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Entremés del Vizcaíno fingido

Miguel de Cervantes (1547-1616)

Cervantes atesora una gran experiencia, rica en conocimientos sobre gentes, lugares y situaciones, su vida y su obra reflejan el proceso de maduración profunda, en todos los sentidos, de un hombre entregado a sus ideales, primero militares y luego literarios, con ahínco admirables. La vida le ofreció la cara adversa; pero este mismo hecho posibilitó la más grande obra de nuestra literatura.
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( SOLÓRZANO y QUIÑONES.)

SOLÓRZANO. Estas son las bolsas, y, a lo que parecen, son bien parecidas, y las cadenas que van dentro, ni más ni menos. No hay sino que vos acudáis con mi intento: que, a pesar de la taimería desta sevi­llana, ha de quedar esta vez burlada.

QUIÑONES. ¿Tanta honra se adquiere, o tanta habilidad se muestra en engañar a una mujer, que lo tomáis con tanto ahínco y po­néis tanta solicitud en ello?

SOLÓRZANO. Cuando las mujeres son como éstas, es gusto el burlallas; cuanto más que esta burla no ha de pasar de los tejados arri­ba; quiero decir que ni ha de ser con ofensa de Dios ni con daño de la burlada; que no son burlas las que redundan en desprecio ajeno.

QUIÑONES. Alto; pues vos lo queréis, sea así. Digo que yo os ayudaré en todo cuanto me habéis dicho, y sabré fingir tan bien como vos, que no lo puedo más encarecer. ¿Adónde vais agora?

SOLÓRZANO. Derecho en casa de la ninfa; y vos no salgáis de casa, que yo os llamaré a su tiempo.

QUIÑONES. Allí estaré clavado, esperando.

(Éntranse los dos.)

(Salen DOÑA CRISTINA y DOÑA BRÏGIDA: Cristina sin manto, y

BRÍGIDA con él, toda asustada y turbada.)

CRISTINA. ¡Jesús! ¿Qué es lo que traes, amiga doña BRÏGIDA, que parece que quieres dar el alma a su Hacedor?

BRÏGIDA. ¡Doña Cristina, amiga, hazme aire, rocíame con un poco de agua este rostro, que me muero, que me fino, que se me arran­ca el alma! ¡Dios sea conmigo! ¡Confesión a toda priesa!

CRISTINA. ¿Qué es esto? ¡Desdichada de mi! ¿No me dirás, amiga, lo que te ha sucedido? ¿Has visto alguna mala visión? ¿Hante dado alguna mala nueva de que es muerta tu madre, o de que viene tu marido, o hante robado tus joyas?

BRÏGIDA. Ni he visto visión alguna, ni se ha muerto mi madre, ni viene mi marido, que aun le faltan tres meses para acabar el negocio donde fue, ni me han robado mis joyas; pero hame sucedido otra cosa peor.

CRISTINA. Acaba, dímela, doña Brígida mía; que me tienes tur­bada y suspensa hasta saberla.

BRÏGIDA. ¡Ay, querida, que también te toca a ti parte deste mal suceso! Límpiame este rostro, que él y todo el cuerpo tengo bañado en sudor más frío que la nieve. ¡Desdichadas de aquellas que andan en la vida libre, que, si quieren tener algún poquito de autoridad, granjeadas de aquí o de allí, se la dejarretan y se la quitan al mejor tiempo!

CRISTINA. Acaba, por tu vida, amiga, y dime lo que te ha suce­dido, y qué es la desgracia de quien yo también tengo de tener parte.

BRÏGIDA. ¡Y cómo si tendrás parte! Y mucha, si eres discreta, como lo eres. Has de saber, hermana, que, viniendo agora a verte, al pasar por la puerta de Guadalajara, oí que, en medio de infinita justicia y gente, estaba un pregonero pregonando que quitaban los coches, y que las mujeres descubriesen los rostros por las calles.

CRISTINA. ¿Y esa es la mala nueva?

BRÏGIDA. Pues para nosotras, ¿puede ser peor en el mundo?

