Escena VII
DON DIEGO , SIMÓN , DOÑA FRANCISCA , RITA .
SIMÓN.- Voy enterado, no es menester más.
DON DIEGO.- Mira, y haz que ensillen inmediatamente al Moro, mientras tú vas allá. Si han salido, vuelves, montas a caballo y en una buena carrera que des, los alcanzas... ¿Los dos aquí, eh? Conque, vete, no se pierda tiempo. (Después de hablar los dos, junto al cuarto de DON DIEGO , se va SIMÓN por la puerta del foro.)
SIMÓN.- Voy allá.
DON DIEGO.- Mucho se madruga, Doña Paquita.
DOÑA FRANCISCA.- Sí, señor.
DON DIEGO.- ¿Ha llamado ya Doña Irene?
DOÑA FRANCISCA.- No, señor... (A RITA .) Mejor es que vayas allá, por si ha despertado y se quiere vestir. ( RITA se va al cuarto de DOÑA IRENE .)
Escena VIII
DON DIEGO , DOÑA FRANCISCA .
DON DIEGO.- ¿Usted no habrá dormido bien esta noche?
DOÑA FRANCISCA.- No, señor. ¿Y usted?
DON DIEGO.- Tampoco.
DOÑA FRANCISCA.- Ha hecho demasiado calor.
DON DIEGO.- ¿Está usted desazonada?
DOÑA FRANCISCA.- Alguna cosa.
DON DIEGO.- ¿Qué siente usted? (Siéntase junto a DOÑA FRANCISCA .)
DOÑA FRANCISCA.- No es nada... Así un poco de... Nada... no tengo nada.
DON DIEGO.- Algo será, porque la veo a usted muy abatida, llorosa, inquieta... ¿Qué tiene usted, Paquita? ¿No sabe usted que la quiero tanto?
DOÑA FRANCISCA.- Sí, señor.
DON DIEGO.- Pues ¿por qué no hace usted más confianza de mí? ¿Piensa usted que no tendré yo mucho gusto en hallar ocasiones de complacerla?
DOÑA FRANCISCA.- Ya lo sé.
DON DIEGO.- ¿Pues cómo, sabiendo que tiene usted un amigo, no desahoga con él su corazón?
DOÑA FRANCISCA.- Porque eso mismo me obliga a callar.
DON DIEGO.- Eso quiere decir que tal vez soy yo la causa de su pesadumbre de usted.
DOÑA FRANCISCA.- No, señor; usted en nada me ha ofendido... No es de usted de quien yo me debo quejar.
DON DIEGO.- Pues ¿de quién, hija mía?... Venga usted acá... (Acércase más.) Hablemos siquiera una vez sin rodeos ni disimulación... Dígame usted: ¿no es cierto que usted mira con algo de repugnancia este casamiento que se la propone? ¿Cuánto va que si la dejasen a usted entera libertad para la elección no se casaría conmigo?
DOÑA FRANCISCA.- Ni con otro.
DON DIEGO.- ¿Será posible que usted no conozca otro más amable que yo, que la quiera bien, y que la corresponda como usted merece?
DOÑA FRANCISCA.- No, señor; no, señor.
DON DIEGO.- Mírelo usted bien.
DOÑA FRANCISCA.- ¿No le digo a usted que no?
DON DIEGO.- ¿Y he de creer, por dicha, que conserve usted tal inclinación al retiro en que se ha criado, que prefiera la austeridad del convento a una vida más...?
DOÑA FRANCISCA.- Tampoco; no señor... Nunca he pensado así.
DON DIEGO.- No tengo empeño de saber más... Pero de todo lo que acabo de oír resulta una gravísima contradicción. Usted no se halla inclinada al estado religioso, según parece. Usted me asegura que no tiene queja ninguna de mí, que está persuadida de lo mucho que la estimo, que no piensa casarse con otro, ni debo recelar que nadie dispute su mano... Pues ¿qué llanto es ése? ¿De dónde nace esa tristeza profunda, que en tan poco tiempo ha alterado su semblante de usted, en términos que apenas le reconozco? ¿Son éstas las señales de quererme exclusivamente a mí, de casarse gustosa conmigo dentro de pocos días? ¿Se anuncian así la alegría y el amor? (Vase iluminando lentamente la escena, suponiendo que viene la luz del día.)
DOÑA FRANCISCA.- Y ¿qué motivos le he dado a usted para tales desconfianzas?
DON DIEGO.- ¿Pues qué? Si yo prescindo de estas consideraciones, si apresuro las diligencias de nuestra unión, si su madre de usted sigue aprobándola y llega el caso de...
DOÑA FRANCISCA.- Haré lo que mi madre me manda, y me casaré con usted.
