Parte Cuarta: La Empalizada
Capítulo 16 - Cómo abandonamos el barco
Sería la una y media -los tres toques del mar - cuando dos chinchorros fueron arriados desde la Hispaniola y algunos marineros se dirigieron a tierra. El capitán, el squire y yo volvimos al camarote y continuamos deliberando sobre los acontecimientos. Si el viento hubiera estado a nuestro favor, no habríamos dudado en deshacernos de los seis amotinados que permanecían a bordo y zarpar. Pero no corría ni la menor brisa y, para completar nuestras cuitas, Hunter nos comunicó que Jim Hawkins había saltado a uno de los botes y estaba en la isla con los demás.
Ni por un instante se nos ocurrió dudar de la lealtad de Jim Hawkins, pero sentimos una profunda preocupación por su seguridad. Conociendo la determinación de los marineros, creímos tener pocas esperanzas de ver de nuevo al muchacho. Preocupados, subimos a cubierta: la brea hervía en las ensambladuras de los tablones; el olor insano de aquel fondeadero me revolvió el estómago -se respiraba la fiebre, la disentería-; vimos a los seis bribones que andaban de conciliábulo sentados a la sombra de una vela en el castillo de proa. Allá en tierra se divisaban los dos botes amarrados y un marinero en cada uno, en la desembocadura del riachuelo. Uno de los forajidos silbaba la vieja canción «Lilibulero».
La espera destrozaba nuestros nervios, por lo que decidimos que Hunter y yo nos acercáramos a tierra en otro chinchorro en busca de noticias. Los botes se habían dirigido hacia la derecha, pero nosotros remamos en línea recta, hacia la empalizada que el mapa señalaba. Cuando nos vieron aparecer los dos que estaban de guardia en los botes, se sobresaltaron; dejé de oír la canción, y me di cuenta de que discutían qué hacer con nosotros. De haber ido alguno de ellos a avisar a Silver, seguramente hubiésemos podido tomarles delantera, pero probablemente habían recibido órdenes de permanecer en su puesto; de nuevo escuché la vieja canción.
La costa presentaba un pequeño saliente rocoso y yo maniobré de forma que sirviera para ocultarnos de ellos, por lo que incluso antes de desembarcar ya los habíamos perdido de vista. Salté a tierra y empecé a caminar rápidamente, aunque con prudencia; hacía tanto calor, que me protegí la cabeza con un pañuelo de seda; también portaba dos pistolas cargadas para mi defensa. No había caminado ni cien yardas, cuando me encontré con la empalizada.
Estaba levantada en la cima de una gran duna aprovechando que allí manaba un pequeño manantial, al que se había dejado dentro del recinto junto a una especie de fuerte construido con troncos, y capaz de albergar, en caso de necesidad, lo menos cuarenta hombres; se veían aspilleras practicadas en los cuatro lados, lo que garantizaba una defensa de mosquetería. Alrededor se había rozado un espacio considerable y la obra se cerraba con una empalizada de seis pies de altura, lo suficientemente sólida como para resistir cualquier ataque y, por otra parte, hábilmente levantada con separaciones que impedían el ocultamiento de los asaltantes. Sin duda los que disparasen desde el fuerte tendrían a su merced a los que atacaran; casi como cazadores que disparasen contra perdices. Ni un regimiento hubiera podido tomar aquel fortín, si los defensores estaban alerta y con suficientes provisiones. Consideré sobre todo la importancia de contar con un manantial en el mismo fortín, porque, si bien en la Hispaniola gozábamos de buen alojamiento, abundancia de armas y municiones, y víveres suficientes, amén de nuestros buenos vinos, algo había sido descuidado: no teníamos agua. Meditaba sobre ello cuando hasta mí llegó, como si resonara sobre toda la isla, un espeluznante grito de agonía. La muerte violenta no era algo a lo que yo no estuviera acostumbrado -pues serví con Su Alteza el Duque de Cumberland, y mi cuerpo muestra una cicatriz consecuencia de Fontenoy-, pero debo confesar que mi corazón se detuvo y de pronto empezó a latir sin medida. Pensé que Jim Hawkins había muerto. Haber sido un viejo soldado me sirvió en ese instante, pero aún más mi dedicación a la medicina, pues exige reacciones inmediatas; y esta educación me hizo decidir al instante, y sin pérdida de tiempo corrí hacia la playa y salté a bordo del chinchorro.
Afortunadamente, Hunter era un buen remero y parecía que volábamos sobre las aguas; pronto amarramos al costado de la goleta, y subí a bordo.
Todos estaban allí sobresaltados, lógicamente. El squire, pálido como un papel, aguardaba sentado, imagino que considerándose culpable de habernos arrastrado a aquella situación. En el alcázar uno de los marineros no demostraba mejor humor.
-Fijaos en ese marinero -me dijo el capitán Smollett señalándolo con disimulo-. Es novato. Cuando escuchó ese grito terrible, estuvo a punto de desmayarse. Creo que bastaría orientar su miedo para que se pasara a nuestras filas.
Comuniqué al capitán mi criterio de fortificarnos en la empalizada, y entre los dos convinimos los detalles para llevarlo a cabo. Apostamos entonces al viejo Redruth en el pasillo entre el camarote y el castillo de proa, con tres o cuatro mosquetes cargados y una colchoneta como protección. Hunter situó el chinchorro en la portañuela de popa, y Jo yce y yo lo pertrechamos con sacos de pólvora, mosquetes, cajas de galleta, barricas de salazón de cerdo, un tonel de brandy y mi inapreciable botiquín.
Entre tanto, el squire y el capitán permanecían en cubierta; este último llamó al timonel, que obviamente era el jefe de los amotinados a bordo.
-Señor Hands -le dijo, apuntándolo con sus pistolas-, el señor Trelawney y yo estamos decididos a disparar sobre usted. Al menor movimiento por parte de cualquiera de los suyos, es usted hombre muerto.
Los forajidos se quedaron desconcertados, y después de una breve consulta empezaron a bajar uno a uno por la escalera de rancho, seguramente pensando en sorprendernos de alguna manera por la espalda. Pero allí se encontraron con Redruth en el pasadizo, y no tuvieron otra salida que dar la vuelta y regresar a cubierta, donde comenzaron a asomar cautelosamente sus cabezas.
-¡Abajo, perros! -gritó el capitán.
Volvieron a ocultarse, y por el momento ninguno de aquellos marineros, tan poco animosos, continuó inquietándonos.
El chinchorro estaba ya dispuesto, tan cargado como nuestra temeridad permitía, y Jo yce y yo subimos a él, desde la portañuela de popa, y remamos hacia la costa tan de prisa como nos permitieron las circunstancias.
Este segundo viaje despertó ya claramente las sospechas de los dos bandidos que vigilaban en la playa. Una vez más dejé de oír sus silbidos, y, antes de perdernos de su vista tras el saliente, pude asegurarme de que uno de ellos saltaba del bote y desaparecía en la maleza. Me dieron ganas de cambiar mi plan y aprovechar para destruir los botes, pero temí que Silver y los otros estuvieran muy cerca, y no podía arriesgar todo por tan poco.
Pronto atracamos en el mismo lugar que la primera vez, y nos dedicamos a aprovisionar el fortín. Trasladamos los pertrechos que pudimos hasta la empalizada, y dejando allí a Jo yce de vigilancia -que, aunque fuera sólo un hombre, disponía de media docena de mosquetes-, Hunter y yo volvimos al chinchorro a por más provisiones. No terminó nuestra faena hasta que todo estuvo almacenado, y entonces los dos criados del squire ocuparon posiciones en el fortín y yo regresé, remando con todas mis fuerzas, a la Hispaniola.
Trasladar un segundo cargamento puede parecer más osadía de la que en verdad representaba, porque, si los piratas tenían sin duda la ventaja de su número, nuestras eran las armas. Ninguno de los que permanecían en tierra tenía mosquete y, antes de que pudieran acercársenos a tiro de pistola, ya habríamos dado buena cuenta de media docena, al menos.