CRISTINA. Yo creo, hermana, que debe de ser alguna reforma­ción de los coches; que no es posible que los quiten de todo punto. Y será cosa muy acertada, porque, según he oído decir, andaba muy de­caída la caballería en España, porque se empanaban diez o doce caba­lleros mozos en un coche y azotaban las calles de noche y de día, sin acordárseles que había caballos y jineta en el mundo; y, como les falte la comodidad de las galeras de la tierra, que son los coches, volverán al ejercicio de la caballería, con quien sus antepasados se honraron.

BRÏGIDA. ¡Ay, Cristina de mi alma! Que también oí decir que, aunque dejan algunos, es con condición que no se presten, ni que en ellos ande ninguna... ya me entiendes.

CRISTINA. Ese mal nos hagan; porque has de saber, hermana, que está en opinión, entre los que siguen la guerra, cuál es mejor, la caballería o la infantería, y hase averiguado que la infantería española lleva la gala a todas las naciones. Y agora podremos las alegres mostrar a pie nuestra gallardía, nuestro garbo y nuestra bizarría, y más yendo descubiertos los rostros, quitando la ocasión de que ninguno se llame a engaño si nos sirviese, pues nos ha visto.

BRÏGIDA. ¡Ay, Cristina! ¡No me digas eso! ¡Qué linda cosa era ir sentada en la popa de un coche, llenándola de parte a parte, dando rostro a quien y como y cuando quería. Y en Dios y en mi ánima te digo, que cuando alguna vez me le prestaban, y me vía sentada en él con aquella autoridad, que me desvanecía tanto, que creía bien y ver­daderamente que era mujer principal, y que más de cuatro señoras de título pudieran ser mis criadas.

CRISTINA. ¿Veis, doña Brígida, cómo tengo yo razón en decir que ha sido bien quitar los coches, siquiera por quitarnos a nosotras el pecado de la vanagloria? Y más, que no era bien que un coche igualase a las no tales con las tales; pues viendo los ojos estranjeros a una per­sona en un coche, pomposa por galas, reluciente por joyas, echaría a perder la cortesía, haciéndosela a ella como si fuera a una principal señora. Así que, amiga, no debes acongoj arte, sino acomoda tu brío y tu limpieza, y tu manto de Soplillo sevillano, y tus nuevos chapines, en todo caso, con las virillas de plata, y déjate ir por esas calles; que yo te aseguro que no falten moscas a tan buena miel, si quisieres dejar que a ti se lleguen: que engaño en más va que en besarla durmiendo.

BRÏGIDA. Dios te lo pague, amiga, que me has consolado con tus advertimientos y consejos; y en verdad que los pienso poner en prácti­ca, y pulirme y repulirme, y dar el rostro a pie, y pisar el polvico a tan menudico, pues no tengo quien me corte la cabeza; que este que pien­san que es mi marido, no lo es, aunque me ha dado la palabra de serlo.

CRISTINA. ¡Jesús! ¿Tan a la sorda y sin llamar se entra en mi ca­sa? Señor, ¿qué es lo que vuestra merced manda?

(Entra SOLÓRZANO.)

SOLÓRZANO. Vuestra merced perdone el atrevimiento, que la ocasión hace al ladrón: hallé la puerta abierta, y entréme, dándome ánimo al entrarme, venir a servir a vuestra merced, y no con palabras, sino con obras; y si es que puedo hablar delante desta señora, diré a lo que vengo y la intención que traigo.

CRISTINA. De la buena presencia de vuestra merced, no se pue­de esperar sino que han de ser buenas sus palabras y sus obras. Diga vuestra merced lo que quisiere, que la señora doña BRÏGIDA es tan mi amiga, que es otra yo misma.

SOLÓRZANO. Con ese seguro y con esa licencia, hablaré con verdad; y con verdad, señora, soy un cortesano a quien vuestra merced no conoce.

CRISTINA. Así es la verdad.

