volved a dormir; no es preciso que sigáis aquí contemplando al señor Hawkins; seguro que él os disculpará. Así pues, Jim -prosiguió retacando su pipa-, has vuelto, ¡qué sorpresa tan agradable para el pobre y viejo John! Ya vi que eras listo la primera vez que te eché un ojo encima, pero la verdad es que no comprendo este regreso tuyo.
Como puede suponerse, yo no contesté a sus palabras.
Me había colocado de espaldas a la pared y allí permanecí, mirando a Silver cara a cara, intentando aparentar una valentía que el desconsuelo de mi corazón hacía muy difícil.
Silver dio un par de chupadas a la pipa, con mucha tranquilidad, y prosiguió:
-Ahora que estás aquí, Jim -me dijo-, voy a confesarte mis pensamientos. Siempre me has parecido un muchacho formidable, sí, señor, con empuje, el propio retrato de mí mismo cuando yo era joven y apuesto. Siempre he querido verte unido a nosotros y que tuvieses tu parte y vivieras como un caballero, y, ahora, gallito, no tienes más remedio que hacerlo. El capitán Smollett es un buen marino, mejor que yo lo seré nunca, pero es demasiado rígido con la disciplina. «El deber es el deber», dice siempre, y lleva razón. Ten cuidado con él. Y con el doctor, que no quiere ni verte; «un bribón desagradecido», es lo que me dijo que pensaba de ti. En resumen: no puedes volver con los tuyos porque no quieren nada contigo; y a menos que tú solo seas una tripulación, lo que resultaría bastante solitario, no tienes otro camino que enrolarte con el capitán Silver.
Al menos me había enterado de que mis compañeros aún vivían, y, aunque no dudaba de las palabras de Silver sobre los sentimientos que hacia mí abrigaban, lo que había oído me dejaba menos entristecido que confortado.
-No es preciso que te repita que estás en nuestras manos -continuó Silver-, porque eso se ve, ¿no? Pero yo soy hombre que gusta de argumentar; siempre he aborrecido las amenazas, que además no sirven para nada. Si te gusta mi ofrecimiento, de acuerdo, únete a nosotros; si no te gusta, Jim, eres libre para decir que no, completamente libre, compañero. No creo que ningún navegante hijo de buena madre pueda hablar más claro, ¡o que me hunda!
-¿Tengo que responder ahora? -contesté con voz trémula. Porque a través de todo aquel irónico parlamento, yo veía una grave amenaza que iba cayendo sobre mí, y sentí un intenso calor en mi rostro y mi corazón latir con violencia.
-Muchacho -dijo Silver-, nadie te aprieta. Echa tus cuentas. Ninguno de nosotros te apremia, compañero; y es agradable pasar el tiempo en tu compañía, tenlo por seguro.
-Bien -dije, tratando de aparentar valor-. Si he de elegir, lo primero que creo es tener derecho a saber qué ha sucedido y por qué estáis vosotros aquí y no mis compañeros. ¿Dónde están?
-¿Qué ha sucedido? -dijo uno de los bucaneros con un ronco gruñido-. ¿Y quién es el listo que lo sabe?
-Cierra tu cuartel hasta que se te hable, amigo -gritó Silver con voz enojada. Y después, ya con un tono más suave, me dijo-: Ayer por la mañana, señor Hawkins, en la tercera guardia, vino a parlamentar el doctor Livesey, y me dijo: «Capitán Silver, está usted perdido. El barco ha zarpado». Bueno, yo no podía decir que no, habíamos estado bebiendo un poco y cantando, eso ayuda a vivir, así que no podía decir que no, porque ninguno de nosotros había estado vigilando la goleta. Entonces fuimos a mirar, y, ¡por todos los temporales!, el maldito barco ya no estaba. En mi vida he visto un rebaño de idiotas más cariacontecidos, y no te quepa duda de que yo era el que tenía la cara más larga. Entonces me dijo el doctor, «vamos a hacer un trato». Y lo hicimos, y por eso aquí estamos nosotros con las provisiones y el aguardiente, bien a cubierto y con toda la leña que tuvisteis la bondad y previsión de cortar, y, ¿cómo diría?, tan a gusto como en el barco. En cuanto a ellos... se largaron; no sé dónde pueden estar.
Volvió a chupar tranquilamente su pipa.
-Pero que no se te ocurra pensar que tú estabas incluido en el trato -prosiguió-. Lo último que dijimos fue: «¿Cuántos son ustedes?», yo se lo pregunté, y él me dijo: «Cuatro, y uno de nosotros está herido. En cuanto a ese maldito chico, ni sé dónde está ni me importa. Estamos hartos de él». Esas fueron sus palabras.
-¿Eso es todo? -pregunté.
-Bueno... eso es todo lo que tienes que saber, hijito -contestó Silver.
-¿Y ahora debo elegir?
-Y ahora debes elegir, tenlo por seguro -repuso Silver.
-Pues bien -le dije-; soy lo bastante listo como para saber lo que me espera. Y poco me importa ni siquiera lo peor. He visto ya morir a demasiados hombres desde que desgraciadamente tropecé con vosotros. Pero hay un par de cosas que he de decirle -y proseguí ya sin ninguna contención-, y la primera es ésta: no es tampoco muy bueno vuestro camino; habéis perdido el barco, habéis perdido el tesoro, y habéis perdido varios hombres; todo el negocio se ha venido abajo; y si quiere usted saber a quién le debe todo esto: ¡es a mí! Yo estaba dentro de la barrica de manzanas la noche que avistamos tierra y les oí a John, a usted, a Dick Johnson y a Hands, que ahora por cierto está en el fondo de los mares, y fui yo quien se lo contó todo al squire. Y en cuanto a la goleta, fui yo quien cortó la amarra y el que maté a los dos que habíais dejado a bordo, y yo el que la he llevado a un lugar donde jamás la volveréis a ver. Yo soy el que se ríe el último; soy yo quien ha gobernado este maldito asunto desde el principio; y os tengo ahora mismo el miedo que podía tenerle a una mosca. Puede usted matarme, si quiere, o dejarme ir. Pero una cosa voy a decirle, y no la repetiré: si me deja libre, lo pasado, pasado, y cuando os juzguen por piratas, trataré de salvar a todos los que pueda. Esa es la única elección, y no a mí a quien corresponde. Matando a uno más no ganaréis nada, pero, si me dejáis con vida, tendréis un testigo a vuestro favor para salvaros del patíbulo.
Me callé, y ya me faltaba el aliento; y con gran sorpresa por mi parte, ninguno de los piratas, que lo habían escuchado todo, se movió; permanecieron recostados mirándome atónitos como carneros. Aproveché su asombro para continuar:
-Y ahora, señor Silver -le dije-, creo que usted vale más que todos éstos, y, si las cosas empeoran para mí, le agradecería que haga saber al doctor cómo me he portado.
-Lo tendré en la memoria -dijo Silver y en tono tan extraño, que no pude precisar si se reía de mi petición o si mi valor lo había llegado a impresionar verdaderamente.
-Voy a cargar otro en mi cuenta -exclamó de pronto el marinero viejo de la cara color caoba, que se llamaba Morgan, y que era el que yo había conocido en la taberna de John «el Largo» en los muelles de Bristol-. Debí hacerlo, cuando reconoció a «Perronegro».
-Sí -dijo Silver-, y te diré algo más, ¡por todos los temporales! También es el muchacho que le robó el mapa a Billy Bones. ¡Desde el principio no hemos hecho otra cosa que estrellarnos contra Jim Hawkins!
-¡Pues aquí se acaba! -dijo Morgan con una maldición. Y saltó, como si tuviera veinte años, con su cuchillo en la mano. -¡Atrás! -gritó Silver-. ¿Quién te crees que eres, Tom Morgan? ¿Te crees acaso el capitán? ¡Por Satanás, que voy a darte un escarmiento! Arrodíllate ante mí, porque voy a mandarte al mismo sitio al que ya he enviado a otros muchos fanfarrones antes que a ti desde hace treinta años: unos cuelgan de una verga, otros fueron por encima de la borda y todos están ahora dando de comer a los peces. Ningún hombre que me haya mirado entre los ojos ha dejado de arrepentirse por haber nacido. Tom Morgan, puedes asegurarlo. Morgan se detuvo, pero los demás empezaron a murmurar. -Tom tiene razón -se oyó una voz.
-Bastantes mangoneos he aguantado ya de ti -añadió otro de los piratas-, y que me ahorquen si vas a seguir haciéndolo, John Silver.
-¿Alguno de vosotros, caballeros, quiere salir a vérselas conmigo? -rugió Silver, levantándose del barril y echándose atrás, pero sin soltar la pipa que aún humeaba en su mano derecha-. Quiero escuchar lo que tengáis que decirme, ¿o sois mudos? Estoy dispuesto a satisfacer al que así lo quiera. ¿O es que he vivido yo todos estos años para que cualquier hijo de una pipa de ron venga ahora a cruzárseme por la proa? Ya conocéis las reglas: todos sois caballeros de fortuna, ¿no es eso lo que decís? Pues bien; estoy listo. El primero que se atreva, que coja un machete, que voy a ver qué color tiene por dentro. Con muleta y todo, y antes de terminarme mi tabaco.
Ninguno de aquellos hombres se movió; ni tampoco hubo respuesta.
-¡Sois de buena calidad! -añadió dando otra chupada a su pipa-. Una gentuza que da gusto ver. No sabéis ni luchar. Lo único que sabéis es entender el inglés del rey George: Me elegisteis como capitán, y me elegisteis porque soy el que más vale, y en eso os llevo más de una milla de ventaja. Y si ahora no queréis pelear como caballeros de fortuna, pues entonces ¡que nos trague la borrasca!, vais a obedecerme, por las buenas o por las malas. Este chico es el mejor muchacho que he visto. Es más hombre que cualquier rata como vosotros, y os digo esto: que vea yo a uno poner su mano en él... No tengo más que decir, pero recordad mis palabras.
Hubo un largo silencio. Yo seguía apoyado contra la pared, con el corazón aún palpitando como un martillo, pero veía un rayo de esperanza. Silver se apoyó también en la pared, junto a mí, con los brazos cruzados y la pipa en la comisura de sus labios, y tan tranquilo como si estuviera en una iglesia; sin embargo, sus ojillos furtivos se movían sin cesar vigilando a sus levantiscos camaradas. Estos, por su parte, fueron poco a poco agrupándose en el otro extremo de la habitación y el sordo murmullo de su conciliábulo llegaba a mis oídos como el sonido del viento. De vez en cuando alguno levantaba su mirada y por un instante la rojiza luz de la antorcha iluminaba su rostro tenso, pero ya no era a mí, sino a Silver, a quien escudriñaban.
-Parece que tenéis muchas cosas que deciros -observó Silver lanzando un salivazo hacia el techo-. Quisiera oírlo yo también. O, si habéis terminado, quisiera veros durmiendo.
-Perdona, señor -dijo uno de ellos-, pero nos parece que no haces mucho caso de algunas reglas; quizás debieras recordar algunas de ellas: esta tripulación está descontenta; a esta tripulación no se le debe intentar maniatar con empalomaduras; esta tripulación tiene sus derechos como cualquier tripulación y me tomo la libertad de decirte que además los derechos de nuestro propio código, y el primero de ellos es que podemos juntarnos para hablar. Perdona, pero, aún reconociéndote como capitán, por el momento, reclamo nuestro derecho de salir afuera para deliberar.