El squire me aguardaba en la portañuela, sin demostrar su pasada debilidad. Fijó la amarra y me ayudó a cargar nuevamente el botecillo con la presteza de quien se juega en ello la vida. Más carne de cerdo, más pólvora y galleta, y un mosquete y un machete para cada uno de nosotros, el squire, el capitán, Redruth y yo. El resto de las armas y de la pólvora lo arrojamos al mar, y, dado el poco calado y la claridad de las aguas, podíamos ver en el fondo el brillo del acero sobre la arena.
Empezaba ya a bajar la marea y el barco a derivar suavemente en torno al ancla. Escuchamos voces lejanas en dirección de los dos botes, y aunque ello nos tranquilizó pensando en Jo yce y en Hunter, que estaban más hacia el este, también nos advertía que no podíamos perder un minuto en zarpar.
Redruth fue retrocediendo desde su parapeto y se descolgó hasta el chinchorro; dimos entonces una vuelta para recoger al capitán en la escalerilla de babor.
Antes de partir, el capitán Smollett se dirigió a los amotinados, que aún permanecían escondidos en el castillo de proa:
-¡Eh, vosotros! ¿Me oís?
Pero no escuchamos respuesta alguna.
-¡Gray! -llamó el señor Smollett, en un último intento-. Voy a abandonar el barco, y te ordeno que sigas a tu capitán. Sé que en el fondo eres un buen hombre, y hasta diría que ninguno de vosotros está definitivamente perdido. Tengo el reloj en la mano; te doy treinta segundos para que me obedezcas.
Hubo un silencio.
-¡Ven conmigo, muchacho! -insistió el capitán-, rompe amarras. No puedo esperar más, cada segundo que pasa arriesgo mi vida y la de estos caballeros.
Entonces escuchamos un repentino estrépito, como de lucha, y vimos a Abraham Gray surgir como un rayo, con una cuchillada en el rostro, y correr hacia el capitán, junto al que se situó como un perro que acude al silbido de su amo.
-Estoy con usted, señor -dijo.
Inmediatamente el capitán y él embarcaron con nosotros y empezamos a remar.
Habíamos conseguido salir salvos del barco, pero aún teníamos que alcanzar la empalizada.
Capítulo 17 - El último viaje del chinchorro
El tercer viaje del chinchorro fue totalmente distinto de los anteriores. En primer lugar, la frágil embarcación había sido cargada con exceso. Con cinco hombres -de los cuales, tres, Trelawney, Redruth y el capitán, eran hombres corpulentos- ya hubiera sufrido quizá demasiado peso. Y si a ello añadimos la pólvora, las barricas de salazón y los sacos de galleta, es fácil imaginarse que por la popa el mar estaba a ras de la borda, lo que ocasionó que más de una vez embarcásemos agua y que mi calzón y los faldones de mi casaca estuvieran empapados antes de avanzar ni cien yardas.
El capitán nos distribuyó en diversas formas para equilibrar el bote, y algo logramos, pero teníamos miedo hasta de respirar. Como además la marea ya bajaba con fuerza, formando una corriente que arrastraba hacia el oeste a través de la ensenada y luego hacia el sur, hacia alta mar, iba alejándonos del canal que habíamos utilizado por la mañana. Hasta las más pequeñas olas representaban un peligro para nosotros en aquellas condiciones; pero lo peor era luchar contra la corriente, porque no había manera de conservar el rumbo hacia nuestro punto de atraque protegido por el saliente rocoso. Estábamos derivando peligrosamente hacia el lugar donde precisamente habían amarrado sus botes los piratas, y éstos podían aparecer en cualquier momento.
-No puedo mantener el rumbo, es imposible -le dije al capitán, pues era yo quien gobernaba, mientras Smollett y Redruth, más descansados, se afanaban en los remos-. La marea es fuerte y nos desvía -le expliqué-. Hay que remar con más fuerza.
-No podemos, sin correr el riesgo de inundar el chinchorro -contestó el capitán-. ¡Mantened el rumbo, contra corriente, mantenedlo cuanto sea posible!
Lo intenté, pero mi experiencia me aseguraba que la marea nos arrastraría violentamente, y no pudimos evitar que el botecillo derrotara hacia el este, es decir, casi en ángulo recto con el rumbo que debíamos seguir.
-Así nunca conseguiremos llegar -dije.
-No podemos seguir otro rumbo -contestó el capitán-. Hay que luchar contra la corriente. Fijaos -continuó-, si derivamos a sotavento de nuestro punto de destino, es difícil saber dónde atracaremos, y, además, vamos a quedar expuestos a que los amotinados nos aborden, mientras que con este rumbo llegará un punto en que la marea amaine, y entonces podremos regresar costeando.
-La corriente empieza a ceder, señor -dijo el marinero Gray, que iba encaramado a la proa-. Ya no es preciso retener tanto el timón.
-Bien, muchacho -le dije, y le hablé como si nada hubiera ocurrido, como si desde el principio hubiera sido leal, que era lo que habíamos decidido el capitán y yo.
De pronto, el señor Smollett pareció recordar algo importantísimo, y exclamó con voz alterada:
-¡El cañón!
-Ya había pensado en ello -contesté yo, relacionándolo con un posible bombardeo del fortín-. Pero nunca podrán llevar el cañón a tierra, y si lo hacen, no es fácil arrastrarlo a través de la maleza.
-Mirad a popa -me indicó el capitán.
Nos habíamos olvidado por completo de la pieza larga del nueve; y vi con espanto cómo los cinco facinerosos que quedaban a bordo se afanaban en torno a ella, quitándole la «chaqueta», como llamaban a la lona embreada que la protegía. Y recordé entonces que también habíamos olvidado en la goleta las granadas del cañón y los detonantes, y que bastaría con que dieran con los pertrechos para que los amotinados se hicieran dueños de todo.
-Israel era el artillero de Flint -dijo Gray con voz ronca. Arriesgándolo entonces todo, enfilamos decididos hacia el desembarcadero. La corriente había amainado lo suficiente como para que pudiéramos gobernar el chinchorro sin demasiados problemas, pero, en la deriva a que nos había arrastrado, navegábamos ahora, además de con cierta lentitud, con un rumbo que nos presentaba de costado la Hispaniola, en lugar de popa, con lo que ofrecíamos mejor blanco que la puerta de un corral.
Desde nuestra posición podía ver y oír a aquel bribón aguardentoso de Israel Hands, que hacía rodar una gruesa granada por cubierta.
-¿Quién es aquí el mejor tirador? -preguntó el capitán.
-El señor Trelawney, sin duda -dije yo.
-Señor Trelawney -dijo entonces el capitán-, ¿tendríais la amabilidad de quitar de en medio a uno de esos perros levantiscos..., a Hands, si os fuera posible?
Trelawney, impávido, frío como el acero, cebó su mosquete.
-Tened cuidado -dijo el capitán- al disparar, no vayamos a zozobrar. Atención todos para asegurar el chinchorro cuando el señor Trelawney apunte.
El squire levantó su arma, cesamos de remar y nos situamos en posición de hacer de contrapeso; he de decir que ni una gota de agua penetró en nuestro bote.
Los amotinados, entre tanto, habían girado la cureña y ahora trataban de apuntar hacia nosotros; Hands, que estaba junto a la boca del cañón con el atacador, era sin duda el mejor expuesto. Pero nos falló la suerte, porque, en el mismo instante de disparar el squire, Hands se agachó y la bala, que rozó su cabeza, alcanzó a otro de sus compinches.
Al caer éste, dio un grito que no sólo puso en movimiento a sus compañeros a bordo, sino que alertó a los que estaban en tierra, y mirando hacia la playa pude ver a los piratas salir en tropel por entre los árboles para ocupar sin pérdida de tiempo sus puestos en los botes.
-Mirad esos botes, señor -le dije al capitán.
-¡Avante! -ordenó él entonces-, olvidad toda precaución. Si nos vamos a pique, tanto peor.
-Sólo veo acercarse uno de los botes -le indiqué-; los otros marineros seguramente estarán tomando posiciones en tierra.