SOLÓRZANO. Y ha muchos días que deseo servir a vuestra mer­ced, obligado a ello de su hermosura, buenas partes y mejor término; pero estrechezas, que no faltan, han sido freno a las obras hasta agora, que la suerte ha querido que de Vizcaya me enviase un grande amigo mío a un hijo suyo, vizcaíno, muy galán, para que yo le lleve a Sala­manca y le ponga de mi mano en compañía que le honre y le enseñe. Porque, para decir la verdad a vuestra merced, él es un poco burro y tiene algo de mentecapto; y añádesele a esto una tacha que es lástima decirla, cuanto más tenerla, y es que se toma algún tanto, un si es no es del vino; pero no de manera que de todo en todo pierda el juicio, puesto que se le turba; y cuando está asomado, y aun casi todo el cuer­po fuera de la ventana, es cosa maravillosa su alegría y su liberalidad:

da todo cuanto tiene a quien se lo pide y a quien no se lo pide; y yo querría que, ya que el diablo se ha de llevar cuanto tiene, aprovechar­me de alguna cosa, y no he hallado mejor medio que traerle a casa de vuestra merced, porque es muy amigo de damas, y aquí le de sollare­mos cerrado como a gato; y para principio traigo aquí a vuestra merced esta cadena en este bolsillo, que pesa ciento y veinte escudos de oro, la cual tomará vuestra merced y me dará diez escudos agora, que yo he menester para ciertas co sillas, y gastará otros veinte en una cena esta noche, que vendrá acá nuestro burro o nuestro búfalo, que le llevo yo por el naso, como dicen, y a dos idas y venidas se quedará vuestra merced con toda la cadena, que yo no quiero más de los diez escudos de ahora. La cadena es bonísima y de muy buen oro, y vale algo de hechura. Héla aquí; vuestra merced la tome.

CRISTINA. Beso a vuestra merced las manos por la que me ha hecho en acordarse de mí en tan provechosa ocasión; pero, si he de decir lo que siento, tanta liberalidad me tiene algo confusa y algún tanto sospechosa.

SOLÓRZANO. ¿Pues de qué es la sospecha, señora nia?

CRISTINA. De que podrá ser esta cadena de alquimia; que se suele decir que no es oro todo lo que reluce.

SOLÓRZANO. Vuestra merced habla discretísimamente, y no en balde tiene vuestra merced fama de la más discreta dama de la corte; y hame dado mucho gusto el ver cuán sin melindres ni rodeos me ha descubierto su corazón; pero para todo hay remedio, si no es para la muerte. Vuestra merced se cubra su manto, o envíe si tiene de quién fiarse, y vaya a la Platería, y en el contraste se pese y toque esa cadena; y cuando fuera fina, y de la bondad que yo he dicho, entonces vuestra merced me dará los diez escudos, harále una regalaría al borrico, y se quedará con ella.

CRISTINA. Aquí, pared y medio, tengo yo un platero mi conoci­do, que con facilidad me sacará de duda.

SOLÓRZANO. Eso es lo que yo quiero, y lo que amo y lo que estimo, que las cosas claras Dios las bendijo.

CRISTINA. Si es que vuestra merced se atreve a fiarme esta ca­dena en tanto que me satisfago, de aquí a un poco podrá venir, que yo tendré los diez escudos en oro.

SOLÓRZANO. ¡Bueno es eso! ¿Fío mi honra de vuestra merced y no le había de fiar la cadena? Vuestra merced la haga tocar y retocar; que yo me voy, y volveré de aquí a media hora.

CRISTINA. Y aun antes, si es que mi vecino está en casa.

(Entrase SOLÓRZANO.)

BRÏGIDA. Esta, Cristina mía, no sólo es ventura, sino venturón llovido. Desdichada de mí, y qué desgraciada que soy, que nunca topo quien me dé un jarro de agua sin que me cueste mi trabajo primero. Sólo me encontré el otro día en la calle a un poeta, que de bonísima voluntad y con mucha cortesía me dio un soneto de la historia de Píra­mo y Tisbe, y me ofreció trecientos en mi alabanza.

CRISTINA. Mejor fuera que te hubieras encontrado con un gino­vés que te diera trecientos reales.

BRÏGIDA. Sí, por cierto, ¡Ahí están los ginoveses de manifiesto y para venirse a la mano, como halcones al señuelo! Andan todos malen­cónicos y tristes con el decreto.

CRISTINA. Mira, BRÏGIDA, desto quiero que estés cierta: que vale más un ginovés quebrado que cuatro poetas enteros. Mas, ¡ay!, el viento corre en popa; mi platero es éste. ¿Y que quiere mi buen veci­no? Que a fe que me ha quitado el manto de los hombros, que ya me le quería cubrir para buscarle.

(Entra el PLATERO.)