Y con un ceremonioso saludo marinero aquel individuo, que era un tipo larguirucho y horrible, con ojos amarillentos y de unos treinta y cinco años, caminó tranquilamente hacia la puerta y salió del fortín. Los demás forajidos, uno tras otro, siguieron su ejemplo; cada uno hizo el mismo saludo al pasar ante Silver y añadió alguna disculpa: «Es conforme a las reglas», dijo uno. «Hay consejo en el alcázar», dijo Morgan. Y, con una u otra observación, todos fueron saliendo y nos dejaron solos a Silver y a mí.
El viejo cocinero se quitó rápidamente la pipa de su boca.
-Ahora, Jim Hawkins, fíjate bien -me dijo en voz tan baja, que apenas pude oírlo-, estás a medio tablón de la muerte, y lo que aún es peor, de que te martiricen. Esos quieren quitarme de en medio. Recuerda que yo estoy de tu parte suceda lo que suceda. No era ésa verdaderamente mi intención, desde luego, hasta que te oí hablarme como lo hiciste. Yo estaba loco y desesperado por perder tanto dinero y además con la perspectiva de que me ahorquen. Pero he visto que eres un hombre valiente. Y me he dicho: John, tu sitio está junto a Hawkins, y el de Hawkins, contigo. Tú eres su última carta, y ¡por todos los fuegos del infierno!, John, ¡tú eres la suya! Pase lo que pase, tú debes salvar a tu testigo y él salvará tu cuello.
Empecé a comprender por dónde quería ir.
-¿Quiere usted decir que todo está perdido? -pregunté.
-¡Sí, por todos los cañonazos! -contestó-. El barco perdido, y el pescuezo perdido... ése es el resumen. Cuando miré hacia la bahía, ¡ay, Jim Hawkins!, y no vi la goleta... bien, aunque soy hombre duro de pelar, te juro que me sentí vencido. Escucha: toda esa gente que está ahí fuera tratando de liquidarnos, fíjate lo que te digo, no son listos, son cobardes. Yo salvaré tu vida, si puedo. Pero escucha, Jim: toma y daca, tú salvarás a John «el Largo» de la horca. Yo estaba confundido; lo que me decía me parecía imposible de conseguir. Y escucharlo de él, el viejo bucanero, el cabecilla de la rebelión.
-Haré lo que pueda -le dije.
-¡Trato hecho! -exclamó-. Hablas con valor, ¡y por todos los temporales!, correremos la suerte.
Caminó renqueando hasta la antorcha y encendió de nuevo su pipa.
-Entiéndeme, Jim -dijo cuando volvió junto a mí-. Tengo cabeza. Y me dice que me ponga del lado del squire. Yo sé que tú has escondido el barco en lugar seguro. ¿Cómo lo has conseguido? No lo sé; pero no dudo de que está seguro. Me figuro que Hands u O'Brien se acobardaron. Nunca he tenido mucha confianza en ellos. Mira. No voy a preguntar nada, ni voy a permitir que otros hagan preguntas. Sé cuándo una jugada está perdida, lo sé; y también sé cuándo un muchacho vale de verdad. Ah, eres joven... ¡tú y yo hubiéramos podido hacer grandes cosas juntos!
Llenó en el barril de aguardiente un vasito de estaño.
-¿Gustas, compañero? -me preguntó; y al ver que yo rehusaba, dijo-: Bueno Jim, yo sí tomaré un trago. Necesito calafatearme, porque habrá jaleo. Y hablando de jaleo, ¿por qué me daría el doctor el mapa, eh, Jim?
Mi rostro debió expresar el mayor asombro, y él entendió que era inútil seguir preguntando.
-Ah, pues me lo dio -dijo-. Y seguramente que hay algo por debajo de todo esto, no lo dudo... seguramente que hay algo oculto, sí; Jim, para bien o para mal.
Y bebió otro trago de aguardiente, y se mesó los cabellos como un hombre que se dispone para un mal trance.
Capítulo 29 - La Marca Negra , de nuevo
Durante largo rato los bucaneros mantuvieron su consejo; después uno de ellos entró en el fortín, repitiendo el mismo irónico saludo, que me pareció una burla, y pidió que se le prestase por unos momentos la antorcha. Silver se la entregó secamente, y el enviado volvió a salir, dejándonos a oscuras.
-Comienza la brisa, Jim -dijo Silver, que cada vez iba adoptando un tono más familiar conmigo.
Yo estaba cerca de una de las aspilleras, y miré hacia el exterior. La hoguera se había consumido y sus ascuas eran un débil resplandor; pensé que a causa de ello habían pedido los conspiradores nuestra antorcha. Los vi, formando un corro, hacia la mitad del declive que descendía hasta la empalizada; uno sostenía la antorcha; otro estaba de rodillas en medio, y vi que una navaja brillaba en su mano con siniestros fulgores que reflejaban la luna y las ascuas. Los demás parecían observar las maniobras de éste. Entonces me pareció ver que además de la navaja tenía un libro en la mano; y aún estaba yo preguntándome qué negocio se traería con tan diferentes objetos, cuando vi que se levantaba y todos juntos se dirigieron hacia el fortín.
-Ahí vienen -dije, y me aparté de la arpillera, porque me pareció indigno que me descubriesen espiándolos.
-Bien, que vengan, muchacho, que vengan -dijo Silver con cierto tono jovial-. Aún me queda un tiro.
Entonces aparecieron, atropellándose al decidir quién entrara el primero, y acabaron por empujar a uno de ellos. Avanzó tan pausadamente, que casi resultaba cómico, vacilando con cada pie, y además adoptaba una insólita postura, con un brazo extendido y el puño cerrado.
-Adelante, muchacho -dijo Silver-, no voy a comerte.
Entrégame lo que te han dado para mí. Conozco las reglas, sí, señor. No me opongo a la Hermandad.
El bucanero se adelantó con más ánimo y pasó de la suya algo a la mano de Silver; después se retiró todo lo rápidamente que pudo para unirse a sus compañeros.
El viejo cocinero miró lo que le había entregado.
-¡ La Marca Negra ! Ya la esperaba -dijo-. ¿De dónde habrán sacado este papel? ¡Pero... ! ¿Qué es esto! ¡Mira! ¡Esto trae mala suerte! Han arrancado este papel de una Biblia. ¿Quién ha sido el idiota que ha roto una hoja de la Biblia?
-¿Lo veis? -dijo Morgan a los suyos-. ¿Lo veis? Ya os lo dije yo. Nada bueno puede venir de esto.
-Bien, ya habéis hecho lo que teníais que hacer -dijo Silver-. Creo que acabaréis todos en la horca. ¿Quién era el mamarracho que tenía una Biblia?
-Era Dick -dijo uno.
-Pues que rece. Creo que a Dick se le ha acabado la suerte, no me cabe duda.
Entonces interrumpió el hombre de los ojos amarillentos.
-Deja esa charla, John Silver -dijo-. Esta tripulación te ha señalado con la Marca Negra por acuerdo de todos, como es nuestra ley; ahora lo que tienes que hacer es leer lo que dice ahí escrito. Después podrás hablar.
-Gracias, George -replicó el cocinero-. Qué bien sabes manejar los negocios, te sabes todas las reglas de carrerilla, y a lo que veo, George, con gusto. Bueno... ¿Qué hay aquí? ¡Ah! «DESTITUIDO »... ¿No es eso? Y muy bien escrito, por cierto; como de imprenta... ¿Lo has escrito tú, George? Me parece que te estás encaramando mucho en esta tripulación. No tardarás en hacerte capitán, y no me extrañaría. ¿Quieres darme una tea encendida? Esta pipa no tira bien.
-Vamos, ya está bien -dijo George-; no vas a seguir burlándote de esta tripulación. Te crees muy gracioso, ¿no? Pero ya no eres nadie, así que baja de ese barril y vota.
-Me parece haber oído que conoces bien las reglas -contestó
Silver desdeñosamente-. Pero por si no es así, voy a recordártelas. Estoy aquí sentado porque soy vuestro capitán, y recuerda que lo soy hasta que me hagáis todos los cargos y yo pueda contestar; y mientras eso suceda, esa Marca Negra no vale ni una galleta. Después, ya veremos.
-Oh, no te apures por eso -replicó George-, que sabemos lo que hacemos. Primero: has sido tú quien ha hecho picadillo a esta tripulación, y no tendrás el descaro de negarlo. Segundo: has sido tú quien ha dejado escapar a nuestros enemigos, cuando ya los teníamos en el cepo. ¿Por qué? Yo no lo sé; pero eso no servía sino a sus intereses. Tercero: has sido tú quien nos impidió atacarles en la retirada. No , John Silver, te hemos calado; tú estás de acuerdo con el enemigo, y eso es grave. Y, por último: ese muchacho.
-¿Eso es todo? -preguntó Silver con mucha serenidad.
-Y suficiente -replicó George-. Y no tenemos por qué mojarnos con tu zambullida.
-Bien. Y ahora, escuchadme, porque voy a responder a esos cuatro puntos; pienso contestar uno por uno. He hecho trizas este viaje, ¿no es así? Muy bien; pero todos vosotros conocíais lo que yo quería hacer, y sabéis muy bien que, si se hubiera hecho, ahora estaríamos a bordo de la Hispaniola y, además todos, vivos y bien sanos, con la tripa llena de pastel de ciruelas y con el tesoro bien estibado en la bodega. ¡Por todos los temporales! ¿Y quién lo ha impedido? ¿Quién me forzó la mano, cuando yo era el legítimo capitán? ¿Quién me señaló con la Marca Negra , supongo que ya desde el mismo día que desembarcamos? ¿Quién ha empezado este baile? Ah, es un hermoso baile, y en eso estoy de acuerdo con vosotros, y hasta se parece mucho a un zapateado marinero, pero al cabo de una cuerda en el Muelle de las Ejecuciones, sí, mirando a Londres, sí, señor. ¿Y quién tiene la culpa? Pues Anderson, o Hands... ¡O tú, George Merry! Tú que eres el que tiene más que callar, más que todos estos que te han echado a perder. Y ahora tienes la osadía de envalentonarte y tratar de destituirme para nombrarte tú mismo capitán. ¡Tú! ¡Tú, que nos has hundido a todos! ¡Por Satanás que en mi vida he visto cosa parecida!
Silver hizo una pausa y vi en los rostros de George y de todos sus secuaces que aquella arenga había hecho efecto.
-Eso en cuanto a tu primera cuestión -exclamó el acusado enjugándose el sudor de su frente, pues había hablado tan vehementemente, que hasta el fortín parecía temblar-. Y os doy mi palabra de que me repugna hablar con vosotros. No tenéis lealtad ni sentido común, y no sé en qué pensaban vuestras madres cuando dejaron que os enrolaseis. ¡Hacerse a la mar! ¡Caballeros de fortuna! Mejor serviríais para sastres.
-Sigue, John -dijo Morgan-. Contesta a otras cuestiones.