-Buena carrera habrán de darse -repuso el capitán-, y ya sabéis lo que es un Jack en tierra. No me preocupan demasiado. Me alarma más ese cañón. Cómo hemos podido olvidar deshacernos de las granadas. La doncella de mi esposa sería capaz de acertar en el tiro. Señor Trelawney, estad atento y, si veis que encienden la mecha, advertidnos para que aguantemos sobre los remos.
Con todos estos acontecimientos habíamos avanzado un trecho muy considerable, a pesar de ir sobrecargados. No nos faltaba mucho para arribar, con treinta o cuarenta bogadas más atracaríamos; el reflujo había descubierto ya una estrecha restinga bajo los árboles, que se amontonaban en la orilla. Y tampoco sentíamos excesivo temor por el bote que nos perseguía, porque el promontorio nos ocultaba a sus ojos. La corriente que tanto nos había perjudicado, nos compensaba ahora retrasando a nuestros enemigos. Pero el cañón era un peligro del que aún no nos habíamos librado.
-Me entran tentaciones, aunque signifique perder un poco de tiempo, de detenernos y quitar de en medio a otro de esos bandidos -dijo el capitán.
Porque era evidente que éstos no estaban dispuestos a retrasar otra andanada. Ni siquiera habían atendido a su compañero herido, al que veíamos tratando de alejarse a rastras.
-¡Preparados! -gritó el squire.
-¡Aguantad! -ordenó el capitán, presto como un eco.
Y él y Redruth aguantaron los remos con tal esfuerzo, que la popa del chinchorro se hundió bajo las aguas. En ese instante retumbó el cañonazo. Fue -como más tarde supe- el que Jim escuchó, ya que el disparo del squire no llegó a sus oídos. La bala pasó sobre nuestras cabezas, supongo, aunque ninguno puede decirlo, pero el aire que desplazó seguramente contribuyó para que zozobrásemos.
El chinchorro empezó a hundirse por la popa. La profundidad era sólo de tres pies, y, aunque algunos cayeron de cabeza al mar, pronto se levantaron, empapados; el capitán y yo permanecimos de pie, enfrente uno del otro.
No sufrimos grandes daños. Nos habíamos salvado y pudimos vadear hasta la costa sin ningún peligro. Pero todos nuestros pertrechos quedaron inutilizados en el agua, y hasta de los cinco mosquetes sólo dos estaban aún en condiciones de ser utilizados. Agarré el mío antes de caer al mar y lo alcé sobre mi cabeza como por una especie de instinto. El capitán llevaba el suyo colgado al hombro y prudentemente con el cañón hacia arriba. Pero los demás quedaron en el fondo.
Para aumentar nuestra confusión, escuchamos voces que se acercaban por el bosquecillo que bordeaba la ribera; lo que aumentó nuestros temores, no ya tan sólo porque nos cortasen el camino hacia la empalizada, y en la indefensión en que nos hallábamos, sino considerando que Hunter y Jo yce, de ser atacados por media docena siquiera, no tuvieran el buen sentido y la decisión suficiente para resistir. Que Hunter era hombre firme, nos constaba; pero Joyce era dudoso, pues, si bien se trataba de alguien de buena disposición como criado, la capacitación de hombre de armas no era la misma que para cepillar la ropa.
Con todas estas cavilaciones por fin logramos alcanzar la costa. Pero atrás quedaba nuestro pobre chinchorro y con él la mitad de nuestras municiones y avituallamiento.
Capítulo 18 - Cómo terminó nuestro primer día de lucha
A toda velocidad nos lanzamos a través del bosque tras el cual estaba la empalizada, y a cada paso nos parecía escuchar más cerca aún las voces de los bucaneros. Pronto oímos el crujir de las ramas bajo sus pisadas, lo que indicaba cuán cerca estaban ya de nosotros.
Consideré que nos veríamos obligados a hacerles frente antes de poder llegar al fortín, y cebé mi mosquete.
-Capitán -dije-, Trelawney es el mejor tirador. Déjele su arma, porque la suya no puede utilizarse.
Cambiaron las armas, y Trelawney, silencioso y sereno como lo había estado desde el comienzo de los incidentes, se detuvo para comprobar que el mosquete se hallaba dispuesto. Me di cuenta también de que Gray se encontraba desarmado, y le di mi machete. A todos se nos alegró el corazón al verlo escupir sobre su palma, fruncir el gesto y dar unas cuchilladas al aire. Su aire fiero nos confortó, pues indicaba que nuestro nuevo aliado no era un refuerzo despreciable.
Anduvimos unos cuarenta pasos y salimos del bosque, y allí pudimos contemplar la empalizada delante de nuestros ojos. Nos acercamos al fortín por el lado sur, y casi al mismo instante siete de aquellos forajidos, con Jo b Anderson, el contramaestre, a su cabeza, se abalanzaron contra nosotros desde el suroeste con gran algazara.
Se detuvieron al vernos armados, y, aprovechando ese momento de indecisión, el squire y yo disparamos sobre ellos, y a nuestro fuego se unió, desde el fortín, la descarga de Hunter y de Jo yce. Los cuatro disparos fueron graneados, pero lograron su efecto: uno de los bandidos cayó allí mismo y los demás, sin detenerse a pensarlo, dieron vuelta y se internaron bajo la protección de los árboles. Cargamos de nuevo las armas y salimos al campo para comprobar la muerte de aquel bribón; no cabía duda: un disparo le había atravesado el corazón. Pero poco duró nuestro regocijo, porque, mientras permanecíamos en aquel descubierto, de pronto sonó un tiro de pistola, sentí pasar la bala junto a mi oído, y el pobre Tom Redruth cayó cuan largo era dando un extraño salto. El squire y yo devolvimos el disparo, pero, como no pudimos apuntar a bulto alguno, no hicimos más que desperdiciar la pólvora. Cargamos otra vez y atendimos al pobre Tom.
El capitán y Gray estaban examinándolo, y bastó una mirada para darnos cuenta de que no tenía remedio.
Me figuro que la presteza con que respondimos al disparo dispersó a los amotinados, porque durante un rato no volvieron a molestarnos, lo que aprovechamos para llevar al malogrado Redruth, que no cesaba de sangrar y dar ayes, tras la empalizada y recostarlo en el interior del fortín de troncos.
Pobre viejo, ni una palabra, ni una queja había salido de sus labios desde que empezaron nuestras desventuras, ni una expresión de temor, ni tampoco de asentimiento. Ahora esperaba su muerte tendido en aquel fortín. Había resistido como un troyano en su puesto tras el colchón en la goleta; había cumplido todas las órdenes en silencio, casi tercamente, y bien. Era el mayor de todos nosotros, lo menos veinte años. Y precisamente fue a aquel hombre, sombrío, viejo y abnegado criado, a quien le tocó morir.
El squire cayó de rodillas junto a él y le besó la mano llorando como un niño.
-¿Me estoy muriendo, doctor? -me preguntó. -Tom, amigo -le dije-, te vas a donde iremos todos.
-Me hubiera gustado llevarme a uno al menos por delante -murmuró.
-Tom -dijo el squire-, di que me perdonas.
-Eso no sería respetuoso de mi parte, señor -contestó-. Pero si así lo deseáis, que así sea, ;amén!
Hubo un corto silencio, y después nos pidió que alguien leyera una oración.
-Es la costumbre, señor -dijo, como disculpándose. Y sin añadir palabra expiró.
Mientras tanto el capitán Smollett, al que me había parecido ver singularmente abultado, empezó a sacar de su pecho y bolsillos una gran variedad de objetos: la bandera con los colores de Inglaterra, una Biblia, un largo trozo de cuerda, pluma, tinta, el cuaderno de bitácora y varias libras de tabaco. Aseguró en una esquina del fortín un tronco fino que había encontrado, y con ayuda de Hunter subióse al tejado y con sus propias manos izó y desplegó nuestra bandera.
Esto pareció reconfortarlo enormemente. Volvió a entrar en el fuerte y se puso a inventariar las provisiones, como si aquello fuera lo único que le importaba. Sin embargo no había dejado de seguir con emoción la muerte de Tom; y cuando llegó su fin, se acercó con otra bandera y la extendió sobre su cuerpo, haciendo su gesto de marcial reverencia.