PLATERO. Señora doña Cristina, vuestra merced me ha de hacer una merced: de hacer todas sus fuerzas por llevar mañana a mi mujer a la comedia, que me conviene y me importa quedar mañana en la tarde libre de tener quien me siga y me persiga.

CRISTINA. Eso haré yo de muy buena gana; y aun si el señor ve­cino quiere mi casa y cuanto hay en ella, aquí la hallará sola y desem­barazada; que bien sé en qué caen estos negocios.

PLATERO. No, señora; entretener a mi mujer me basta. Pero ¿qué quería vuestra merced de mí, que quería ir a buscarme?

CRISTINA. No más sino que me diga el señor vecino qué pesará esta cadena, y si es fina, y de qué quilates.

PLATERO. Esta cadena he tenido yo en mis manos muchas ve­ces, y sé que pesa ciento y cincuenta escudos de oro de a veinte y dos quilates; y que si vuestra merced la compra y se la dan sin hechura, no perderá nada en ella.

CRISTINA. Alguna hechura me ha de costar, pero no mucha.

PLATERO. Mire cómo la concierta la señora vecina que yo le ha­ré dar, cuando se quisiere deshacer della, diez ducados de hechura.

CRISTINA. Menos me ha de costar, si yo puedo; pero mire el ve­cino no se engañe en lo que dice de la fineza del oro y cantidad del peso.

PLATERO. ¡Bueno sería que yo me engañase en mi oficio! Digo, señora, que dos veces la he tocado eslabón por eslabón, y la he pesado; y la conozco como a mis manos.

BRÏGIDA. Con eso nos contentamos.

PLATERO. Y por más señas, sé que la ha llegado a pesar y a to­car un gentil hombre cortesano que se llama Tal de Solórzano.

CRISTINA. Basta, señor vecino; vaya con Dios, que yo haré lo que me deja mandado. Yo la llevaré y entretendré dos horas más, si fuere menester; que bien sé que no podrá dañar una hora más de entre­tenimiento.

PLATERO. Con vuestra merced me entierren, que sabe de todo, y adiós, señora mía.

(Entrase el PLATERO.)

BRÏGIDA. ¿No haríamos con este cortesano Solórzano, que así se debe llamar sin duda, que truj ese con el vizcaíno para mi alguna ayuda de costa, aunque fuese de algún borgoñón más borracho que un zaque?

CRISTINA. Por decírselo no quedará; pero vesle, aquí vuelve:

priesa trae; diligente anda; sus diez escudos le aguijan y espolean. (Entra SOLÓRZANO.)

SOLÓRZANO. Pues, señora doña Cristina, ¿ha hecho vuestra merced sus diligencias? ¿Está acreditada la cadena?

CRISTINA. ¿Cómo es el nombre de vuestra merced, por su vida?

SOLÓRZANO. Don Esteban de Solórzano me suelen llamar en mi casa. Pero, ¿por qué me lo pregunta vuestra merced?

CRISTINA. Por acabar de echar el sello a su mucha verdad y cortesía. Entretenga vuestra merced un poco a la señora doña Brígida, en tanto que entro por los diez escudos.

(Entrase CRISTINA.)

BRÏGIDA. Señor don Solórzano, ¿no tendrá vuestra merced por ahí algún mondadientes para mí? Que en verdad no soy para desechar, y que tengo buenas entradas y salidas en mi casa como la señora doña Cristina; que, a no temer que nos oyera alguna, le dijera yo al señor Solórzano más de cuatro tachas suyas: que sepa que tiene las tetas como dos alforjas vacías, y que no le huele muy bien el aliento, porque se afeita mucho; y con todo eso la buscan, solicitan y quieren; que estoy por arañarme esta cara, más de rabia que de envidia, porque no hay quien me dé la mano, entre tantos que me dan del pie; en fin, la ventura de las feas...

SOLÓRZANO. No se desespere vuestra merced, que si yo vivo, otro gallo cantará en su gallinero.

(Vuelve a entrar CRISTINA.)

CRISTINA. He aquí, señor don Esteban, los diez escudos, y la cena se aderezará esta noche como para un príncipe.

SOLÓRZANO. Pues nuestro burro está a la puerta de la calle, quiero ir por él. Vuestra merced me le acaricie, aunque sea como quien toma una píldora.

(Vase SOLÓRZANO.)

BRÏGIDA. Ya le dije, amiga, que trujese quien me regalase a mí, y dijo que sí haría, andando el tiempo.