-Ah, las otras. .. -repuso John-. Crees que son buenas, ¿no es así? Aseguráis que esta aventura se ha malogrado. Y si de verdad supieseis lo malograda que está, no sé cómo os vería. Porque estamos tan cerca de sentir la soga al cuello, que se me estira sólo de pensar en el patíbulo. Podéis tratar de imaginaros colgados con cadenas y con los pájaros aguardando, y los marineros río abajo señalándoos con el dedo mientras se dicen unos a otros: «¿Quién es aquél?», y el otro: «¿Aquél? ¡Pero si esjohn Silver! Yo lo conocía». Oigo el ruido de sus cables de boya a boya. Bueno, pues cada hijo de madre está ahora al filo de eso, y todo gracias a Hands, a Anderson y a ti, George, y a todos los idiotas que han sido nuestra perdición. Y para acabar, si queréis saber lo referente a este muchacho, bien... ¡Que revienten mis cuadernas! ¿Es que no sirve de rehén? ¿Es que vamos a desperdiciar un rehén? Nunca. Puede ser nuestra última carta, y no me extrañaría que así fuera. ¿Matarlo? No seré yo, compañeros, el que lo haga. Y... sí, me he dejado tu tercera acusación. Habría mucho que discutir sobre ese punto. Quizá no signifique nada para vosotros el poder disponer de un doctor de verdad, con estudios, que venga a visitaros todos los días; tú, John, con tu cabeza rota, y tú, George, hace seis horas estabas tiritando con la malaria y tus ojos tienen el color de la corteza del limón ahora mismo. Tampoco me parece que sepáis que tiene que venir un barco de socorro. Pero así es, y no falta mucho para que arribe, y entonces sí que os alegrará tener un rehén. Y en cuanto a la segunda, ¿por qué hice el trato?... Pero si vosotros mismos estabais tan asustados, que me pedisteis de rodillas que lo hiciera. Y además, ¿de qué hubiéramos comido? Hubiéramos muerto de hambre. Claro que según vosotros todo eso no es nada. Bien, ¡mirad! ¡Y si dijera que es por esto por lo que lo hice!
Y tiró al suelo un papel que reconocí en seguida: era el mapa amarillento con las tres cruces rojas, el que yo había encontrado en el paquete de hule con el cofre del capitán.
No pude ni imaginar por qué razón se lo habría entregado el doctor.
Pero si eso me resultaba inexplicable, más increíble fue aquel mapa para los amotinados. Saltaron sobre él como un gato sobre un ratón. Se lo pasaron de mano en mano, arrancándoselo los unos a los otros, y por los juramentos y gritos y risotadas que les escuché proferir, se hubiera dicho que ya tenían en sus manos el oro, y más, que ya se habían hecho a la mar con él, seguros de un triunfo.
-¡Sí! -dijo uno-, es de Flint, no hay duda: J. F. y la rúbrica, como una lanzada, así lo hacía siempre.
-Muy bonito -dice George-, ¿pero dónde está el barco para poder zarpar y llevarnos el tesoro?
Silver se levantó violentamente, apoyándose en la pared.
-Te lo aviso, George -gritó-. Si dices una palabra más, tendrás que vértelas conmigo. ¿Dónde está el barco? ¡Y yo qué sé! Tú eres quien debía decir cómo, tú y los demás que habéis perdido mi goleta con vuestra torpeza. Pero no, no sois capaces, no tenéis ni la inteligencia de una cucaracha. Sabías hablar con respeto; vuelve a hacerlo George Merry, vuelve a hacerlo.
-Hazlo -dijo el viejo Morgan-. Verdaderamente Silver es nuestro capitán.
-Así me parece -dijo el cocinero-. Tú perdiste el barco y yo he encontrado el tesoro. ¿Quién merece más reconocimiento por su empresa? Y ya no' tengo más que decir; sólo una cosa: ¡por el infierno!, renuncio a mi mando. Elegid a quien os dé la gana, yo ya no quiero ser vuestro capitán.
-¡Silver! -gritaron-. ¡Barbecue siempre! ¡Barbecue para capitán!
-¿Con que esa canción tenemos ahora? -exclamó el cocinero-. Me parece, George, que tendrás que esperar otra oportunidad; y da gracias a que no soy hombre vengativo. Pero nunca he tenido esa tendencia. Y ahora, camaradas, ¿qué hago con la Marca Negra ? Ya no vale para mucho, ¿verdad? Lo siento por Dick, que se ha echado encima la maldición, y por la Biblia,
-¿No se remediaría besando el libro? -preguntó Dick, que indudablemente se sentía muy intranquilo por la maldición que pensaba haber atraído.
-¡Una Biblia con una hoja rota! -dijo Silver burlándose-. No, ya no vale así. Jurar ahora sobre ella sería como jurar sobre un libro de baladas.
-¿De verdad que ese juramento ya no obligaría? -dijo entonces Dick con cierta alegría-. Pues entonces me parece que vale la pena guardarla.
-Toma, Jim -me dijo Silver entregándome la Marca Negra-: Ahí tienes una curiosidad.
Era un redondel pequeño del tamaño de una moneda de una corona. Uno de los lados estaba en blanco, porque era de la última hoja; en el otro había uno o dos versículos del Apocalipsis, y recuerdo algunas palabras que me impresionaron profundamente: «Fuera perros hechiceros, fornicarios, homicidas... ». La cara impresa estaba ennegrecida con carbón, el cual empezaba ya a desprenderse y me manchó los dedos; la otra, limpia, llevaba escrita una sola palabra, también con un tizón: «DESTITUIDO ». Todavía conservo ese curioso recuerdo, pero el tiempo ha borrado esa palabra y no queda mas que un débil arañazo, como el que pudiera hacer una uña.
Después de aquellos acontecimientos la noche transcurrió tranquila. Bebimos una ronda de aguardiente y nos echarnos todos a dormir; Silver, para vengarse de George Merry, lo puso de centinela y lo amenazó de muerte, si abandonaba su puesto.
Tardé mucho en poder cerrar los ojos, y Dios sabe que tenía bastante sobre lo que meditar: había matado a un hombre aquella tarde, mi situación era muy peligrosa, y el asombroso juego en que ahora me metía Silver, tratando de mantener en un puño a los amotinados y agarrándose con la otra mano a todos los medios posibles, y hasta imposibles, de pactar por su lado y salvar su miserable vida. A él todo eso no le impidió dormir plácidamente y roncar con estrépito; era mi corazón el que sufría por Silver, a pesar de ser un malvado, y pensé en los peligros que lo cercaban y en el infamante patíbulo que ya estaba esperándolo.
Capítulo 30 - Bajo palabra
Me despertó -para decir verdad, nos despertamos todos, hasta el centinela que se había dormido en su puesto- una voz jovial, campechana, que nos llamaba desde los lindes del bosque.
-¡Eh del fortín! -gritaba-. ¡Soy el doctor!
El era, en efecto. Y a pesar de la alegría que me causó oírle, la sombra de una preocupación me rondaba. Porque sabía que mi conducta indisciplinada, mis correrías, y, sobre todo, junto a quiénes me habían llevado, a qué peligros, me impedía presentarme ante él y mirarlo a la cara.
Era muy temprano; debía haberse levantado aún de noche. Empezaba a clarear débilmente. Yo fui corriendo a mirar desde una de las aspilleras, y lo vi, como había visto a Silver, pareciendo surgir de la niebla.
-¡Doctor! Os deseo muy buenos días, señor -exclamó Silver muy cordialmente, aunque la bondad de su voz no ocultaba un tenso estado de alerta-. Veo que, como siempre, sois hombre madrugador y animoso. Como dice el refrán, es el pájaro temprano el que se lleva el grano. George -ordenó-, muévete y ayuda al doctor Livesey a trepar a cubierta. Supongo que todos sus pacientes están bien... de salud y espíritu.
Y siguió así de dicharachero, mientras aguardaba en lo alto de la duna apoyado en su muleta y con la otra mano sobre la pared: reconocí en él al viejo John de los primeros tiempos tanto por su expresión como por sus modales.
-Tengo una sorpresa, señor -continuó-. Hay aquí cierto forastero. ¿Eh? ¿Eh? Un nuevo huésped, señor, y tan educado y compuesto como un músico. Ha dormido como un sobrecargo, sí, señor, sin despegarse de mí, como dos barcos juntos, toda la noche. El doctor Livesey había saltado ya la empalizada y se acercaba al cocinero; noté una alteración en su voz, al decir:
-¿No será Jim?
-El mismísimo Jim en persona -dijo Silver.
El doctor pareció quedarse perplejo; se detuvo sin decir nada, y pasaron unos segundos antes de que recobrase el ánimo suficientemente para seguir su camino.
-Bien -dijo al fin-, bien; atendamos primero nuestro deber, ya habrá tiempo para nuestros particulares regocijos, ¿no dice usted eso siempre, Silver? Vamos a visitar a sus pacientes.
Entró en el fortín y con una severa inclinación de su cabeza me saludó, dedicándose a examinar a los enfermos. Aunque debía saber que su vida no estaba segura entre aquellos malvados traidores, no aparentaba el menor temor y departía con los pacientes como si estuviera realizando su habitual visita en cualquier apacible hogar de Inglaterra. Creo que sus maneras produjeron en aquellos hombres una actitud respetuosa hacia él, pues lo trataban como si aún fuera el médico del barco y ellos una leal tripulación.
-Mejorarás pronto -le dijo al de la cabeza vendada-, y si alguien ha escapado alguna vez por milagro, puedes considerarte tú el elegido; debes tener la mollera dura como el hierro. Bien, George, ¿qué tal te encuentras? Ciertamente tienes un color que no indica nada bueno; ese hígado tuyo marcha como quiere. ¿Has tomado la medicina? ¿La ha tomado, muchachos? -preguntó. -Sí, sí, señor, la tomó, seguro -contestó Morgan.
-Porque quiero que sepáis que, desde que me he convertido en médico de amotinados, o, mejor, en médico de prisión -dijo el doctor con un tono pretendidamente cortés-, he tomado como cuestión de honor no perder ni a uno de vosotros y conservaros para el rey George, que Dios guarde, y para la horca.
Los rufianes se miraron entre ellos, aunque sin responder.
-¿No es así? -replicó el doctor-. Ven, Dick, enséñame la lengua. ¡Sería sorprendente que te encontrases bien! Este hombre tiene una lengua capaz de asustar a los franceses. Será tifus.
-¡Ahí tienes -dijo Morgan- el castigo por romper la Biblia!
-Quizá sea mejor decir -añadió el doctor- que es la consecuencia de vuestra absoluta ignorancia y no tener ni el sentido común preciso para diferenciar un aire sano de uno envenenado, y la tierra seca de una pestilente ciénaga cargada de infecciones. Lo más probable, y por supuesto sólo es mi opinión, es que muchos de vosotros pagaréis con la vida antes de lograr libraros de la malaria. ¡Acampando en los pantanos! Me sorprende usted, Silver. Aunque parece menos tonto que los demás, no creo que tenga ni la más ligera idea de las reglas para conservar la salud... Bien -añadió, una vez que medicinó a todos y que ellos tomaron aquellos preparados con la humildad de un huerfanito en el asilo, lo que no dejaba de ser cómico en tan sanguinarios y levantiscos piratas-; bien. Hemos acabado por hoy. Ahora quisiera hablar con ese joven.
Y señaló con la cabeza hacia mí, sin darle importancia.
George Merry estaba apoyado en la puerta, escupiendo y carraspeando a causa del medicamento. Cuando escuchó las palabras del doctor, se volvió furioso y gritó:
-¡No!-con un tremendo juramento.
Silver golpeó en el barril con la palma de su mano.
-¡ Si-len-cio! -rugió, y miró en torno suyo con la fiereza de un león-. Doctor -dijo ya con tono más calmado-, estoy pensando en ello, porque conozco la debilidad que sentís por este briboncillo. Y como todos estamos muy agradecidos por vuestros cuidados, y, como podéis ver, tenemos fe en vuestros conocimientos y nos tomamos estos bebedizos como si fueran aguardiente, creo haber encontrado un medio que puede satisfacernos a todos. ¿Me das tu palabra, Hawkins, palabra de joven caballero -pues lo eres, aunque de humilde cuna-, tu palabra de honor de no cortar la amarra?