-No os acongojéis, señor -le dijo al squire-. Ha muerto como corresponde a un marino, cumpliendo su deber para con su capitán y armador; ahora está en buenas manos. Como debe ser. Después de estas palabras, el capitán me llevó aparte.
-Doctor Livesey -me dijo-, ¿en cuántas semanas espera el squire el barco de socorro?
Le dije que era cuestión quizá de meses, más que semanas; que Blandly enviaría a buscarnos en caso de no haber regresado para finales de agosto, pero no antes.
-Eche usted mismo la cuenta -le dije.
-Es el caso -contestó el capitán, rascándose la cabeza- que, aun contando con los inestimables bienes de la Providencia, estamos en un verdadero apuro.
-¿Qué quiere usted decir? -pregunté.
-Que es una lástima que hayamos perdido aquel segundo cargamento; eso quiero decir -replicó el capitán-. Podemos resistir con la munición y la pólvora de que disponemos. Pero las raciones van a ser muy escasas, demasiado escasas, doctor Livesey; tanto, que quizá sea mejor no tener que contar con otra boca.
Y señaló el cuerpo muerto que cubría la bandera.
En aquel momento se produjo una explosión y una bala de cañón silbó sobre el fortín para perderse en la lejanía del bosque.
-¡Y bien! -exclamó el capitán-. ¡Se lucen! ¡Y no tenéis tanta pólvora como para desperdiciarla, bribones!
Un segundo disparo dio prueba de que la puntería mejoraba y el proyectil cayó dentro de la empalizada, levantando una nube de arena, pero sin otros daños.
-Capitán -dijo el squire-, el fortín no es visible desde el barco. Debe ser la bandera la que les indica el objetivo. ¿No deberíamos arriarla?
-¡Arriar mi bandera! -rugió el capitán-. ¡No, señor; no haré tal cosa! -y bastó que pronunciase esas palabras para que todos nos diéramos cuenta de que sentíamos lo mismo que él. Porque aquellos colores no eran solamente el símbolo de la nobleza y recio espíritu propios de un marino, sino que además proclamaban a nuestros enemigos nuestro desprecio por su bombardeo.
A lo largo del atardecer siguieron cañoneándonos. Una bala tras otra se enterraron en la arena, porque debían elevar tanto el ángulo de tiro, que dar en el blanco era casi imposible para ellos, y las andanadas caían o largas o cortas, y tampoco los rebotes significaban un verdadero peligro para nosotros; sólo una bala atravesó el techo, pero no causó daños, y no tardamos en habituarnos a aquella especie de juego salvaje hasta no darle más importancia que a un golpe de cricket.
-Después de todo hay una cosa buena -observó el capitán-; probablemente habrán despejado el bosque, y pienso que la marea debe haber bajado ya lo suficiente para que nuestros pertrechos hayan quedado en superficie. Pido voluntarios para ir a recoger la cecina.
Gray y Hunter se ofrecieron los primeros. Bien armados se deslizaron fuera de la empalizada; pero la expedición no tuvo éxito, porque los sediciosos habían pensado lo mismo, quizá porque confiaban en la puntería de Israel, y cuatro o cinco de ellos estaban ya ocupados en hacerse con nuestras provisiones cargándolas en uno de los botes que se hallaba cerca de la orilla, lo que no era tarea fácil, porque la corriente era fuerte en ese momento. Allí estaba Silver, sentado en popa, dando órdenes; y lo más inquietante: cada uno de los piratas portaba un mosquete que ignorábamos de qué secreta armería procedían.
El capitán se sentó con el cuaderno de bitácora ante él y empezó a escribir:
«Alexander Smollett, capitán; David Livesey, médico de a bordo; Abraham Gray, calafate; John Trelawney, armador; John Hunter y Richard Jo yce, sirvientes del armador: únicos supervivientes (de los que permanecieron fieles en la dotación del barco), con provisiones para diez días a media ración, han desembarcado en este día e izado la bandera británica en el fortín de la Isla del Tesoro. Thomas Redruth, criado del armador, ha sido muerto por un disparo de los amotinados; James Hawkins, el grumete...»
Y precisamente, cuando estaba yo meditando sobre la suerte del pobre Jim Hawkins, escuchamos una voz más allá de la empalizada.
-Alguien nos llama -dijo Hunter, que estaba de guardia. -¡Doctor! ¡Squire! ¡Capitán! ¿Eh, Hunter, eres tú? -se oyó gritar.
Corrí entonces hacia la puerta, y allí pude ver, sano y salvo, a Jim Hawkins, que trepaba por la empalizada.
Capítulo 19 - La guarnición de la empalizada
Tan pronto como Ben Gunn vio ondear la bandera, se detuvo en seco y me tomó por el brazo.
-Mira -dijo-, son tus amigos, sin duda son ellos.
-Quizá sean los amotinados -le contesté.
-Nunca -exclamó-. Si así fuera, en un lugar como éste, donde solamente puede haber caballeros de fortuna, Silver hubiera izado la Jo lly Roger , no te quepa duda. No, ésos son los tuyos. Y deben haber combatido, y además no creo que hayan llevado la peor parte. Se habrán refugiado en la vieja empalizada de Flint; la levantó hace ya años y años. ¡Ah, Flint sí que era un hombre con cabeza! Quitando el ron, nunca se vio quien pudiera estar a su altura. No temía a nadie, no sabía lo que era el miedo... Sólo a Silver; ya puedes imaginarte cómo es Silver.
-Sí -contesté-, quizá tengas razón; ojalá. Razón de más para darme prisa y unirme a mis amigos.
-No, compañero -replicó Ben-, espera. Tú eres un buen muchacho, no me engaño; pero eres un mozalbete solamente, después de todo. Escucha: Ben Gunn se larga. Ni por ron me metería ahí dentro contigo, no, ni siquiera por ron, antes tengo que ver a tu caballero de nacimiento comprometerse con su palabra de honor. No olvides repetirle mis palabras: «Toda la confianza (debes decirle esto), toda la confianza del mundo»; y entonces le pellizcas, así.
Y me pellizcó por tercera vez con el mismo aire de complicidad. -Y cuando se necesite a Ben Gunn, tú ya sabes dónde encontrarlo, Jim. En el mismo sitio donde hoy me has encontrado. Y el que venga a buscarme que traiga algo blanco en la mano y que venga solo. ¡Ah! Y debes decirles: «Ben Gunn», diles eso, «tiene sus razones».
-Bueno -le dije-, creo que te entiendo. Quieres proponer algo y quieres ver al squire o al doctor, y ellos podrán encontrarte en el lugar que yo te encontré. ¿Es eso todo?
-¿Y cuándo?, te preguntarás tú -me dijo-. Pues desde mediodía hasta los seis toques.
-Muy bien -le contesté-. ¿Puedo irme ahora?
-¿No se te olvidará? -me preguntó con ansiedad-. «Toda la confianza del mundo» y «él tiene sus razones», debes decirles eso. Razones propias; ése es el punto crucial: de hombre a hombre. Y bien, ya puedes irte -dijo, aunque seguía reteniéndome por el brazo-. Pero escucha, Jim, si fueras a encontrarte con Silver. .. ¿no venderías a Ben Gunn? ¿Ni aunque te torturasen en el potro? No, ¿verdad? Y si esos piratas acampan aquí, Jim, ¿qué dirías tú, si hubiera viudas por la mañana?
Sus palabras fueron interrumpidas por una fuerte detonación, y una bala de cañón quemó las copas de los árboles y se hundió en la arena a menos de cien yardas de donde estábamos. Un minuto después cada uno corríamos en distintas direcciones.
Durante más de una hora las detonaciones estremecieron la isla y los cañonazos continuaron arrasando la espesura. Yo fui de un escondrijo a otro, perseguido siempre, o al menos así me lo parecía, por aquellas descargas. Al final creo que hasta llegué a recobrar el ánimo, aunque aún no me atrevía a dirigirme a la empalizada, porque allí los disparos podían alcanzarme más fácilmente. Así que decidí dar un gran rodeo hacia el este y acercarme a la costa por entre el arbolado.