CRISTINA. Andando el tiempo en nosotras no hay quien nos re­gale, amiga; los pocos años traen la mucha ganancia, y los muchos la mucha pérdida.

BRÏGIDA. También le dije cómo vas muy limpia, muy linda, y muy agraciada, y que toda eras ámbar, almizcle y algalia entre algodo­nes.

CRISTINA. Ya yo sé, amiga, que tienes muy buenas ausencias.

BRÏGIDA.

parte.] ¡Mirad quién tiene amartelados, que vale más la suela de mi botín que las arandelas de su cuello! Otra vez vuel­vo a decir: la ventura de las feas...

(Entran QUIÑONES y SOLÓRZANO.)

QUIÑONES. Vizcaíno, manos bésame vuestra merced, que mán­deme.

SOLÓRZANO. Dice el señor vizcaíno que besa las manos de vuestra merced y que le mande.

BRÏGIDA. ¡Ay, qué linda lengua! Yo no la entiendo a lo menos, pero paréceme muy linda.

CRISTINA. Yo beso las del mi señor vizcaíno, y más adelante.

QUIÑONES. Pareces buena, hermosa; también noche esta cena­mos; cadena quedas, duermes nunca, basta que doyla.

SOLÓRZANO. Dice mi compañero que vuestra merced le parece buena y hermosa; que se apareje la cena; que él da la cadena, aunque no duerma acá, que basta que una vez la haya dado.

BRÏGIDA. ¿Hay tal Alejandro en el mundo? Venturón, venturón y cien mil veces venturón.

SOLÓRZANO. Si hay algún poco de conserva, y algún traguito del devoto para el señor vizcaíno, yo sé que nos valdrá por uno ciento.

CRISTINA: ¡Y cómo si lo hay! Y yo entraré por ello y se lo daré mejor que al Preste Juan de las Indias.

(Entrase CRISTINA.)

QUIÑONES. Dama que quedaste, tan buena como entraste. BRÏGIDA. ¿Qué ha dicho, señor Solórzano? SOLÓRZANO. Que la dama que se queda, que es vuestra merced,

es tan buena como la que se ha entrado.

BRÏGIDA. ¡Y cómo que está en lo cierto el señor vizcaíno! A fe que en este parecer que no es nada burro.

QUIÑONES. Burro el diablo; vizcaíno ingenio queréis cuando te­nerlo.

BRÏGIDA. Ya le entiendo: que dice que el diablo es el burro, y que los vizcaínos cuando quieren tener ingenio le tienen.

SOLÓRZANO. Así es, sin faltar un punto.

(Vuelve a salir CRISTINA con un criado o criada, que traen una caja de conserva, una garrafa con vino, su cuchillo y servilleta.)

CRISTINA. Bien puede comer el señor vizcaíno, y sin asco, que todo cuanto hay en esta casa es la quinta esencia de la limpieza.

QUIÑONES. Dulce conmigo, vino y agua llamas bueno; santo le muestras; ésta le bebo y otra también.

BRÏGIDA. ¡Ay, Dios, y con qué donaire lo dice el buen señor, aunque no le entiendo!

SOLÓRZANO. Dice que con lo dulce también bebe vino como agua; y que este vino es de San Martín, y que beberá otra vez.

CRISTINA. Y aun otras ciento; su boca puede ser medida.

SOLÓRZANO. No le den más, que le hace mal, y ya se le va echando de ver; que le he yo dicho al señor Azcaray que no beba vino en ningún modo, y no aprovecha.

QUIÑONES. Vamos, que vino que subes y bajas, lengua es gri­llos y corma es pies. Tarde vuelvo, señora; Dios que te guárdate.

SOLÓRZANO. ¡Miren lo que dice, y verán si tengo yo razón!

CRISTINA. ¿Qué es lo que ha dicho, señor Solórzano?

SOLÓRZANO. Que el vino es grillo de su lengua y corma de sus pies; que vendrá esta tarde, y que vuestras mercedes se queden con Dios.

BRÏGIDA. ¡Ay, pecadora de mí, y cómo que se le turban los ojos y se trastraba la lengua! ¡Jesús, que ya va dando traspiés! ¡Pues monta que ha bebido mucho! La mayor lástima es ésta que he visto en mi vida. ¡ Miren qué mocedad y qué borrachera!