Le prometí, aunque con cierto disgusto, cumplir esa palabra.
-Entonces, doctor -dijo Silver-, tened la bondad de alejaros hasta salir de la empalizada, y cuando estéis allí, yo llevaré al muchacho, y os permitiré hablar a través de los troncos. Buenos días, doctor; nuestros respetos al squire y al capitán Smollett.
Pero cuando el doctor salió del fortín, la explosión de furia, que sólo las amenazadoras miradas de Silver habían contenido, rompió el dique, y no dudaron en acusar al viejo cocinero de jugar con dos barajas, de procurar una paz por separado que lo salvara a él solo, de sacrificar los intereses de la tripulación y, en una palabra, de todo aquello que, realmente, era lo que estaba haciendo. A mí me parecía un juego tan evidente, que no podía ni imaginar cómo aplacaría aquel motín. Pero Silver era capaz de imponerse a todo. Los insultó de forma irrepetible; les dijo que era necesario que yo hablase con el doctor; les hizo casi tragarse el plano de la isla, y entonces les preguntó si había alguno capaz de estropear el pacto precisamente en el instante en que casi había conseguido el tesoro.
-¡No, por todos los temporales! -chillaba-. Romperemos el pacto en su momento. Y hasta entonces yo sé cómo tratar con ese doctor, aunque tuviera que limpiarle sus botas con aguardiente.
Y les ordenó que encendiesen fuego. Después puso su mano sobre mi hombro y salimos renqueando por su muleta. Los demás se quedaron en silencio, no creo que estuvieran convencidos.
-Despacio, muchacho, despacio -me dijo-. Pueden caer sobre nosotros, si se dan cuenta de que huimos.
Con gran compostura, pues, avanzamos por el arenal hacia donde nos aguardaba el doctor, y, al llegar a una distancia de la empalizada desde la que aquél podía oírnos, nos detuvimos.
-Os ruego que consideréis lo que voy a deciros, doctor -empezó Silver-. El muchacho os podrá confirmar mis palabras. Le he salvado la vida y me jugué con ese acto la mía. Pensad que, cuando un hombre navega tan ceñido al viento como yo -cuando se juega a cara o cruz el último aliento del cuerpo-, tiene derecho a ser oído y a alguna palabra de esperanza. Considerad que no se trata ahora sólo de mi vida, sino que está también la de este muchacho; y debéis hablarme con toda franqueza, doctor, debéis darme aunque sea una pizca de esperanza, por misericordia.
Yo notaba un cambio en Silver desde que habíamos abandonado el fortín; parecía que el rostro se le había afilado y su voz era temblorosa. Nunca he visto a nadie con tanta sincera ansiedad. -¿No será, John, que tiene miedo? -preguntó Livesey.
-Yo no soy cobarde, doctor; no, ¡no! Ni siquiera esto -y chasqueó los dedos-. Pero he de confesaros con toda franqueza que pensar en el patíbulo me da escalofríos. Sois un hombre bueno y leal, ¡nunca he visto uno mejor! Y no podéis olvidar que también he hecho cosas buenas, al menos recordadlas como recordáis las malas. Ahora voy a retirarme, voy a dejaros solo con Jim, y recordad también este gesto, que me valga en mi cuenta, porque os aseguro que es todo lo más que da la cuerda.
Y diciendo esto se apartó un poco y, sentándose en las grandes raíces de un árbol cercano, empezó a silbar. De vez en cuando lo veíamos moverse en su postura, quizá para no perdernos de vista al doctor y a mí o, más probablemente, a sus compinches, que caminaban inquietos de un lado a otro del arenal desde la hoguera, que trataban de prender, al fortín, de donde sacaban la salazón y la galleta para la comida que preparaban.
-De modo, Jim -me dijo el doctor con cierta tristeza-, que aquí te encuentro. Estás recogiendo lo que has sembrado, hijo. Bien sabe Dios que no está en mi ánimo reprenderte, pero sí he de decirte algo, por duro que sea: bien que permaneciste en tu puesto mientras el capitán Smollett estaba sano, pero, en cuanto no pudo controlarte por estar herido, escapaste, y eso, ¡por el rey George!, fue una cobardía.
Yo me eché a llorar.
-Doctor -le dije-, no necesitáis reprenderme. Bastante me he culpado yo a mí mismo. Sé que mi vida está amenazada por todos lados, y ya estaría muerto, si Silver no lo hubiera impedido. Creedme, puedo morir, doctor, y quizá sea lo que merezco, pero lo que temo es a que me den tormento. Si me torturasen...
Jim -dijo el doctor, interrumpiéndome cambiando de tono-, Jim, no hables. Salta la empalizada y huyamos.
-Doctor -dije-, he empeñado mi palabra.
-Lo sé, lo sé -exclamó-. Eso ya no puedes remediarlo, Jim. Yo echaré sobre mí, holus bolus, la culpa y el deshonor; pero, muchacho, no puedo dejarte ahí. ¡Salta! Un salto y escaparemos corriendo como si fuésemos antílopes.
-No -repuse-; ya sabéis que, en mi lugar, vos no lo haríais; ni vos ni el squire ni el capitán. Tampoco lo haré yo. Silver se ha fiado de mi palabra y volveré con él. Pero dejadme acabar. Si llegan a torturarme, seguramente terminaré por confesar dónde está el barco, porque fui yo el que lo solté, tuve suerte, me arriesgué y tuve suerte. Ahora está en la Cala del Norte, en la playa sur, más abajo de la marca de pleamar. Con media marea estará varado.
-¡El barco! -exclamó el doctor.
En síntesis le describí mi aventura y él me escuchó en silencio.
-Hay como una fatalidad en todo esto -observó, cuando yo hube acabado de narrar mis correrías-. Siempre eres tú el que nos sacas de apuros. ¿Crees que, aunque sólo fuera por eso, consentiríamos por nada del mundo en dejarte perecer? Poco agradecidos seríamos, hijo mío. Tú descubriste el complot de los amotinados; tú encontraste a Ben Gunn -que es lo mejor que has hecho o que puedas hacer en tu vida, aunque llegues a los noventa años... Ah, ¡y por Júpiter, hablando de Ben Gunn!, esto es lo peor de todo. ¡Silver! -gritó entonces-, ¡Silver! Voy a darle un consejo.
El cocinero se acercó.
-Procure usted retrasar la busca del tesoro.
-Señor -dijo Silver-, no puedo hacer algo que es imposible. Sólo puedo salvar la vida de este muchacho, y la mía, si precisamente doy la orden de buscar el tesoro, tenedlo por seguro.
-Bien, Silver -replicó el doctor-, pero le diré algo: esté usted preparado para una buena borrasca, cuando den con el sitio.
-Señor -dijo Silver-, entre nosotros he de deciros que esas palabras pueden significar mucho o nada. ¿Qué os traéis entre manos? ¿Por qué abandonasteis el fortín? ¿Por qué me habéis dado el mapa? Ah, no sé. .. Hasta ahora os he obedecido y sin recibir una palabra de aliento. Pero esto es demasiado. Si no me decís lo que significan vuestras palabras, y con claridad, abandono el timón. -No -dijo el doctor en voz baja-, no tengo derecho a decir más. Pero voy a ir todo lo lejos que puedo, y quizá más allá, aunque el capitán me pele mi peluca, lo que me temo. Voy a darle un atisbo de esperanza, Silver: si salimos de esta trampa, haré todo lo que esté en mis manos, menos jurar en falso, para salvarle el cuello. La faz de Silver expresó una profunda alegría.
-No podríais verdaderamente decir más, no, señor, ni aunque fueseis mi madre -exclamó.
-Bien. Y ésa es la primera advertencia -añadió el doctor-. La segunda es un consejo: Tenga usted siempre al muchacho al lado; y si necesitáis socorro, dad un grito. Voy a regresar con los míos y a preparar ese socorro. Creo que pruebo no hablar por hablar. Adiós, Jim.
Y el doctor Livesey me estrechó la mano por entre los troncos, saludó a Silver con una inclinación de cabeza y se perdió a buen paso entre los árboles.
Capítulo 31 - La busca del tesoro: la señal de Flint
Jim -dijo Silver, cuando nos quedamos solos-, yo he salvado tu vida y tú la mía, eso no lo olvidaré. He visto cómo el doctor te rogaba que escaparas con él y te he visto a ti decir que no, tan claro como si lo hubiera oído, Jim, y eso es algo que apunto en tu favor. Es el primer rayo de esperanza que tengo desde que falló el ataque, y a ti te lo debo. Y ahora, Jim, que vamos a dedicarnos a buscar el tesoro, y quién sabe lo que podrá pasar, y eso no me gusta, tú y yo vamos a estar juntos, hombro con hombro, como se dice, y vamos a salvar nuestro pellejo contra viento y marea.
Uno de los piratas nos gritó desde la fogata que la comida ya estaba preparada, y en seguida volvimos con ellos y nos sentamos en la arena, dando buena cuenta de la cecina y la galleta. Habían encendido una hoguera tan grande como para asar un buey, lo que producía un calor insoportable, y las llamas eran tan altas, que sólo podía uno acercarse a favor del viento. Con el mismo espíritu de despilfarro habían cocinado tres veces más de lo que podíamos consumir, y uno de los piratas, riéndose estúpidamente, echó las sobras al fuego, que chisporroteó y pareció crecer. Aquellos hombres no se cuidaban para nada del mañana; de la mano a la boca, ésa era la única norma de su vida; y aquella imprevisión en cuanto a los víveres, y el sueño pesado de los centinelas, me hizo comprender que, aunque valientes para un abordaje y para jugárselo todo a una carta, eran absolutamente incapaces de algo que se pareciera a una campaña prolongada.
Hasta el mismo Silver, que con el Capitán Flint subido en un hombro estaba sentado comiendo junto a ellos, no parecía censurar aquella disipación. Lo que no dejó de sorprenderme, conociendo su astucia, de la que por cierto últimamente había visto las mejores muestras.
-Ay, compañeros -dijo-, podéis dar gracias a que Barbecue esté aquí. Esta cabeza piensa por vosotros. He conseguido lo que planeaba, sí. Ellos tienen el barco, ya lo sé. Pero aún no sé dónde lo esconden; en cuanto demos con el tesoro habrá que empezar a buscarlo. Y entonces, compañeros, como nosotros tenemos los botes, la victoria será nuestra.
Continuó su plática con la boca llena de tocino. Pareció establecer la confianza y la seguridad de los suyos y, lo que me parece más acertado, la suya propia.
-En cuanto a los rehenes -prosiguió-, de eso han hablado el doctor y este muchacho. Algo he conseguido pescar, y a él le debo estas noticias, pero eso es cuestión aparte. Cuando vayamos a buscar el tesoro, pienso llevarlo conmigo bien atado con una cuerda, porque hay que conservarlo como si fuera polvo de oro, por si ocurre algún percance. Pero entendedlo bien, sólo hasta que estemos a salvo. Cuando tengamos el barco y el tesoro, y nos hagamos a la mar como una buena familia, entonces ya hablaremos del señor Hawkins, sí, y le daremos todo lo que haya que darle, sin escatimar, como pago de sus muchas mercedes.
Los piratas, como es lógico, estaban del mejor talante. No así yo, que empezaba a sentirme roído por un atroz descorazonamiento. Si el plan que les acababa de explicar hubiera sido factible, Silver, que ya era traidor por partida doble, no vacilaría en seguirlo. Aún tenía un pie en cada campo y yo no dudaba de que siempre preferiría las riquezas y la libertad de los piratas a un dudoso escapar de la horca, que al fin y al cabo era todo lo que podía esperar con nosotros.