El sol acababa de ponerse y la brisa del mar agitaba los árboles y rizaba la superficie grisácea del fondeadero; la marea había bajado y dejaba al descubierto grandes zonas arenosas; el fresco de la noche, después de un día tan caluroso, penetraba a través de mis ropas.
La Hispaniola seguía fondeada en el mismo punto, pero en la pena de la cangreja ondeaba la Jo lly Roger -la negra enseña de la piratería-. De pronto vi que se iluminaba con un rojo fogonazo y la detonación fue contestada por todos los ecos y otra andanada silbó en el aire. Fue la última.
Durante algún tiempo permanecí oculto, observando los movimientos que siguieron al ataque. En la orilla, no lejos de la empalizada, vi cómo empezaban a romper a hachazos el bote pequeño. A lo lejos, junto a la desembocadura del riachuelo, una enorme hoguera brillaba entre los árboles, y desde la playa iba y venía a la goleta uno de los botes con aquellos marineros que yo había visto tan ceñudos a bordo y que ahora remaban cantando al compás de sus bogadas, como chiquillos, aunque en sus voces se percibía la euforia del ron.
Por fin creía que era el momento de intentar alcanzar la empalizada. Estaba a bastante distancia de ella, en la franja arenosa que cierra el fondeadero por el este y que con la bajamar hace camino hacia la Isla del Esqueleto; al ponerme en pie, me pareció ver, en la parte más lejana de la franja de arena, entre unos matorrales, una roca solitaria, lo suficientemente grande y de un raro color blancuzco, que me hizo pensar en la roca blanca de que me hablara Ben Gunn y junto a la que se encontraba el bote que quizá algún día pudiera necesitar.
Fui bordeando el bosque hasta penetrar por la retaguardia de la empalizada, esto es, por el lado de la costa, y no tardé en ser recibido calurosamente por aquellos leales.
Les relaté mi aventura sin perder tiempo, y comencé a hacerme cargo de mi tarea. El fortín había sido construido con troncos de pino sin escuadrar, incluso el piso y el techo, y este último se levantaba a un pie o pie y medio sobre el arenal. Había una especie de porche en la puerta y bajo él brotaba un manantial encauzado por un extraño pilón, que no era sino un gran caldero de barco, desfondado, y hundido en la arena, como dijo el capitán, «hasta la amurada».
Se había cuidado de que todo lo preciso estuviera en el recinto del fortín, y fuera tan sólo se veía una especie de losa, que servía de hogar y una rejilla de herrumbroso hierro para contener el fuego.
Todo el interior de la empalizada en el declive de la duna había sido rozado para levantar el fortín, y como mudos testigos quedaban las rotas cepas que indicaban la vieja y hermosa arboleda. El suelo había sido erosionado por las aguas o por el aluvión, al perder la protección del bosque, y sólo por donde corría el arroyuelo se veía ahora una capa de musgo, algunos helechos y yedra. Pero ya en los límites de la empalizada, el bosque recobraba su densidad -lo que perjudicaba ciertamente nuestra defensa-, pletórico de abetos en las zonas más interiores, y de encinas, hacia el mar.
La brisa fresca de la noche, que ya antes me hiciera tiritar, penetraba ahora por todos los resquicios de la ruda construcción, y rociaba el suelo como una lluvia de arena finísima. La sentíamos en nuestros ojos, la mascábamos, había arena en nuestras caras, en el manantial, hasta en el fondo del pilón, como gachas en una sartén. La chimenea, un agujero cuadrado en el techo, no tiraba bien, y así el humo llenaba la habitación provocándonos la tos y enrojeciéndonos los ojos. A todo esto hay que añadir la presencia de Gray, que yo desconocía, y al que vi con el rostro vendado a causa de una cuchillada que recibió al escapar de los amotinados, y el pobre Tom Redruth, que aún insepulto yacía junto a una pared, rígido y frío, bajo la enseña de la Unión Jack.
Si se nos hubiera dejado permanecer quietos y ociosos, el descorazonamiento hubiera terminado por apoderarse de nosotros, pero el capitán Smollett no era hombre para tolerarlo. Nos hizo formar ante él y nos distribuyó en guardias. El doctor, Gray y yo constituimos una, y el squire, Hunter y Jo yce, la otra. Aunque estábamos muy fatigados, dos fueron a por leña y otros dos cavaron una fosa para Redruth, el doctor fue nombrado cocinero y a mí me ordenaron montar vigilancia en la puerta; el capitán no cesaba de ir de unos a otros infundiendo ánimos o ayudando allí donde era preciso.
De vez en cuando el doctor asomaba a la puerta para respirar un poco de aire puro y limpiar sus ojos enrojecidos por el humo, y en cada una de esas salidas aprovechaba para conversar conmigo.
-Smollett -me dijo en una de esas ocasiones- vale más que yo. Y cuando yo afirmo esto, Jim, es mucho lo que digo.
En otra permaneció silencioso largo rato. Después echó hacia atrás su cabeza y me preguntó.
-¿Tú crees que Ben Gunn está cuerdo?
-No lo sé, señor -le respondí-. No estoy seguro de que no esté loco.
-Pues, si existe alguna duda, es que seguramente lo está. Un hombre que ha pasado tres años royéndose las uñas en una isla desierta, no puede esperarse, Jim, que esté tan cuerdo como tú o como yo. La naturaleza humana no es tan firme. ¿Me dijiste que te pidió queso?
-Sí, señor: queso -contesté.
-Y bien, Jim -dijo él-, toma buena cuenta de cuánto vale ser uno persona delicada en sus alimentos. ¿Tú has visto mi cajita de rapé? ¿A que jamás me has visto aspirarlo? Y es porque en mi cajita de rapé lo que en realidad llevo es un trozo de queso de Parma... un queso italiano muy nutritivo. ¡Bien, pues se lo regalaré a Ben Gunn!
Antes de cenar enterramos al viejo Tom en la arena y permanecimos unos instantes junto a su tumba rindiéndole honores. Habíamos hecho buen acopio de leña, aunque no tanta como hubiera deseado el capitán, por lo que nos dijo que «a la mañana siguiente reanudásemos la faena, y con más brío». Nos sentamos a comer y, después de dar cuenta de nuestra ración de cerdo y nuestro vaso de aguardiente, los tres jefes se retiraron a deliberar en un rincón.
Parecían muy preocupados por la escasez de provisiones, ya que podía ser causa de grave apuro, tan grave como para considerar la rendición por hambre mucho antes de que pudiera llegarnos socorro alguno. Convinieron en que lo único que podíamos hacer era seguir eliminando piratas hasta que se rindieran, en el mejor de los casos, o escaparan con la Hispaniola. De los diecinueve sólo quedaban ya quince; y dos estaban con seguridad heridos, uno de ellos, por lo menos -el que hirió el squire en la goleta-, de mucha gravedad, si es que no había muerto también. Por lo que debíamos aprovechar e ir reduciéndolos siempre que se pusieran a tiro, y tratar de resguardarnos nosotros con el mayor cuidado. Pensábamos contar, además, con dos excelentes aliados: el ron y el clima.
En cuanto al primero, y aunque los piratas se encontraban a más de media milla de distancia, ya presentíamos su efecto al escuchar las canciones y el alboroto hasta altas horas de la madrugada; y con respecto al segundo, el doctor apostaba su peluca a que, acampando junto a la ciénaga, y sin medicamentos, antes de una semana la mitad de ellos estarían fuera de combate.
-Por eso -nos explicó-, ya se darán por contentos si pueden escapar con la goleta. Es un buen barco, y siempre podrán volver a la piratería, como imagino.
-¡Sería el primer navío que he perdido! -exclamó el capitán Smollett.
Yo estaba muerto de fatiga, como cabe suponer, y cuando logré acostarme, después de tantos acontecimientos, me dormí como un tronco.
Cuando me desperté, los demás ya se habían levantado y hasta almorzado, y la leñera mostraba una pila el doble de alta que el día anterior. Me despertó un gran tumulto y fuertes voces.