DON DIEGO.- ¿Y después, Paquita?
DOÑA FRANCISCA.- Después... y mientras me dure la vida, seré mujer de bien.
DON DIEGO.- Eso no lo puedo yo dudar... Pero si usted me considera como el que ha de ser hasta la muerte su compañero y su amigo, dígame usted: estos títulos ¿no me dan algún derecho para merecer de usted mayor confianza? ¿No he de lograr que usted me diga la causa de su dolor? Y no para satisfacer una impertinente curiosidad, sino para emplearme todo en su consuelo, en mejorar su suerte, en hacerla dichosa, si mi conato y mis diligencias pudiesen tanto.
DOÑA FRANCISCA.- ¡Dichas para mí!... Ya se acabaron.
DON DIEGO.- ¿Por qué?
DOÑA FRANCISCA.- Nunca diré por qué.
DON DIEGO.- Pero ¡qué obstinado, qué imprudente silencio!... Cuando usted misma debe presumir que no estoy ignorante de lo que hay.
DOÑA FRANCISCA.- Si usted lo ignora, señor Don Diego, por Dios no finja que lo sabe; y si en efecto lo sabe usted, no me lo pregunte.
DON DIEGO.- Bien está. Una vez que no hay nada que decir, que esa aflicción y esas lágrimas son voluntarias, hoy llegaremos a Madrid, y dentro de ocho días será usted mi mujer.
DOÑA FRANCISCA.- Y daré gusto a mi madre.
DON DIEGO.- Y vivirá usted infeliz.
DOÑA FRANCISCA.- Ya lo sé.
DON DIEGO.- Ve aquí los frutos de la educación. Esto es lo que se llama criar bien a una niña: enseñarla a que desmienta y oculte las pasiones más inocentes con una pérfida disimulación. Las juzgan honestas luego que las ven instruidas en el arte de callar y mentir. Se obstinan en que el temperamento, la edad ni el genio no han de tener influencia alguna en sus inclinaciones, o en que su voluntad ha de torcerse al capricho de quien las gobierna. Todo se las permite, menos la sinceridad. Con tal que no digan lo que sienten, con tal que finjan aborrecer lo que más desean, con tal que se presten a pronunciar, cuando se lo mandan, un sí perjuro, sacrílego, origen de tantos escándalos, ya están bien criadas, y se llama excelente educación la que inspira en ellas el temor, la astucia y el silencio de un esclavo.
DOÑA FRANCISCA.- Es verdad... Todo eso es cierto... Eso exigen de nosotras, eso aprendemos en la escuela que se nos da... Pero el motivo de mi aflicción es mucho mas grande.
DON DIEGO.- Sea cual fuere, hija mía, es menester que usted se anime... Si la ve a usted su madre de esa manera, ¿qué ha de decir?... Mire usted que ya parece que se ha levantado.
DOÑA FRANCISCA.- ¡Dios mío!
DON DIEGO.- Sí, Paquita; conviene mucho que usted vuelva un poco sobre sí... No abandonarse tanto... Confianza en Dios... Vamos, que no siempre nuestras desgracias son tan grandes como la imaginación las pinta... ¡Mire usted qué desorden éste! ¡Qué agitación! ¡Qué lágrimas! Vaya, ¿me da usted palabra de presentarse así..., con cierta serenidad y...? ¿Eh?
DOÑA FRANCISCA.- Y usted, señor... Bien sabe usted el genio de mi madre. Si usted no me defiende, ¿a quién he de volver los ojos? ¿Quién tendrá compasión de esta desdichada?
DON DIEGO.- Su buen amigo de usted... Yo... ¿Cómo es posible que yo la abandonase... ¡criatura!..., en la situación dolorosa en que la veo? (Asiéndola de las manos.)
DOÑA FRANCISCA.- ¿De veras?
DON DIEGO.- Mal conoce usted mi corazón.
DOÑA FRANCISCA.- Bien le conozco. (Quiere arrodillarse; DON DIEGO se lo estorba, y ambos se levantan.)
DON DIEGO.- ¿Qué hace usted, niña?
DOÑA FRANCISCA.- Yo no sé... ¡Qué poco merece toda esa bondad una mujer tan ingrata para con usted!... No, ingrata no; infeliz... ¡Ay, qué infeliz soy, señor Don Diego!
DON DIEGO.- Yo bien sé que usted agradece como puede el amor que la tengo... Lo demás todo ha sido... ¿qué sé yo?..., una equivocación mía, y no otra cosa... Pero usted, ¡inocente! usted no ha tenido la culpa.
DOÑA FRANCISCA.- Vamos... ¿No viene usted?