Sí, y aunque los acontecimientos se desarrollaran de forma que obligaran a su lealtad para con el doctor Livesey, a pesar de ello, ¡qué peligros nos aguardaban! Porque si sus compinches descubrían que sus sospechas eran ciertas, y él y yo hubiéramos tenido que luchar por nuestras vidas -él; un inválido, y yo, un muchacho-, ¡cómo enfrentarnos a cinco marineros vigorosos sin piedad!
A estas cavilaciones mías se añadían las dudas sobre el comportamiento de mis compañeros, su misterioso abandono del fortín y su inexplicable entrega del mapa; ¿y aquellas oscuras palabras del doctor a Silver: «Esté usted preparado para una buena borrasca, cuando den con el sitio»? Es comprensible que mi comida pareciera poco gustosa, y la intranquilidad con que seguí a mis carceleros en su busca del tesoro.
Debíamos ser un curioso espectáculo para cualquiera: todos vestidos con ropas de marinero, y todos, menos yo, armados hasta los dientes. Silver llevaba dos mosquetones en bandolera, cruzados en pecho y espalda, un enorme machete en el cinturón y una pistola en cada bolsillo de su casaca. Para rematar aquella insólita figura, el Capitán Flint iba subido en su hombro chillando todo su vocabulario de cubierta. Yo iba detrás, atado por la cintura con una cuerda, y el cocinero tiraba del extremo unas veces con sus manos y otras con sus dientes. Supongo que yo debía parecer un oso bailarín.
Los demás iban cargados con picos y palas, que habían traído a tierra desde la Hispaniola, y sacos con tocino y galleta, sin olvidar el aguardiente. Todos los víveres procedían, como pude comprobar, de nuestras reservas, lo que me aseguraba que algo extraño había pactado entre Silver y el doctor, como se desprendía de las palabras de Silver aquella noche, ya que de no existir tal pacto él y sus cómplices, sin el barco, se hubieran visto forzados a vivir de agua de los arroyos y de lo que pudieran cazar; y el agua no hubiera estado muy limpia, creo, y dudo de la cacería, dada la puntería de los marineros, aparte de considerar bastante reducida su provisión de pólvora.
Equipados de esta guisa, nos pusimos en marcha; venía hasta el herido en la cabeza, que mejor hubiera estado a la sombra del fortín. Caminamos en fila hacia la playa, donde nos esperaban dos botes. También los botes habían sufrido las consecuencias de la embriaguez general de aquella tripulación, pues uno tenía rota la bancada y los dos estaban llenos de barro y agua. Pensaban llevar los dos botes como medida de seguridad, y se repartieron en ambos y empezamos a remar a través del embarcadero.
Según navegábamos comenzaron las discusiones sobre el mapa. La cruz roja era demasiado grande para señalar con exactitud el lugar, y los términos escritos al dorso, un tanto ambiguos. El lector recordará que decían:
«Árbol alto, lomo del Catalejo, desmorando una cuarta al N. del N.N.E.
Isla del Esqueleto E.S.E. y una cuarta al E. Diez pies.»
El árbol alto era, pues, la señal más importante. Ahora bien: frente a nosotros el fondeadero estaba cerrado por una meseta de doscientos a trescientos pies de altura, que se unían por el norte a las estribaciones meridionales del Catalejo, volviéndose a elevar hacia el sur en aquel abrupto promontorio que cortaban los acantilados, el monte Mesana. La meseta estaba cubierta de pinos de muy diferente talla. Varios elevaban cuarenta o cincuenta pies su limpio color sobre el resto del bosque, ¿pero cuál de ellos era el «árbol alto» del capitán Flint? No había brújula para guiarnos.
Pese a ello, todos los piratas habían ya elegido su árbol favorito antes de llegar a la mitad del camino, y sólo John «el Largo» se encogía de hombros y les decía que aguardasen.
Remábamos despacio, como había ordenado Silver, para no cansar a los hombres antes de tiempo, y después de una larga travesía desembarcamos en las cercanías del segundo río, el que desciende por uno de los barrancos del Catalejo. Desde allí, torciendo a la izquierda, empezamos a ascender hacia la meseta. Al principio el terreno, pesado y fangoso, con una casi impenetrable vegetación, retrasó mucho nuestra marcha; pero poco a poco la pendiente fue haciéndose más dura y pedregosa y los matorrales clareando. Aquélla era ciertamente una parte de la isla de las más agradables. Una aromática retama y numerosos arbustos con flores sustituían la hierba. Bosquecillos de verdes árboles de nuez moscada alternaban con las rojizas columnetas y las largas sombras de los pinos, y el olor de las especies de los unos se mezclaba al aroma de los otros. El aire fresco y vigorizante, lo que, bajo los ardientes rayos del sol, refrescaba nuestros sentidos.
Todos los piratas empezaron a corretear, gritando con gran contento. Se esparcieron como un abanico, y en el centro, tras ellos, Silver y yo caminábamos, yo atado a mi cuerda y él renqueando y fatigado, con mil tropezones. Alguna vez tuve que ayudarlo o hubiera caído rodando cuesta abajo.
Llevábamos más de media milla en nuestra subida y ya estábamos alcanzando el borde de la meseta, cuando uno que iba destacado hacia la izquierda empezó a llamar a gritos, como sobrecogido por el terror. Todos empezaron a correr en aquella dirección.
-No puede ser que haya encontrado el tesoro -dijo el viejo Morgan pasando ante nosotros-; el tesoro debe estar más arriba. Lo que en realidad sucedía era cosa bien distinta, como pudimos comprobar, cuando llegamos a aquel sitio. Al pie de un pino bastante alto, y como trenzado en una planta trepadora, que había distorsionado algún huesecillo, yacía un esqueleto humano del que aún pendía algún jirón de ropa. Creo que todos, por un instante, sentimos que nos recorría un escalofrío.
-Era un marinero -dijo George Merry, quien, más osado que los demás, se había acercado y examinaba la tela-. Buen paño marinero.
-Sí, sí -dijo Silver-, es muy probable. Tampoco esperaríais encontrar aquí a un obispo, creo yo. Pero ¿no os dais cuenta de que los huesos no están en forma natural? ¿Por qué?
Y era cierto: mirando con cuidado, resultaba evidente que el esqueleto tenía una postura que no era natural. Aparte de cierto desorden (producido acaso por los pájaros que lo devoraban o por el lento crecer de la trepadora que lo envolvía), el hombre estaba demasiado recto: los pies apuntaban en una dirección, pero las manos, levantadas y unidas sobre el cráneo, como las de quien se tira al agua, apuntaban en la dirección opuesta.
-Se me ha metido una idea en mi vieja cabeza -dijo Silver-. Veamos la brújula. Aquélla es la cima de la Isla del Esqueleto, que sobresale como un diente. Vamos a tomar el rumbo siguiendo la línea de los huesos.
Así se hizo. El esqueleto apuntaba directamente en dirección a la isla, y la brújula indicaba, en efecto, E.S.E. y una cuarta al E.
-Me lo figuraba -exclamó el cocinero-. Es un indicador. Allí está el rumbo que lleva a la estrella polar y a nuestros buenos dineros. Pero, ¡por todos los temporales!, frío me da de pensar que ésta es una de las bromas de Flint, no me cabe duda. El y los otros seis estuvieron aquí, solos, y él los mató uno por uno, y a éste lo trajo aquí, y lo orientó según la brújula. ¡Que reviente mis cuadernas! Los huesos son grandes y el pelo parece que fue rubio. Ah... éste debía ser Allardyce. ¿Recuerdas a Allardyce, Morgan?
-Ay, sí -repuso Morgan-, me acuerdo; me debía dinero, me lo debía y encima se llevó mi cuchillo cuando vino a tierra.
-Hablando de cuchillos -dijo otro-, ¿por qué no buscamos el de éste? Flint no era hombre que registrara los bolsillos de un marinero, y no creo que los pájaros se lleven nada de peso.
-¡Por todos los diablos que llevas razón! -exclamó Silver.
-Aquí no hay nada -dijo Merry palpando por entre los huesos y los jirones de tela-: ni una moneda de cobre ni una caja de tabaco. Esto no me parece tampoco muy normal.
-No, ¡por todos los cañonazos! -dijo Silver-, no lo es. Ni tampoco creo que sea bueno, puedes asegurarlo. ¡Por el fuego de San Telmo, compañeros, que no quisiera encontrarme con Flint! Seis eran y de los seis sólo quedan huesos. Seis somos nosotros.
-Yo lo vi muerto con estos ojos -dijo Morgan-. Billy me hizo entrar con él. Allí estaba con dos monedas de un penique sobre sus ojos.
-Muerto, sí... seguro que estaba muerto, y en los infiernos -dijo el de la cabeza vendada-; si hay un espíritu que pueda volver, ése es Flint. ¡Qué gran corazón y qué mala suerte tuvo!
-Eso es verdad -observó otro-: recuerdo cómo se enfurecía, y luego gritaba pidiendo más ron, o se ponía a cantar «Quince hombres»; sólo cantaba esa canción, compañeros, y os digo que desde entonces no me gusta mucho cuando la oigo. Hacía más calor que en un horno y la ventana estaba abierta, y yo escuchaba esa canción una y otra vez... Y a Flint se lo llevaba la muerte.
-Vamos, vamos -dijo Silver-, no hablemos más de eso. Muerto está y se sabe que los muertos no andan; al menos, supongo que no andan de día, eso es seguro. Tanto pensar mató al gato. Vamos a buscar los doblones.
Nos pusimos en marcha; pero a pesar del calor del sol y de aquella luz deslumbrante, los piratas no se mostraban ya tan alegres, sino que caminaban juntos y hablando en voz baja. El terror del pirata muerto había sobrecogido sus espíritus.
Capítulo 32 - La busca del tesoro: la voz entre los árboles
En cuanto alcanzamos la meseta, todos, en parte por lo abatidos que estaban, en parte porque Silver y los enfermos descansaran, decidieron sentarse un rato.
Desde donde estábamos se dominaba un vasto paisaje gracias al declive hacia poniente de la meseta. Ante nosotros, por encima de las copas de los árboles, veíamos el cabo Boscoso batido por el oleaje; detrás no solamente podíamos divisar el fondeadero y la Isla del Esqueleto, sino hasta la franja de arena y el terreno más bajo de la parte oeste, y más allá, la inmensa extensión del océano. El Catalejo se alzaba poderoso ante nosotros, con algunos pinos aislados y sus formidables precipicios. No se escuchaba otro ruido que el de las lejanas rompientes, que parecía subir de toda la costa hacia la cima del monte, y el zumbido de los infinitos insectos de aquellos matorrales. No se descubría presencia humana alguna; ni una vela en la mar; la grandeza del paisaje aumentaba la sensación de soledad.
Silver, mientras descansaba, tomó ciertas demoras con la brújula.
-Hacia esa parte veo tres «árboles altos» -dijo-, casi en la línea de la Isla del Esqueleto. «Lomo del Catalejo»... supongo que quiere indicar aquella punta más baja. Creo que ahora es un juego de niños el hacernos con el dinero. Casi me dan ganas de que comamos antes de ir a buscarlo.
-Yo no tengo hambre -gruñó Morgan-. De pensar en Flint se me ha quitado.
-Ah, bueno, camarada, puedes dar gracias a tu estrella porque esté muerto -dijo Silver.
-Era un demonio -gritó un tercer pirata, estremeciéndose-, -¡y con aquella cara azulada!
-Como se la había dejado el ron -añadió Merry-. ¡Azulada, sí! Recuerdo que era como ceniza. Azulosa es la palabra.