-¡Bandera de parlamento! -oí que alguien gritaba; y a continuación, una exclamación de sorpresa-: ¡Es el propio Silver! Me levanté de un salto y frotándome los ojos corrí hacia una de las aspilleras del fortín.
Capítulo 20 - La embajada de Silver
Dos hombres se acercaban a la empalizada; uno de ellos agitaba una tela blanca y el otro, que avanzaba con toda calma, era en efecto nada menos que el propio Silver.
Creo que fue el amanecer más frío que yo había vivido hasta entonces y al raso. El cielo brillaba sin nubes y las copas de los árboles reflejaban el suave tono rosado del sol naciente. Silver y su ayudante estaban parados en una umbría, como emergiendo de una espesa niebla que les alcanzaba hasta las rodillas y que no era sino la humedad de la ciénaga. Aquella bruma y el frío del alba indicaban la insalubridad de la isla, un lugar propio a las fiebres.
-Que no salga nadie -dijo el capitán-. Diez contra uno a que se trata de una artimaña.
Entonces gritó al bucanero:
-¿Quién va? ¡Alto o disparo!
-¡Bandera de parlamento! -gritó Silver.
El capitán estaba en el porche, a cubierto de cualquier disparo traicionero. Se volvió hacia nosotros y nos dijo:
-La guardia del doctor que se encargue de la vigilancia. Doctor Livesey , situaos, si gustáis, en el norte; Jim, al este; Gray, al oeste. La guardia que no está de servicio que cargue los mosquetes. ¡Rápido! Y cuidado.
Y volviéndose hacia los amotinados, les gritó:
-¿Qué embajada traéis?
Esta vez fue el acompañante de Silver quien replicó:
-El capitán Silver, señor, que quiere subir a bordo y proponeros un trato.
-¡El capitán Silver! No lo conozco. ¿Quién es tal? -gritó el capitán. Y oí que decía para sí-: Conque capitán... ¡Qué rápidamente ascienden aquí!
Esta vez fue John «el Largo» el que respondió:
-Yo, señor. Estos desgraciados me han nombrado capitán después de vuestra deserción, señor -y puso un énfasis especial en lo de «deserción»-. Estamos dispuestos a someternos, si aceptáis nuestras condiciones, y acabar con esta espinosa situación. Todo lo que yo pido es vuestra palabra, capitán Smollett, de que me dejaréis regresar sano y salvo y darme un minuto para ponerme fuera de tiro antes de disparar.
-No tengo el menor deseo de hablar con usted -dijo el capitán Smollett-. Si quiere parlamentar, puede hacerlo, es todo. Si hay traición, será por vuestra parte, y que el Señor os ayude.
-Con eso me basta, capitán -dijo John «el Largo», animadamente-. Su palabra es suficiente para mí. Yo conozco al verdadero caballero con sólo verlo.
El hombre que portaba la bandera de parlamento intentó detener a Silver, lo que no era sorprendente después de las «caballerosas» palabras del capitán. Pero Silver se rió de él a grandes carcajadas y le dio una fuerte palmada en la espalda, como si imaginar cualquier peligro fuera cosa absurda. Y después empezó a caminar hacia la empalizada, arrojó la muleta por encima y con notable destreza y vigor consiguió sujetarse con una pierna, saltó la cerca y cayó de nuestro lado sin el menor percance.
Confieso que estaba demasiado interesado por todos aquellos acontecimientos para cumplir como es debido mi deber de centinela; abandoné la vigilancia en la aspillera y me acerqué hasta donde estaba el capitán, que se encontraba ahora sentado en el umbral con los codos en las rodillas, su cabeza entre las manos y los ojos fijos en el manantial que borboteaba desde la caldera perdiéndose en la arena. Entre dientes silbaba la canción «Venid, muchachas y muchachos».
A Silver le costó más trabajo subir la duna. Entre lo pronunciado de la cuesta y las muchas cepas de los árboles talados, a lo que añadíase lo muelle del arenal, él y su muleta eran inútiles como un barco en el varadero. Pero era terco, y siguió subiendo en silencio hasta que el fin llegó donde estaba el capitán, al que saludó con toda desenvoltura. Se había engalanado con lo mejor que tenía: una inmensa casaca azul repleta de botones de latón que le colgaba por debajo de las rodillas y un magnífico sombrero con encajes que lucía medio caído.
-Ya está usted aquí -dijo el capitán, levantando su cabeza-. Siéntese si gusta.
-¿No va a dejarme entrar, capitán? -se quejó John «el Largo»-. Hace una mañana muy fría para estar sentados a la intemperie y en la arena.
-Ya ve, Silver -dijo el capitán-, si usted hubiera tenido a bien ser un hombre honrado, ahora estaría tranquilamente en su cocina. Suya es la culpa. ¿Hablo con el cocinero de mi barco? En ese caso le trataré como corresponde. ¿O con el capitán Silver, un vil amotinado y un pirata? ¡Entonces que lo ahorquen!
-Bien, bien, capitán -repuso el cocinero y se sentó en la arena-, pero tendrá usted que darme su mano para levantarme. No están ustedes muy bien acondicionados aquí. ¡Ah, ahí veo a Jim! Muy buenos días, Jim. A sus órdenes, doctor. Bien, veo que todos están juntos como una familia feliz, como suele decirse. -Si tiene usted algo que explicar, mejor será que lo haga -dijo el capitán.
-Tiene usted mucha razón, capitán Smollett -replicó Silver-. El deber es el deber, no cabe duda. Bien, pues ahora escúcheme usted. Me la jugaron anoche, no niego que fue una buena jugada. Alguno de ustedes manejó con pericia el espeque. Y no voy a negar que consiguieron asustar a muchos de mis camaradas..., quizá a todos, y hasta puede ser que yo me asustara, y hasta que precisamente ahora esté yo aquí por esa razón, para parlamentar. Pero también debe tener en cuenta, capitán, que esa astucia no sirve dos veces, ¡por Satanás! Pondré centinelas y nos ceñiremos una cuarta en el ron. Puede que usted crea que todos estábamos borrachos. Pero le digo que yo no lo estaba; estaba muy cansado, y eso hizo que no me despertara, porque, si me despierto un segundo antes, os pillo con las manos en la masa. Cuando me acerqué aún no estaba muerto, no, señor.
-¿Y bien? -dijo el capitán Smollett dando toda la impresión de serenidad que podía.
Porque todo cuanto Silver estaba contando era para él el mayor de los enigmas, lo que no trascendió en su tono de voz. Yo empezaba a imaginar de qué se trataba. Me acordé de las últimas palabras de Ben Gunn y no dudé que podía haber hecho una visita nocturna a los bucaneros aprovechando que dormían borrachos junto a la hoguera, y, de cualquier forma, eché con alegría la cuenta y resté un enemigo más, quedando ya sólo catorce.
-Esta es mi propuesta -dijo Silver-. Queremos el tesoro, y lo vamos a conseguir. ¡Es nuestro botín! Ustedes, como supongo, desearán salvar sus vidas: y ésa es vuestra parte. Usted guarda un mapa, ¿lo tiene, no?
-Pudiera ser -replicó el capitán.
-Bueno, lo tiene, lo sé -insistió John «el Largo»-. No es necesario que sea usted tan hosco conmigo; no arreglará nada con eso, se lo aseguro. Lo único que me interesa resolver es esto: necesitamos ese mapa. Por lo demás, jamás he pensado en hacerles daño.
-Nada de eso le valdrá conmigo -replicó el capitán-. Sabemos cuáles son vuestras intenciones, y nos tienen sin cuidado, porque ya, como usted muy bien sabe, no pueden llevarlas a cabo.
Y el capitán lo miró con toda parsimonia, mientras cargaba su pipa.
-Si Abraham Gray... -comenzó a decir Silver.
-¡Alto ahí! -exclamó el señor Smollett-. Gray no me ha contado nada ni nada le he preguntado; y lo que es más, antes de hacerlo, por mí pueden él y usted y esta condenada isla saltar por los aires. Sólo le digo a usted lo que pienso sobre este asunto, para que se dé por enterado.