SOLÓRZANO. Ya venía él refrendado de casa. Vuestra merced, señora Cristina, haga aderezar la cena, que yo le quiero llevar a dormir el vino, y seremos temprano esta tarde.

(Entranse el vizcaíno y SOLÓRZANO.)

CRISTINA. Todo estará como de molde; vayan vuestras merce­des en hora buena.

BRÏGIDA. Amiga Cristina, muéstrame esa cadena, y déjame dar con ella dos filos al deseo. ¡Ay, qué linda, qué nueva, qué reluciente y qué barata! Digo, Cristina, que sin saber cómo ni cómo no, llueven los bienes sobre ti, y se te entra la ventura por las puertas, sin solicitalla. En efeto, eres venturosa sobre las venturosas; pero todo lo merece tu desenfado, tu limpieza y tu magnífico término: hechizos bastantes a rendir las más descuidadas y esentas voluntades; y no como yo, que no soy para dar migas a un gato. Toma tu cadena, hermana, que estoy para reventar en lágrimas, y no de envidia que a ti te tengo, sino de lástima que me tengo a mí.

(Vuelve a entrar SOLÓRZANO.)

SOLÓRZANO. ¡ La mayor desgracia nos ha sucedido del mundo!

BRÏGIDA. ¡Jesús! ¿Desgracia? ¿Y qué es, señor Solórzano?

SOLÓRZANO. A la vuelta desta calle, yendo a la casa, encon­tramos con un criado del padre de nuestro vizcaíno, el cual trae cartas y nuevas de que su padre queda a punto de espirar, y le manda que al momento se parta, si quiere hallarle vivo. Trae dinero para la partida, que sin duda ha de ser luego. Yo le he tomado diez escudos para vues­tra merced, y velos aquí, con los diez que vuestra merced me dio de­nantes, y vuélvaseme la cadena, que si el padre vive, el hijo volverá a darla, o yo no seré don Esteban de Solórzano.

CRISTINA. En verdad que a mí me pesa, y no por mi interés, sino por la desgracia del mancebo, que ya le había tomado afición.

BRÏGIDA. Buenos son diez escudos ganados tan holgando; tó­malo s, amiga, y vuelve la cadena al señor Solórzano.

CRISTINA. Véla aquí, y venga el dinero; que en verdad que pen­saba gastar más de treinta en la cena.

SOLÓRZANO. Señora Cristina, al perro viejo nunca tus tus; estas tretas, con los de las galleruzas, y con este perro a otro hueso.

CRISTINA. ¿Para qué son tantos refranes, señor Solórzano?

SOLÓRZANO. Para que entienda vuestra merced que la codicia rompe el saco. ¿Tan presto se desconfió de mi palabra, que quiso vuestra merced curarse en salud y salir al lobo al camino, como la gansa de Cantipalos? Señora Cristina, lo bien ganado se pierde, y lo malo, ello y su dueño. Venga mi cadena verdadera, y tómese vuestra merced su falsa, que no ha de haber conmigo transformaciones de Ovidio en tan pequeño espacio. ¡Oh hideputa, y qué bien que la amol­daron, y qué presto!

CRISTINA. ¿Qué dice vuestra merced, señor mio, que no le en­tiendo?

SOLÓRZANO. Digo que no es ésta la cadena que yo dejé a vues­tra merced, aunque le parece; que ésta es de alquimia, y la otra es de oro de a veinte y dos quilates.

BRÏGIDA. En mi ánima, que así lo dijo el vecino, que es platero.

CRISTINA. ¿Aun el diablo sería eso?

SOLÓRZANO. El diablo o la diabla, mi cadena venga, y dejémo­nos de voces, y escúsense juramentos y maldiciones.

CRISTINA. El diablo me lleve, lo cual querría que no me llevase, si no es ésa la cadena que vuestra merced me dejó, y que no he tenido otra en mis manos. ¡Justicia de Dios, si tal testimonio se me levantase!

SOLÓRZANO. Que no hay para qué dar gritos, y más estando ahí el señor Corregidor, que guarda su derecho a cada uno.