Desde que habíamos topado con el esqueleto y habían empezado a dar vueltas en sus cabezas a esos recuerdos, sus voces iban haciéndose un sombrío susurro, de forma que el rumor de las conversaciones apenas rompía el silencio del bosque. Y de pronto, saliendo de entre los árboles que se levantaban ante nosotros, una voz aguda, temblorosa y rota entonó la vieja canción:
«Quince hombres en el cofre del muerto.
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!».
No he visto jamás hombres tan espantados y despavoridos como aquellos filibusteros. El color desapareció como por ensalmo de los seis rostros; algunos se pusieron en pie aterrados y otros se cogieron entre sí; Morgan se arrastraba por el suelo.
-¡Es Flint, por todos los...! -chilló Merry.
La canción terminó tan repentinamente como había empezado; cortada a mitad de una nota como si alguien hubiera tapado la boca del cantor. Como venía a través del aire limpio y luminoso, y como de muy lejos, me pareció que tenía algo de dulce balada, y eso hacía aún mas extraño su efecto sobre aquellos hombres.
-Vamos -dijo Silver, a quien parecían no salir las palabras de sus labios violáceos-, ;no hagáis caso! ¡Listos para la maniobra! Es una buena señal, es la voz de alguien que está de broma... alguien de carne y con sangre en las venas, no os quepa duda.
Conforme hablaba, Silver parecía ir recobrando el valor y también parte del color perdido. Los demás empezaron a ir dominándose y a tratar de razonar, cuando de pronto volvió a escucharse la misma voz, pero esta vez no cantaba, sino que era como una llamada débil y lejana, cuyo eco vibraba en los peñascos del Catalejo.
-¡Darby M'Graw! -repetía el lamento, pues eso es lo que en realidad parecía-. ¡Darby M'Graw! ¡Darby M'Graw! -una vez y otra, y después, elevándose, profirió un juramento que afrenta repetir-: ¡Dame el ron por el culo, Darby!
Los bucaneros se quedaron clavados en su sitio con los ojos fuera de las órbitas. La voz se había extinguido hacía ya mucho y aún continuaban mirando fijamente delante de ellos, mudos de terror.
-¡Ya no hay duda! -dijo uno-. ¡Huyamos!
-¡Esas fueron sus últimas palabras! -exclamó Morgan-, ¡sus últimas palabras a bordo de este mundo!
Dick había sacado la Biblia y rezaba apresuradamente. Sin duda, antes de hacerse a la mar y entrar en tan malas compañías, Dick había recibido una buena crianza.
Pero, a pesar de todo, Silver no se rendía. Oí cómo sus dientes castañeteaban, pero no estaba dispuesto a rendirse.
-Nadie en esta isla ha oído hablar de Darby -murmuró-, nadie aparte de los que estamos aquí. -Y después, haciendo un gran esfuerzo, dijo-: Yo he venido para apoderarme de ese dinero, y nadie, ni hombre ni demonio, compañeros, me hará desistir. No le tuve miedo a Flint en vida y, ¡por Satanás!, que estoy dispuesto a hacerle cara muerto. Ahí, a menos de un cuarto de milla, hay setecientas mil libras. ¿Cuándo se ha visto que un caballero de fortuna vuelva la espalda a un tesoro así por un viejo marino borracho con la nariz violeta... y, además, muerto?
Pero sus compinches no dieron la menor muestra de recuperar su valor; al contrario, cada vez parecían más aterrados, sobre todo ante los juramentos de Silver, que tomaban como provocaciones al espíritu de Flint.
-¡Cuidado, John! -dijo Merry-. No irrites su alma. Todos los demás estaban demasiado aterrorizados como para hablar. Y hubieran escapado cada uno por un lado si no hubiera sido por el propio miedo, que los paralizaba; se apiñaron con John, como si aquella audacia los protegiera. El, por su parte, era ya muy dueño de sí mismo.
-¿Su alma? Bien, acaso sea su alma -dijo-. Pero no lo veo tan claro. Se oía también un eco. Yo no sé de un espíritu que haga sombra; ¿y por qué, entonces, va a hacer eco? Me parece muy extraño, ¿no es así?
Su argumento me pareció que no se mantenía, pero nadie es capaz de predecir qué pueda influir en los temerosos, y, con gran sorpresa por mi parte, George Merry se tranquilizó bastante.
-Sí, eso es verdad -dijo-. Hay pocas cabezas como la tuya, John, eso no hay quien lo pueda negar. ¡A las velas, compañeros! Esta tripulación está dando una bordada en falso. Y hay una cosa... si os fijáis era como la voz de Flint, pero no tenía aquella fuerza suya, de mandar, aquel poder... Se parecía a... otra voz... sí, era como la voz...
-¡Por todos los temporales! -rugió Silver-. ¡Ben Gunn! -¡ Sí, ésa era la voz! -gritó Morgan, levantándose del suelo-. ¡Era la voz de Ben Gunn!
-Pero viene a ser lo mismo -dijo Dick-, porque Ben Gunn también se fue, como Flint.
Pero a los más veteranos aquellas últimas palabras parecieron tranquilizarlos.
-¿Y qué importa Ben Gunn? -dijo Merry-; vivo o muerto, no cuenta para nada.
Cómo habían ido recobrando el valor resultaba extraordinario para mí; el color volvía a sus caras, y no tardaron en reanudar una conversación animada. De vez en cuando se callaban para escuchar, pero, al no oír nada, decidieron seguir su camino y volvieron a echarse al hombro las herramientas y los víveres. Merry abrió la marcha, llevando la brújula de Silver, y seguimos directamente hacia la Isla del Esqueleto. Realmente, vivo o muerto, a nadie le importaba Ben Gunn.
Dick era el único que seguía aferrado a su Biblia, y, mientras caminaba, miraba frecuentemente a su alrededor; pero ninguno trató de consolarlo y hasta Silver se burlaba de todas sus inquietudes.
-Ya te lo dije -le repetía-; esa Biblia no sirve. Y si no se puede jurar sobre ella, ¿tú crees que va a parar a algún espíritu? ¡Ni esto! -y hacía chasquear sus dedos enormes mientras se paraba sobre su muleta.
Pero Dick no admitía bromas y pronto fue visible que empezaba a sentirse enfermo. Quizá favorecida por el calor, la fatiga y aquella profunda impresión, la fiebre que el doctor Livesey anunciara iba apoderándose de él.
El camino no era difícil a través de la meseta; empezábamos a ir cuesta abajo, pues, como ya he dicho, la altiplanicie descendía hacia el oeste. Pinos de todos los tamaños crecían, aunque muy clareados, y hasta en los bosquecillos de azaleas y árboles de nuez moscada grandes calveros aparecían abrasados por el sol. Íbamos avanzando hacia el noroeste, a través de la isla, y nos acercábamos a las laderas del Catalejo; ante nosotros se abría el paisaje de la bahía occidental, donde yo había estado ya una vez en mi viejo y zarandeado coraclo.
Por fin alcanzamos el primero de los altos árboles, pero por la brújula comprobamos que no era el que buscábamos. Lo mismo ocurrió con el segundo. El tercero se alzaba lo menos doscientos pies sobre un espeso matorral: era un verdadero gigante, con un tronco rojizo, cuyo diámetro podía ser el de una cabaña, y que producía una sombra tan inmensa, que bien podría haber maniobrado en ella una compañía. Era visible desde muy lejos en el mar, desde cualquier posición, y servía perfectamente para ser reseñado en las cartas como marca de navegación.
Pero no era su tamaño lo que emocionaba a mis compañeros, sino la idea de que a su sombra dormían setecientas mil libras. La avaricia iba disipando en ellos sus anteriores temores. Los ojos les brillaban y sus pies se volvían ligeros, veloces; toda su alma estaba ahora pendiente de aquella fortuna, de la vida regalada y de los placeres que les iba a permitir a cada uno desde entonces.
Silver, gruñendo, avanzaba renqueando con su muleta; las aletas de su nariz vibraban; gritaba mil juramentos contra las moscas que se posaban en su rostro sudoroso y ardiente, y daba furiosos tirones a la cuerda con que me arrastraba, y de cuando en cuando se volvía dirigiéndome una mirada asesina. No se tomaba ya ningún trabajo en disimular sus pensamientos y yo podía leerlos como si estuvieran impresos. Ante la inminencia del tesoro todo lo demás había dejado de existir: sus promesas, la advertencia del doctor; y yo no tenía dudas de que, en cuanto lograra apoderarse del oro, buscaría la Hispaniola y, aprovechando la noche, degollaría a toda persona honrada que quedase en la isla, y luego largaría velas, como había pensado en un principio, cargado de crímenes y de riquezas.
Tan preocupado como yo estaba con estos pensamientos, no me era fácil seguir el paso de aquellos buscadores de tesoros. De cuando en cuando daba un tropezón; y entonces Silver tiraba violentamente de la soga y era cuando me dirigía sus miradas asesinas. Dick, que iba rezagado, seguía la comitiva hablando entre dientes, no sé si plegarias o maldiciones, conforme la fiebre le subía. Y a todo esto se añadía en mi cabeza la imagen de la tragedia que aquellas tierras habían contemplado un día, cuando el desalmado pirata del rostro ceniciento, el que había muerto en Savannah cantando y pidiendo más ron a voces, había sacrificado allí mismo y por su propia mano a seis compañeros. Aquel bosquecillo, tan apacible ahora, debió haber escuchado los alaridos y los gritos, y aún, en mi pensamiento, creía oírlos vibrar en el aire sereno.
Llegamos al borde del bosque.
-¡ Victoria , compañeros! ¡Corramos todos! -gritó Merry. Y los que iban en vanguardia echaron a correr.
Y de repente, no habían avanzado ni diez yardas, cuando los vi detenerse. Escuché un grito ahogado. Silver intentó ir más de prisa empujando frenéticamente su muleta; y un instante después también él y yo nos paramos en seco.
Ante nosotros vimos un profundo hoyo, no muy reciente, pues los taludes se habían desmoronado en parte y la hierba crecía en el fondo; y allí clavado se veía el astil de un pico que estaba partido por su mitad y, esparcidas, las tablas de varias cajas. En una de ellas vi, marcado con un hierro candente, la palabra Walrus : el nombre del barco de Flint.
Aquello lo aclaraba todo: el tesoro había sido descubierto y saqueado; las setecientas mil libras habían desaparecido!
Capítulo 33 - La caída de un jefe
Jamás se vio revés semejante en este mundo. Cada uno de los seis hombres se quedó como si lo hubiera fulminado un rayo. Pero Silver reaccionó casi en el acto. Todos sus pensamientos habían estado dirigidos, como un caballo de carreras, hacia aquel dinero; pero se contuvo en un segundo y conservó la cabeza, trató de recuperar su humor y cambió sus planes antes de que los otros fueran presa del desengaño.
Jim -me susurró-, toma esto. Y pon atención, porque en un momento estallará la tormenta.
Y deslizó en mi mano un pistolón de dos cañones.
Empezó al mismo tiempo a deslizarse cautelosamente y sin perder la calma, hacia el norte, y con unos pocos pasos puso la excavación entre nosotros y los cinco piratas. Entonces me miró y movió su cabeza como diciéndome: «Estamos en un callejón sin salida», que era lo que yo también pensaba de aquella situación. Su mirada se había transformado y ahora era completamente amistosa; pero yo sentía ya tal repugnancia ante aquellos cambios constantes de actitud, que no pude evitar decirle:
-Ahora cambiará usted otra vez de casaca.