Este desahogo pareció calmar a Silver. También él había perdido un poco su contención y trató de refrenarse y conservar su mesura.
-Es suficiente -dijo-. No soy quien para considerar lo que un caballero pueda tener o no por juego limpio, según cada caso. ¿Puedo, ya que usted lo hace, cargar yo otra pipa?
Y llenó su pipa y la encendió. Los dos hombres siguieron sentados y fumando durante un largo rato, mirándose en silencio, retacando sus pipas, escupiendo y volviendo a fumar, como en la más gustosa de las comedias.
-Así -prosiguió Silver- que ésta es la cuestión. Ustedes nos dan el mapa para encontrar el tesoro y dejan de cazar a mis pobres muchachos y de romperles la cabeza mientras duermen. Y en tal caso yo les ofrezco escoger entre dos caminos: o volver con nosotros una vez que el tesoro esté a bordo, y yo garantizo bajo mi palabra de honor dejarlos sanos y salvos en alguna tierra, o, si no les gusta, porque algunos de mis marineros son bastante groseros y quizá saquen viejas cuentas y no sea muy recomendable para ustedes ese viaje, en ese otro caso pueden quedarse donde ahora están; yo les dejaré la mitad de las provisiones y garantizo por mi honor dar noticias al primer navío que encuentre para que venga a recogerlos. Es un trato excelente, sí, señor. Y espero -y aquí alzó su voz- que todos los que están aquí en este fortín hayan escuchado mis palabras, porque lo que a uno digo lo digo a todos.
El capitán Smollett se levantó y golpeó la pipa con la palma de su mano para sacar las últimas brasas.
-¿Eso es todo? -preguntó.
-;Mi última palabra, por todos los diablos! -contestó John-. Si rehúsan esa solución, ya no será a mí a quien oigan, sino las balas de los mosquetes.
-Perfectamente -dijo el capitán-. Ahora me va a escuchar usted a mí. Si todos vosotros os presentáis aquí, uno a uno, desarmados, yo os garantizo que os pondré grilletes y os llevaré a Inglaterra para ser juzgados. Y sino lo hacéis así, por mi nombre, que es Alexander Smollett, que he izado los colores de mi Rey y he de veros a todos con Davy Jo nes. No podéis encontrar el tesoro. No sabéis gobernar el barco, ninguno de vosotros sirve para ello. No podéis vencernos. Gray, él solo, ha podido con cinco de vosotros cuando escapó. Vuestro barco está en el carenero, y usted al socaire, y pronto va a comprobarlo. Yo estoy decidido a todo, y se lo advierto, y estas palabras son las últimas que escuchará de mí, porque le juro por el cielo que la próxima vez que os encuentre pienso meteros una bala en la espalda. Así que, andando, muchachos. Largo de aquí, y sin deteneros; a paso de carga.
El rostro de Silver era como una ilustración; sus ojos se salían de las órbitas. Sacudió su pipa.
-¡Déme una mano para levantarme! -imploró.
-No -respondió el capitán.
-;Que alguien me dé una mano! -gritó.
Ninguno de nosotros se movió. Rugiendo las más atroces maldiciones, se arrastró por la arena hasta que pudo aferrarse al porche y ponerse en pie con su muleta. Entonces escupió dentro del pilón.
-¡Eso -gritó- es lo que pienso de vosotros! Antes de que pase una hora habré acabado con este viejo fortín como si fuera una pipa de ron. ¡Podéis reíros, por todos los relámpagos, podéis reíros! Antes de una hora veremos quién se ríe mejor. Los muertos estarán contentos por no estar vivos.
Y con un terrible juramento echó a andar dando traspiés y dejando un surco en la arena; tras cuatro o cinco intentos furiosos, logró saltar la estacada con ayuda del hombre que llevaba la bandera de parlamento, y en un abrir y cerrar de ojos desapareció entre los árboles.
Capítulo 21 - Al ataque
Tan pronto como Silver desapareció, bajo la mirada inescrutable del capitán, regresó éste al fortín; allí se encontró con que ni uno de nosotros había permanecido en su puesto, a excepción de Gray. Fue la primera vez que lo vi encolerizado.
-¡Vayan a sus puestos! -nos gritó.
Cuando nos retirábamos, cabizbajos, escuchamos cómo le decía a Gray:
-Voy a citarlo en el cuaderno de bitácora: ha cumplido con su deber como un marino.
Entonces se dirigió al squire:
-Señor Trelawney, estoy muy sorprendido. Y tampoco esperaba tal comportamiento por parte del doctor. ¡Creí, señor Livesey, que vestía el uniforme del Rey! Si fue así su participación en Fontenoy, mucho mejor, señor, que se hubiera quedado en la cama.
La guardia del doctor volvió a apostarse en las aspilleras; los demás cargaron rápidamente sus mosquetes. Y todos sin duda estábamos avergonzados, «con la pulga tras la oreja», como suele decirse.
El capitán nos miró durante un rato en silencio, y después dijo:
-Le he soltado a Silver una buena andanada. Lo he puesto furioso adrede. No dudo que antes de una hora nos atacarán. No he de repetir que somos menos que ellos, pero vamos a pelear bastante bien resguardados, y pienso, o así lo había imaginado, con la necesaria disciplina. Estad seguros de que podemos vencer.
A continuación inspeccionó nuestras defensas y comprobó, como dijo, que todo estaba en orden.
Las dos fachadas más cortas del fortín, al este y al oeste, tenían dos aspilleras cada una; en la parte sur, donde estaba el porche, había otras dos, y cinco en la fachada norte. Disponíamos de veinte mosquetes para nosotros siete. Apilamos la leña en cuatro pilas, como parapeto, y junto a ellas situamos las municiones y los mosquetes de repuesto ya cargados y los machetes.
-Apagad el fuego -dijo el capitán-, ya no hace frío y el humo no puede hacer más que perjudicar nuestros ojos.
El señor Trelawney sacó la parrilla y arrojó las ascuas en la arena, enterrándolas con un pie.
-Hawkins no ha almorzado -continuó el capitán Smollett-. Sírvete tú mismo, Hawkins, pero come en tu puesto. Y rápido, muchacho, porque puede que no termines tu comida. Hunter -llamó-, sirve a todos una ronda de aguardiente.
Y mientras bebíamos, el capitán fijó nuestro plan de defensa.
-Doctor -ordenó-, os encargo la custodia de la puerta. Observad sin exponeos, no salgáis en ningún caso y disparad a través del porche. Hunter que se sitúe allí, cubriendo la zona este. Jo yce, usted defenderá el oeste. Señor Trelawney, vos sois el mejor tirador; vos y Gray defenderéis este lado norte, que, como tiene cinco aspilleras, permite cubrir una zona más amplia, y además posiblemente ahí se produzca el ataque. Es preciso que no lleguen a alcanzar el fortín, porque, si toman las aspilleras, nos pueden liquidar aquí dentro. Hawkins, ni tú ni yo servimos mucho en este trance, así que nuestra misión será cargar los mosquetes y tener dispuesta la munición.
Tal como el capitán había dicho, el calor empezaba a sentirse. El sol ya se había levantado sobre los árboles que nos rodeaban y comenzó a dar de lleno en la explanada, y como de un sorbido secó la humedad. Al poco rato el arenal parecía arder y la resina se derretía en los troncos del fortín. Nos quitamos las casacas, desabotonamos nuestras camisas y las arremangamos hasta los hombros. Y así aguardamos el ataque, cada uno en su puesto, febriles de calor y ansiedad.
Pasó una hora.
-¡Que los ahorquen! -dijo el capitán-. Estamos clavados como en las calmas tropicales. Gray, silba para que corra algún aire. Y en aquel momento preciso empezaron las señales que indicaban un ataque inminente.
-Discúlpeme, señor -dijo Jo yce-, ¿debo tirar si veo a alguno?
-¡Es lo que he ordenado! -gritó el capitán.
-Muchas gracias -repuso Jo yce con la misma exquisita urbanidad.