CRISTINA. Si a las manos del Corregidor llega este negocio, yo me doy por condenada; que tiene de mí tan mal concepto, que ha de tener mí verdad por mentira, y mi virtud por vicio. Señor mío, si yo he tenido otra cadena en mis manos sino aquesta, de cáncer las vea yo comidas.

(Entra un ALGUACIL.)

ALGUACIL. ¿Qué voces son estas, qué gritos, qué lágrimas y qué maldiciones?

SOLÓRZANO. Vuestra merced, señor alguacil, ha venido aquí como de molde. A esta señora del rumbo sevillano le empeñé una cadena, habrá una hora, en diez ducados, para cierto efecto; vuelvo agora a desempeñarla, y, en lugar de una que le di, que pesaba ciento y cincuenta ducados de oro de veinte y dos quilates, me vuelve ésta de alquimia, que no vale dos ducados; y quiere poner mi justicia a la venta de la Zarza, a voces y a gritos, sabiendo que será testigo desta verdad esta misma señora, ante quien ha pasado todo.

BRÏGIDA. ¡Y cómo si ha pasado!, y aun repasado; y en Dios y en mi ánima que estoy por decir que este señor tiene razón; aunque no puedo imaginar dónde se pueda haber hecho el trueco, porque la cade­na no ha salido de aquesta sala.

SOLÓRZANO. La merced que el señor alguacil me ha de hacer es llevar a la señora al Corregidor, que allá nos averiguaremos.

CRISTINA. Otra vez torno a decir que, si ante el Corregidor me lleva, me doy por condenada.

BRÏGIDA. Sí, porque no estoy bien con sus huesos.

CRISTINA. ¡Desta vez me ahorco! ¡Desta vez me desespero! ¡Desta vez me chupan brujas!

SOLÓRZANO Ahora bien; yo quiero hacer una cosa por vuestra merced, señora Cristina, siquiera porque no la chupen brujas, o por lo menos se ahorque: esta cadena se parece mucho a la fina del vizcaíno; él es mentecapto y algo borrachuelo; yo se la quiero llevar y darle a entender que es la suya, y vuestra merced contente aquí al señor algua­cil y gaste la cena desta noche, y sosiegue su espíritu, pues la pérdida no es mucha.

CRISTINA. ¡Págueselo a vuestra merced todo el cielo! Al señor alguacil daré media docena de escudos, y en la cena gastaré uno, y quedaré por esclava perpetua del señor Solórzano.

BRÏGIDA. Y yo me haré rajas bailando en la fiesta.

ALGUACIL. Vuestra merced ha hecho como liberal y buen caba­llero, cuyo oficio ha de ser servir a las mujeres.

SOLÓRZANO. Vengan los diez escudos que di demasiados.

CRISTINA. Helos aquí, y más los seis para el señor alguacil.

(Entran dos Músicos, y QUIÑONES, el vizcaíno.)

MÚSICOS. Todo lo hemos oído, y acá estamos.

QUIÑONES. Ahora sí que puede decir a mi señora Cristina: ma­móla una y cien mil veces.

BRÏGIDA. ¿Han visto qué claro que habla el vizcaíno?

QUIÑONES. Nunca hablo yo turbio, si no es cuando quiero.

CRISTINA. ¡Que me maten si no me la han dado a tragar estos bellacos!

QUIÑONES. Señores músicos, el romance que les di y que saben, ¿para qué se hizo?

MÚSICOS

«La mujer más avisada,

O sabe poco, o no nada.

La mujer que más presume

De cortar como navaja

Los vocablos repulgados

Entre las godeñas pláticas;

La que sabe de memoria,

A Lo Fraso y a Diana,

Y al Caballero del Febo,

Con Olivante de Laura;

La que seis veces al mes

Al gran Don Quijote pasa,

Aunque más sepa de aquesto,

Osabe poco, o no nada.

La que se fia en su ingenio,

Lleno de fingidas trazas,

Fundadas en interés

Y en voluntades tiranas;

La que no sabe guardarse,

Cual dicen, del agua mansa,

Y se arroja a las corrientes

Que ligeramente pasan;

La que piensa que ella sola

Es el colmo de la nata

En esto del trato alegre,

O sabe poco, o no nada.»

CRISTINA. Ahora bien, yo quedo burlada, y, con todo esto con­vido a vuestras mercedes para esta noche.

QUIÑONES. Aceptamos el convite, y todo saldrá en la colada.

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