Pero no tuvo tiempo de responderme. Los bucaneros, con terribles maldiciones, empezaron a saltar al fondo del hoyo y a escarbar con sus dedos, tirando las tablas fuera. Morgan encontró una moneda de oro. La levantó por encima de su cabeza gritando una sarta de maldiciones horribles. Era una moneda de dos guineas, y empezó a pasar de mano en mano.
-¡Dos guineas! -gritó Merry mostrándole a Silver la pieza-. Estas son las setecientas mil libras, ¿no es así? Ahí tenemos al hombre de los pactos. Tú eres el que nunca estropea un negocio, ¿verdad?, ¡tú, estúpido marino de agua dulce!
-Seguid escarbando, muchachos -dijo Silver con el más insolente descaro-; seguramente encontraréis alguna criadilla.
-¡Criadillas! -respondió Merry dando un chillido-. ¿Habéis oído eso, compañeros? Tú lo sabías todo, John «el Largo». Miradlo. Se le nota en la cara.
-Ah, Merry -dijo Silver-, ¿otra vez con pretensiones de capitán? Verdaderamente eres un tipo de empuje.
Pero todos los piratas parecían pensar como Merry. Empezaron a salir de la excavación con furiosas miradas. Y observé algo que podía significar lo peor para nosotros: que todos subían y se situaban en la parte opuesta a Silver.
Y así nos quedamos: dos en un bando, cinco en el otro, el hoyo entre los dos grupos y nadie con el valor suficiente para dar el primer golpe. Silver no se movió: los observaba muy firme sobre su muleta y me pareció más decidido y sereno que nunca. No me cabe duda de que era un hombre valiente.
Merry seguramente pensó que una arenga podía decidir a sus compinches.
-Camaradas -dijo-, ahí delante tenemos a esos dos, solos; uno es un viejo inválido, que nos ha metido en esto, y suya es la culpa de estar como estamos; el otro es un cachorrillo, a quien yo mismo he de arrancar el corazón. ¡Vamos, compañeros!
Levantó su brazo al mismo tiempo que su voz, ordenando el ataque. Pero en aquel instante -¡zum! ¡zum! ¡zum!- tres disparos de mosquete relampaguearon en la espesura. Merry cayó de cabeza en el hoyo; el hombre de la cabeza vendada giró sobre sí mismo como un espantapájaros y cayó de costado, herido de muerte, aunque aún se retorcía; los demás volvieron la espalda y echaron a correr con toda su alma. Y antes de respirar siquiera, John «el Largo» descargó sus dos tiros sobre Merry, que, intentaba levantarse; volvió a caer y alzó sus ojos en el último estertor.
-George -le dijo Silver-, cuenta saldada.
En ese instante el doctor, Gray y Ben Gunn salieron del bosque de árboles de la nuez y se unieron a nosotros con los mosquetes aún humeantes.
-¡Corramos! -gritó el doctor-. ¡Corramos, muchachos! ¡Hay que impedir que lleguen a los botes!
Y nos lanzamos tras ellos, hundiéndonos a veces hasta el pecho en aquellos matorrales.
Silver no quería que lo dejásemos atrás. El esfuerzo que aquel hombre realizó, saltando con su muleta hasta que los músculos del pecho parecían estar a punto de reventar, no lo he visto nunca igualar por nadie; y lo mismo considera el doctor. Pero no pudo alcanzarnos, y corría rezagado unas treinta yardas, cuando llegamos a la meseta.
-¡Doctor! -gritó-, ¡mire allí! ¡No hay prisa!
Y verdaderamente no la había. En la zona más despejada de aquella altiplanicie pudimos ver a los tres piratas supervivientes, que corrían en una dirección equivocada, hacia el monte Mesana; así pues estábamos entre ellos y los botes. Nos sentamos a descansar los cuatro, mientras John Silver, enjugándose el sudor de la cara, casi se arrastraba hacia nosotros.
-Muchas gracias, doctor -dijo-. Habéis llegado en el momento preciso para Hawkins y para mí. ¡De modo que eras tú, Ben Gunn! -añadió-. Buena pieza estás hecho.
-Soy Ben Gunn; ése soy -contestó el abandonado, casi temblando como un anguila en su azoramiento-. Y -siguió después de una larga pausa-, ¿cómo está usted, señor Silver? Muy bien, muchas gracias, debe decir usted.
-Ben Gunn -murmuró Silver-, ¡y pensar que tú me la has jugado!
El doctor envió a Gray a buscar uno de los picos que los amotinados habían olvidado en su fuga; y conforme regresamos, caminando ya con toda tranquilidad cuesta abajo hasta donde estaban fondeados los botes, me contó en pocas palabras lo que había sucedido. La historia interesaba mucho a Silver, y en ella Ben Gunn, aquel abandonado medio idiotizado, era el héroe.
Resulta que Ben, en sus largas y solitarias caminatas por la isla, había encontrado el esqueleto, y había sido él quien lo despojara de todo; había localizado el tesoro y lo había desenterrado (suyo era el pico cuyo astil partido vimos en la excavación) y había ido transportándolo a cuestas, en larguísimas y fatigosas jornadas, desde aquel gigantesco pino hasta una cueva que había encontrado en el monte de los dos picos, en la zona noreste de la isla, y allí lo había almacenado a buen recaudo dos meses antes de que nosotros arribásemos con la Hispaniola.
Cuando el doctor logró hacerle confesar este secreto, la misma tarde del ataque, y después de descubrir, a la mañana siguiente, que el fondeadero estaba desierto, fue a parlamentar con Silver, le entregó entonces el mapa, puesto que ya no servía para nada, y no tuvo reparo en entregarle las provisiones, porque en la cueva de Ben Gunn había bastante carne de cabra, que él mismo había conservado; así le entregó todo, y más que hubiera tenido, con tal de poder salir de la empalizada y esconderse en el monte de los pinos, donde estaba a salvo de las fiebres y cerca del dinero.
-En cuanto a ti, Jim -me dijo-, me dolió mucho, pero hice lo que creí mejor para los otros, que habían cumplido con su deber; y si tú no eras uno de ellos, la culpa era sólo tuya.
Pero aquella mañana, al comprender que yo me vería complicado en la siniestra broma que les había reservado a los amotinados, había ido corriendo hasta la cueva, y dejando al capitán al cuidado del squire, acompañado por Gray y el abandonado, había atravesado la isla en diagonal con el fin de estar pronto a auxiliarnos, como fue preciso, en la excavación junto al pino. Y al darse cuenta de que era bastante improbable alcanzarnos, dada la delantera que llevábamos, envió por delante a Ben Gunn, que era hombre veloz en su carrera, para que hiciese lo necesario mientras ellos llegaban. Fue entonces cuando a Ben se le ocurrió retrasarnos con la treta de Flint, que sabía asustaría a sus antiguos compañeros; y le salió tan bien, que permitió que Gray y el doctor llegaran a tiempo y pudieran emboscarse antes de la aparición de los piratas.
-Ah -dijo Silver-, tener a Hawkins ha sido mi mejor fortuna. Porque habríais dejado que hiciesen trizas al viejo John sin la menor consideración, ¿no es así, doctor?
-Ni por un instante -replicó el doctor Livesey jovialmente. Llegamos al fin donde estaban los botes. El doctor, con un zapapico abrió vías de agua en uno de ellos, y rápidamente embarcamos todos en el otro y nos hicimos a la mar para ir costeando hasta la Cala del Norte.
Navegamos ocho o nueve millas. Silver parecía muy fatigado, y a pesar de ello se sentó a los remos, como el resto de nosotros, y así fuimos saliendo a mar abierta por una superficie serena y misteriosa. Poco después atravesamos el canal y doblamos el extremo sureste de la isla, a cuya altura, cuatro días antes, habíamos remolcado la Hispaniola.
Al pasar frente al monte de los dos picos, pudimos ver la oscura boca de la cueva de Ben Gunn, y junto a ella la figura erguida de un hombre vigilando con un mosquete: era el squire, y lo saludamos agitando un gran pañuelo y con tres hurras, en los cuales debo decir que Silver tomó parte con tanto entusiasmo como el que más. Tres millas más allá entramos en la embocadura de la Cala del Norte, y cuál no sería nuestra sorpresa al ver la Hspaniola navegando sola. La pleamar la había puesto a flote y, si hubiera soplado un viento fuerte o una corriente tan poderosa como la del fondeadero sur, posiblemente nunca más la hubiéramos recobrado o la hubiésemos hallado encallada y destrozada contra cualquier roca. Pero por suerte no había percance alguno que lamentar, salvo que la vela mayor estaba destrozada. Dispusimos otro ancla y la fondeamos en braza y media de agua. Entonces regresamos remando hasta la rada del Ron, donde estaba el tesoro; y desde allí Gray regresó solo con el bote a la Hispaniola para pasar la noche de guardia.
Una suave cuestecilla conducía desde la playa a la boca de la cueva. Allí arriba nos encontramos con el squire, que me recibió muy cordial y bondadosamente, sin mencionar mis correrías, ni para elogiarme ni como censura. Sólo vi en él cierto desagrado ante el saludo de Silver.
John Silver -le dijo-, es usted un bribón prodigioso y un impostor..., un monstruo impostor. Me han indicado estos caballeros que no le conduzca hasta los jueces, y no pienso hacerlo. Pero deseo que los muertos que ha causado pesen sobre su alma como ruedas de molino colgadas al cuello.
-Gracias por sus bondades, señor -replicó John «el Largo», haciendo otra reverencia.
-¡Y se atreve a darme las gracias! -exclamó el squire-. Es una grave omisión de mis deberes. Retírese usted.
Después de este recibimiento entramos en la cueva. Era espaciosa y bien ventilada y un pequeño manantial corría hasta una charca de agua cristalina rodeada de helechos. El suelo era de arena. Delante de un gran fuego estaba el capitán Smollett, y en un rincón del fondo, iluminado por los suaves reflejos de las llamas, vi un enorme montón de monedas y pilas de lingotes de oro. Era el tesoro de Flint que habíamos venido a buscar desde tan lejos y que había costado la vida de diecisiete hombres de la Hispaniola. Cuántas mas habría costado juntarlo, cuánta sangre y cuántos pesares, cuántos hermosos navíos yacían en el fondo de los mares, cuántos valientes habrían pasado el tablón con los ojos vendados, cuántos cañonazos, cuánto deshonor, cuántas mentiras, cuánta crueldad, nadie quizá podría decirlo. Sin embargo, aún había tres hombres en aquella isla -Silver, el viejo Morgan y Ben Gunn- que habían tenido parte en esos crímenes y que ahora esperaban tenerla en el botín.
-Entra, Jim -dijo el capitán-. Eres un buen muchacho, claro que en tu camino, Jim; pero pienso que no volveremos nunca a hacernos juntos a la mar. Eres demasiado caprichoso para mi gusto. Ah, y también está usted, John Silver. ¿Qué le trae por aquí?
-Señor, he vuelto a mi deber -contestó Silver.
-¡Ah! -dijo el capitán; y fue todo lo que dijo.
Aquella noche gocé de una magnífica cena junto a los míos, y qué sabrosa me pareció la cabra de Ben Gunn, y las golosinas, y una botella de viejo vino que habían traído desde la Hispaniola. Creo que nadie fue nunca tan feliz como lo éramos nosotros. Y allí estaba Silver, sentado lejos del resplandor del fuego, comiendo con buen apetito y pendiente de si precisábamos algo para traerlo, y hasta participando con cierta discreción de nuestras risas; ah, el mismo suave, cortés y servicial marinero de nuestra anterior travesía.