DON DIEGO.- Ahora no, Paquita. Dentro de un rato iré por allá.
DOÑA FRANCISCA.- Vaya usted presto. (Encaminándose al cuarto de DOÑA IRENE , vuelve y se despide de DON DIEGO besándole las manos.)
DON DIEGO.- Sí, presto iré.
Escena IX
SIMÓN , DON DIEGO .
SIMÓN.- Ahí están, señor.
DON DIEGO.- ¿Qué dices?
SIMÓN.- Cuando yo salía de la puerta, los vi a lo lejos, que iban ya de camino. Empecé a dar voces y hacer señas con el pañuelo; se detuvieron, y apenas llegué y le dije al señorito lo que usted mandaba, volvió las riendas, y está abajo. Le encargué que no subiera hasta que le avisara yo, por si acaso había gente aquí, y usted no quería que le viesen.
DON DIEGO.- ¿Y qué dijo cuando le diste el recado?
SIMÓN.- Ni una sola palabra... Muerto viene... Ya digo, ni una sola palabra... A mí me ha dado compasión el verle así tan...
DON DIEGO.- No me empieces ya a interceder por él.
SIMÓN.- ¿Yo, señor?
DON DIEGO.- Sí, que no te entiendo yo... ¡Compasión!... Es un pícaro.
SIMÓN.- Como yo no sé lo que ha hecho...
DON DIEGO.- Es un bribón, que me ha de quitar la vida... Ya te he dicho que no quiero intercesores.
SIMÓN.- Bien está, señor. (Vase por la puerta del foro. DON DIEGO se sienta, manifestando inquietud y enojo.)
DON DIEGO.- Dile que suba.
Escena X
DON CARLOS , DON DIEGO .
DON DIEGO.- Venga usted acá, señorito; venga usted... ¿En dónde has estado desde que no nos vemos?
DON CARLOS.- En el mesón de afuera.
DON DIEGO.- ¿Y no has salido de allí en toda la noche, eh?
DON CARLOS.- Sí, señor; entré en la ciudad y...
DON DIEGO.- ¿A qué?... Siéntese usted.
DON CARLOS.- Tenía precisión de hablar con un sujeto... (Siéntase.)
DON DIEGO.- ¡Precisión!
DON CARLOS.- Sí, señor... Le debo muchas atenciones, y no era posible volverme a Zaragoza sin estar primero con él.
DON DIEGO.- Ya. En habiendo tantas obligaciones de por medio... Pero venirle a ver a las tres de la mañana, me parece mucho desacuerdo... ¿Por qué no le escribiste un papel?... Mira, aquí he de tener... Con este papel que le hubieras enviado en mejor ocasión, no había necesidad de hacerle trasnochar, ni molestar a nadie. (Dándole el papel que tiraron a la ventana. DON CARLOS , luego que le reconoce, se le vuelve y se levanta en ademán de irse.)
DON CARLOS.- Pues si todo lo sabe usted, ¿para qué me llama? ¿Por qué no me permite seguir mi camino, y se evitaría una contestación de la cual ni usted ni yo quedaremos contentos?
DON DIEGO.- Quiere saber su tío de usted lo que hay en esto, y quiere que usted se lo diga.
DON CARLOS.- ¿Para qué saber más?
DON DIEGO.- Porque yo lo quiero y lo mando. ¡Oiga!
DON CARLOS.- Bien está.
DON DIEGO.- Siéntate ahí... (Siéntase DON CARLOS .) ¿En dónde has conocido a esta niña?... ¿Qué amor es éste? ¿Qué circunstancias han ocurrido?... ¿Qué obligaciones hay entre los dos? ¿Dónde, cuándo la viste?
DON CARLOS.- Volviéndome a Zaragoza el año pasado, llegué a Guadalajara sin ánimo de detenerme; pero el intendente, en cuya casa de campo nos apeamos, se empeñó en que había de quedarme allí todo aquel día, por ser cumpleaños de su parienta, prometiéndome que al siguiente me dejaría proseguir mi viaje. Entre las gentes convidadas hallé a Doña Paquita, a quien la señora había sacado aquel día del convento para que se esparciese un poco... Yo no sé que vi en ella, qué excitó en mi una inquietud, un deseo constante, irresistible, de mirarla, de oírla, de hallarme a su lado, de hablar con ella, de hacerme agradable a sus ojos... El intendente dijo entre otras cosas..., burlándose..., que yo era muy enamorado, y le ocurrió fingir que me llamaba Don Félix de Toledo, nombre que dio Calderón a algunos amantes de sus comedias. Yo sostuve esa ficción, porque desde luego concebí la idea de permanecer algún tiempo en aquella ciudad, evitando que llegase a noticia de usted... Observé que Doña Paquita me trató con un agrado particular, y cuando por la noche nos separamos, yo me quedé lleno de vanidad y de esperanzas, viéndome preferido a todos los concurrentes de aquel día, que fueron muchos. En fin... Pero no quisiera ofender a usted refiriéndole...