No sucedió nada durante un rato; pero ya estábamos todos alerta aguzando el oído y los ojos. Con los mosquetes bien apoyados, los tiradores estaban tensos. El capitán permanecía en medio del fortín con la boca apretada y el ceño fruncido.
Pasaron unos segundos y, de repente, Jo yce apuntó con cuidado y disparó. Aún sonaba en nuestros oídos la detonación, cuando desde el exterior empezaron a tirar sobre nosotros con fuego graneado: como si fuéramos un blanco, de todas partes llegaban disparos que se incrustaban en los troncos, aunque felizmente ninguno nos alcanzó. Cuando el humo se disipó, la empalizada y los bosques cercanos daban la misma impresión de reposo que antes de empezar la escaramuza. Ni el brillo de un cañón, ni una rama que se moviera delataban al enemigo.
-¿Alcanzó usted a su hombre? -preguntó el capitán.
-No, señor -contestó Jo yce-, me parece que no, señor.
-Eso es querer decir la verdad -murmuró el capitán Smollett-. Cárgale su mosquete, Hawkins. ¿Cuántos estimáis que habría por vuestra zona, doctor?
-Puedo precisarlo -dijo el doctor Livesey-. Aquí he visto que dispararon tres veces, porque conté los fogonazos; dos casi juntos, y un tercero algo más hacia el oeste.
-Tres -repitió el capitán-. ¿Y cuántos en vuestra parte, señor Trelawney?
Esto no tenía tan fácil respuesta. Muchos habían sido los disparos por el norte: siete, según la cuenta del squire; ocho o nueve conforme a la de Gray. Por el este y el oeste, sólo uno de cada. Todo llevaba pues a pensar que el ataque iba a efectuarse por el norte y que las otras zonas servirían nada más que de dispersión. Con esos datos el capitán Smollett confirmó su defensa y nos hizo comprender que, si los amotinados lograban pasar de la empalizada, podrían tomar las aspilleras y cazarnos como a ratas en nuestra propia madriguera. Aunque tampoco hubo tiempo para meditarlo con cuidado. Porque, de improviso, con terroríficos gritos, un grupo de piratas salió de entre los árboles del lado norte y se lanzó a todo correr hacia la empalizada. Al mismo tiempo se reanudaron los disparos desde otras partes; una bala atravesó la puerta e hizo saltar en astillas el mosquete del doctor.
Los asaltantes trepaban como monos por la empalizada. El squire y Gray dispararon contra ellos sin cesar; y tres forajidos cayeron, uno dentro del recinto y los otros dos por la parte de fuera. Uno de estos dos pareció estar más asustado que herido, pues se incorporó y como alma que lleva el diablo desapareció entre la maleza.
Dos habían mordido, pues, el polvo; otro había huido, y cuatro lograron alcanzar nuestra línea defensiva; siete u ocho más, escondidos en los bosques, y posiblemente con varios mosquetes cada uno, disparaban sin tregua contra el fortín, aunque sus descargas no nos causaban daño.
Los cuatro que habían conseguido penetrar siguieron corriendo hacia el fortín, dando alaridos que eran contestados con otros gritos de ánimo por los que estaban entre los árboles. Se trató inútilmente de cazarlos, pero era tal la precipitación de nuestros tiradores, que, antes de darnos cuenta, los cuatro piratas habían remontado la cuesta y estaban ya sobre nosotros.
La cara de Jo b Anderson, el contramaestre, apareció en la aspillera central.
-¡A por ellos! ¡A por ellos! -gritaba con voz de trueno. Otro pirata agarró el mosquete de Hunter por el cañón, se lo quitó de las manos y lo sacó por la aspillera, golpeándolo al mismo tiempo al pobre hombre, que quedó sin sentido. Un tercero dio la vuelta al fortín y consiguió entrar, cayendo sobre el doctor blandiendo su cuchillo.
Nuestra suerte cambiaba. Un momento antes éramos quienes a cubierto disparábamos sobre un enemigo expuesto; ahora éramos nosotros los que ofrecíamos el mejor blanco y sin poder devolver los golpes.
El humo de los disparos hacía irrespirable el aire del fortín, pero esto no era todo desventajoso. Mis oídos estallaban con la confusión de gritos, fogonazos, detonaciones y gemidos de dolor.
-¡Salgamos, muchachos! ¡Fuera todos! -gritó el capitán- ¡Vamos a luchar a campo abierto! ¡Los machetes!
Cogí un machete del montón, y alguien, al mismo tiempo, tomó otro, dándome un corte en los nudillos que apenas sentí. Corrí precipitadamente hacia la luz del sol. Alguien corría tras de mí, pero no sabía quién era. Frente a mí, el doctor perseguía a su enemigo cuesta abajo, y en el instante de mirarlos vi cómo rompía su guardia y derribaba al bandido de un terrible tajo en la cara.
-¡Dad la vuelta al fortín! ¡Hacia el otro lado! -gritó el capitán, y me pareció percibir un cambio en su voz.
Obedecí sin pensarlo dos veces, y corrí hacia el este con el machete dispuesto a golpear, y de improviso me di de bruces con Anderson. Escuché su rugido infernal y vi levantarse su garfio que brillaba al sol. No sentí miedo siquiera. Y no sé ni qué pasó: vi aquel garfio que caía sobre mí, di un salto y rodé por la duna fuera de su alcance.
Cuando escapaba del fortín, había visto a los amotinados escalar la empalizada, acudiendo en auxilio de los primeros asaltantes. Uno de ellos, con un gorro de dormir rojo y el cuchillo entre los dientes, se había encaramado y estaba a horcajadas en la empalizada. Pues bien, tan corto debió ser el intervalo en que yo me zafé de Anderson, que, cuando volví a ponerme en pie, el hombre del gorro rojo aún estaba en la misma posición; otro asomaba la cabeza por entre los troncos. Y sin embargo ese instante había presenciado el fin de la batalla y nuestra victoria. Y así sucedió.
Gray, que corría detrás de mí, había batido de un solo tajo al corpulento contramaestre, antes de que éste hubiera podido reaccionar ante mi salto. Otro pirata había recibido un balazo por una aspillera en el momento en que iba a disparar hacia el interior del fortín, y ahora agonizaba con la pistola aún humeante en su mano. Un tercero -el que yo había visto- cayó de un solo golpe del doctor. De los cuatro que habían alcanzado la empalizada, sólo quedaba ya uno, y lo vi correr, tirando su cuchillo, hacia la cerca e intentar subir a ella.
-¡Fuego! ¡Tiradle desde la casa! -gritó el doctor-. Y tú, muchacho, vuelve al refugio.
Pero nadie atendió a sus palabras, nadie disparó, y el último de los atacantes logró escapar y reunirse con los demás en el bosque. Tres segundos habían bastado para que no quedara ninguno de nuestros asaltantes; ninguno vivo, porque cuatro yacían dentro de la empalizada y otro fuera.
El doctor, Gray y yo corrimos a refugiarnos en el fortín. Suponíamos que los piratas volverían al ataque y a recuperar sus armas. El humo que llenaba el interior del fortín empezaba a disiparse, y pudimos ver, a la primera ojeada, el alto precio de aquella victoria: Hunter estaba caído, sin sentido, junto a la aspillera; Jo yce, junto a la suya, con un balazo que le había atravesado la cabeza, no volvería a levantarse; y en mitad de la habitación, pálido, el squire sostenía al capitán.
-El capitán está herido -dijo el señor Trelawney.
-¿Han huido? -preguntó el señor Smollett.
-Como liebres -respondió el doctor-, y hay cinco de ellos que ya no correrán nunca más.
-¡Cinco! -exclamó el capitán-. Así es mejor. Cinco de un lado y tres de otro nos dejan en cuatro contra nueve. Es una proporción más ventajosa que al principio. Entonces éramos siete contra diecinueve, o así lo creíamos, lo que era tan desmoralizador como si fuese cierto.
Robert L. Stevenson - La Isla del Tesoro
Índice | Parte I - El viejo pirata | Parte II - El cocinero de abordo | Parte III - Mi aventura en la Isla | Parte IV - La Empalizada |
Parte V - Mi aventura en el mar | Parte VI - El capitán Silver