Capítulo 34 - Epílogo
Al día siguiente, muy de mañana, empezamos a acarrear aquella inmensa fortuna hasta la playa, que distaba cerca de una milla, y desde allí, otras tres millas mar adentro hasta la Hispaniola. La tarea fue muy pesada para tan corto número como éramos. Los tres forajidos que aún erraban por la isla no nos preocupaban; uno de nosotros vigilando en la cima de la colina bastaba para protegernos de cualquier repentina agresión; y además, no dudábamos de que estarían más que hartos de cualquier querella.
Hicimos nuestro trabajo con entusiasmo. Gray y Ben Gunn fueron los encargados de tripular el bote, y los demás, en su ausencia, íbamos apilando el oro en la playa. Dos de los lingotes, atados con un cabo, eran ya de por sí carga más que suficiente para un hombre fornido; tan pesada, que exigía un lento transporte. En cuanto a mí, como no servía por mi fortaleza para estos trabajos, me destinaron a ir envasando las monedas de oro en los sacos de galleta, y pasé el día en la cueva.
Aquélla era una extraña colección de monedas, como la que había encontrado en el cofre de Billy Bones, por la diversidad de cuños, y tan fascinante, que jamás he gozado tanto como al ir clasificándolas. Había piezas inglesas, francesas, españolas, portuguesas, georges y luises, doblones y guineas de oro, moidores, cequíes, y en fin, toda la galería de retratos de los reyes de Europa en los últimos cien años junto a monedas orientales de raro diseño, acuñadas con dibujos que parecían retazos de telas de araña, monedas cuadradas en lugar de redondas y taladradas algunas en su centro como para poder colgarlas de un collar.
Formaban el más variado museo del dinero, y, en cuanto a su cantidad, creo que eran más que las hojas en el otoño, o que lo digan mis riñones, que con dificultad soportaban aquel trabajo, y mis dedos, que no daban abasto a ir clasificándolas.
Ese trabajo duró varias jornadas, y cada atardecer una fortuna iba siento estibada junto a otra en nuestro barco y otra aún mayor quedaba aguardando su traslado para el siguiente día. Durante todo ese tiempo no vimos ni señales de los tres amotinados que habían huido.
Sólo una vez -creo que fue a la tercera noche-, cuando el doctor y yo paseábamos por la colina contemplando desde allí todas las tierras bajas de la isla, la densa oscuridad nos trajo en el viento un rumor de risas y gritos. Sólo un instante. Y de nuevo se hundió en el silencio.
-¡Que los cielos se apiaden de ellos! -dijo el doctor-. ¡Son los amotinados!
-Y borrachos, señor -oímos la voz de Silver detrás de nosotros.
Porque debo decir que Silver estaba en completa libertad, y que, a pesar de los constantes desaires a que era sometido, poco a poco parecía ir recobrando sus antiguos privilegios. Verdadera mente resultaba admirable cómo encajaba todas las humillaciones y con qué incansable cortesía y afabilidad no cesaba de intentar congraciarse con todos. Sin embargo, no conseguía que se le tratara mejor que a un perro, salvo por parte de Ben Gunn, que parecía conservar ante su antiguo cabo el mismo pavor de siempre. Y también por lo que a mí se refiere, que realmente me sentía agradecido con él, aunque no me faltasen razones para dudar de su conducta, pues hasta en el último momento, en la meseta, le había visto planear una nueva traición. Por eso el doctor le respondió desabridamente:
-Borrachos o delirando.
-Lleváis razón, señor-replicó Silver-; lo que para vos o para mí viene a importar lo mismo.
-Supongo que no pretenderá que a estas alturas le considere un hombre compasivo --le dijo el doctor irónicamente-, y si mis emociones le resultan ciertamente incomprensibles, señor Silver, he de decirle que, si estuviera convencido de que sus compinches están delirando, lo que no me extrañaría, porque uno de ellos al menos debe ser pasto de las fiebres, saldría ahora mismo de aquí y, aunque me jugase la piel, no dudaría en prestarles los auxilios de mi profesión.
-Perdonadme, señor, pero creo que haríais muy mal -respondió Silver-. Podríamos perder vuestra vida, que es preciosa, no os quepa duda. Yo estoy ahora metido hasta el cuello en vuestro partido, y no me gustaría verlo disminuido, y menos aún tratándose de vos, a quien tanto debo. Esos que aúllan ahí abajo no son hombres de palabra, no, ni siquiera aunque lo pretendieran; y lo que es más, no entenderían la vuestra.
-No -dijo el doctor-. En cuanto a palabra, ya sé que sólo usted es capaz de mantenerla, ¿no es verdad?
No volvimos a saber de los tres piratas. En una ocasión escuchamos el estampido de un mosquete en la lejanía, y nos figuramos que estaban cazando. Entonces celebramos un consejo y se decidió abandonar la isla, lo que provocó la alegría de Ben Gunn y la más rotunda aprobación por parte de Gray. Dejamos allí, para que pudiera ser aprovechado por los piratas, una buena provisión de pólvora y municiones, gran cantidad de salazón de cabra y algunas medicinas, así como herramientas y ropa y una vela y un par de brazas de cuerda, y, por especial indicación del doctor, un espléndido regalo de tabaco.
Eso fue lo último que hicimos en la isla. El tesoro estaba embarcado y habíamos hecho acopio de agua y cecina. Y así, en una mañana de limpio aire, levamos anclas y zarpamos de la Cala del Norte enarbolando el mismo pabellón que nuestro capitán izara orgulloso en la empalizada.
Los tres forajidos debían estar espiándonos con más atención de la que nosotros suponíamos, pues, al navegar por la bocana de la bahía, lo que nos obligó a acercarnos a la punta sur, los vimos en el arenal, juntos y arrodillados implorando con sus brazos en alto. Creo que lograron que nuestros corazones se apiadaran de su miserable suerte, pero no podíamos correr el riesgo de otro motín; y conducirlos a la patria, donde serían ajusticiados, también hubiera sido un acto cruel en su humanitarismo. El doctor les dijo a gritos que les habíamos dejado suficientes provisiones y útiles y dónde podían encontrarlos. Pero ellos siguieron llamándonos, y por nuestros nombres, y suplicándonos por Dios que tuviéramos compasión y no los abandonásemos en aquellos parajes. Cuando se convencieron de que el barco no se detendría y que no tardaríamos en estar fuera de su alcance, uno de ellos -no sé quien- se levantó, se echó el mosquete a la cara y disparó contra nosotros; la bala silbó sobre la cabeza de Silver y atravesó la vela mayor.
Nos protegimos tras la borda y, cuando volví a mirar, ya no estaban en la franja de arena, y hasta la misma restinga casi no se percibía en la distancia. Habíamos acabado con ellos, y, antes de que el sol estuviera en su cenit, pude ver, con la más inmensa alegría, cómo la cima de la Isla del Tesoro se hundía tras la curva azulísima del horizonte marino.
Sufríamos tal escasez de marineros, que todos a bordo tuvimos que hacernos a la maniobra, menos el capitán, que ordenaba desde su lecho, una colchoneta situada en popa, pues, aunque ya estaba bastante repuesto, todavía precisaba esa quietud. Pusimos proa hacia el puerto más cercano de la América española, porque no podíamos arriesgarnos a emprender el regreso a la patria sin enrolar una nueva tripulación; sufrimos un par de temporales y tuvimos vientos contrarios antes de llegar a nuestro primer destino, al que arribamos con muchas dificultades.
Un atardecer anclamos en un bellísimo golfo bastante bien abrigado, y en seguida nos vimos rodeados de canoas tripuladas por negros, indios mexicanos y mestizos, que nos ofrecían frutas y verduras y que estaban dispuestos a bucear para recoger las monedas con que pagásemos aquellos presentes. La visión de aquellos rostros risueños (sobre todo los de los negros), aquellos frutos tropicales exquisitos, y la contemplación de las luces del poblado que empezaban a encenderse hacía un contraste encantador con nuestra trágica y sangrienta aventura en la isla; y el doctor y el squire, llevándome con ellos, fueron a tierra para pasar allí la velada. En el poblado encontraron a un capitán de la Marina Real inglesa con el que departieron largamente y que nos llevó a su navío; y, en resumen, lo pasamos tan agradablemente, que regresamos a la Hispaniola con las primeras luces del alba.
Encontramos a Ben Gunn solo en cubierta, y en cuanto nos vio a bordo empezó con grandes aspavientos a contarnos lo sucedido en nuestra ausencia. Silver se había escapado. Gunn confesó que había sido cómplice en su fuga, y que ya hacía unas horas que había partido en un bote, pero nos juraba que lo había hecho por salvar nuestras vidas, que estaba seguro hubieran peligrado si «aquel cojo permanecía a bordo». Y eso no era todo: el cocinero no nos había abandonado con las manos vacías. Había perforado un mamparo robando uno de los sacos de oro, que podía contener trescientas o cuatrocientas guineas, que bien habrían de venirle en su vida errabunda.
Creo que todos nos alegramos de habernos quitado ese peso y al más bajo precio.
Añadiré, para no alargar demasiado esta ya larga historia, que enrolamos algunos marineros, que nuestra travesía hasta Inglaterra fue feliz y que la Hispaniola arribó a Bristol cuando el señor Blandly estaba disponiendo un barco de socorro. Con ella regresábamos cinco de los que nos habíamos lanzado en aquella aventura. «La bebida y el diablo se llevaron el resto», y con ensañamiento; de cualquier forma, tuvimos más suerte que aquel otro barco del que cantaban:
«Y sólo uno quedó
de setenta y cinco que zarparon. »
Cada uno de nosotros recibió su muy considerable parte de aquel tesoro, y usamos de ella con prudencia o despilfarrándola, según la naturaleza de cada cual. El capitán Smollett se ha retirado de la mar. Gray no sólo supo conservar su dinero, sino que, habiéndole acuciado un súbito deseo de prosperar, se dedicó con afán a su profesión y hoy es piloto y copropietario de un hermoso barco, ha contraído matrimonio y es padre de familia.
En cuanto a Ben Gunn, se le dieron mil libras, que gastó o perdió en tres semanas, o para decir mejor, en diecinueve días, pues el que hacía veinte ya vino a nosotros mendigando. Entonces se le encomendó, para garantizarle su vida, un puesto de guardián en una hacienda, que era lo que tanto había temido él, en la isla; y ahí continúa sus días, siendo muy querido y popular entre los hijos de los campesinos y un notable solista en el coro de la iglesia los domingos y fiestas de guardar.
De Silver no hemos vuelto a saber. Aquel formidable navegante con una sola pierna ha desaparecido de mi vida; supongo que se reuniría con su vieja negra y que vivirá todavía, satisfecho, junto a ella y al Capitán Flint. Y ojalá así sea, porque sus posibilidades de gozo en el otro mundo son harto escasas.
Los lingotes de plata y las armas aún están, que yo sepa, donde Flint las enterró; y por lo que a mí concierne, allí van a seguir. Yuntas de bueyes y jarcias que me arrastraran no conseguirían hacerme volver a aquella isla maldita; pero aún en las pesadillas que a veces perturban mi sueño oigo la marejada rompiendo contra aquellas costas, o me incorporo sobresaltado oyendo la voz del Capitán Flint que chilla en mis oídos: «¡Doblones! ¡Doblones!»
Robert L. Stevenson - La Isla del Tesoro
Índice | Parte I - El viejo pirata | Parte II - El cocinero de abordo | Parte III - Mi aventura en la Isla | Parte IV - La Empalizada |
Parte V - Mi aventura en el mar | Parte VI - El capitán Silver