DON DIEGO.- Prosigue...
DON CARLOS.- Supe que era hija de una señora de Madrid, viuda y pobre, pero de gente muy honrada... Fue necesario fiar de mi amigo los proyectos de amor que me obligaban a quedarme en su compañía; y él, sin aplaudirlos ni desaprobarlos, halló disculpas, las más ingeniosas, para que ninguno de su familia extrañara mi detención. Como su casa de campo está inmediata a la ciudad, fácilmente iba y venía de noche... Logré que Doña Paquita leyese algunas cartas mías; y con las pocas respuestas que de ella tuve, acabé de precipitarme en una pasión que mientras viva me hará infeliz.
DON DIEGO.- Vaya... Vamos, sigue adelante.
DON CARLOS.- Mi asistente (que, como usted sabe, es hombre de travesura y conoce el mundo), con mil artificios que a cada paso le ocurrían, facilitó los muchos estorbos que al principio hallábamos... La seña era dar tres palmadas, a las cuales respondían con otras tres desde una ventanilla que daba al corral de las monjas. Hablábamos todas las noches, muy a deshora, con el recato y las precauciones que ya se dejan entender... Siempre fui para ella Don Félix de Toledo, oficial de un regimiento, estimado de mis jefes y hombre de honor... Nunca la dije más, ni la hablé de mis parientes, ni de mis esperanzas, ni la di a entender que casándose conmigo podía aspirar a mejor fortuna; porque ni me convenía nombrarle a usted, ni quise exponerla a que las miras de interés, y no el amor, la inclinasen a favorecerme. De cada vez la hallé más fina, más hermosa, más digna de ser adorada... Cerca de tres meses me detuve allí; pero al fin era necesario separarnos, y una noche funesta me despedí, la dejé rendida a un desmayo mortal, y me fui, ciego de amor, adonde mi obligación me llamaba... Sus cartas consolaron por algún tiempo mi ausencia triste, y en una que recibí pocos días ha, me dijo cómo su madre trataba de casarla, que primero perdería la vida que dar su mano a otro que a mí; me acordaba mis juramentos, me exhortaba a cumplirlos... Monté a caballo, corrí precipitado el camino, llegué a Guadalajara, no la encontré, vine aquí... Lo demás bien lo sabe usted, no hay para qué decírselo.
DON DIEGO.- ¿Y qué proyectos eran los tuyos en esta venida?
DON CARLOS.- Consolarla, jurarla de nuevo un eterno amor, pasar a Madrid, verle a usted, echarme a sus pies, referirle todo lo ocurrido, y pedirle, no riquezas, ni herencias, ni protecciones, ni... eso no... Sólo su consentimiento, y su bendición para verificar un enlace tan suspirado, en que ella y yo fundábamos toda nuestra felicidad.
DON DIEGO.- Pues ya ves, Carlos, que es tiempo de pensar muy de otra manera.
DON CARLOS.- Sí, señor.
DON DIEGO.- Si tú la quieres, yo la quiero también. Su madre y toda su familia aplauden este casamiento. Ella..., y sean las que fueren las promesas que a ti te hizo..., ella misma, no ha media hora, me ha dicho que está pronta a obedecer a su madre y darme la mano, así que...
DON CARLOS.- Pero no el corazón. (Levántase.)
DON DIEGO.- ¿Qué dices?
DON CARLOS.- No, eso no... Sería ofenderla... Usted celebrará sus bodas cuando guste; ella se portará siempre como conviene a su honestidad y a su virtud; pero yo he sido el primero, el único objeto de su cariño, lo soy y lo seré... Usted se llamará su marido; pero si alguna o muchas veces la sorprende, y ve sus ojos hermosos inundados en lágrimas, por mí las vierte... No la pregunte usted jamás el motivo de sus melancolías... Yo, yo seré la causa... Los suspiros, que en vano procurará reprimir, serán finezas dirigidas a un amigo ausente.
DON DIEGO.- ¿Qué temeridad es ésta? (Se levanta con mucho enojo, encaminándose hacia DON CARLOS , que se va retirando.)
DON CARLOS.- Ya se lo dije a usted... Era imposible que yo hablase una palabra sin ofenderle... Pero acabemos esta odiosa conversación... Viva usted feliz, y no me aborrezca, que yo en nada le he querido disgustar... La prueba mayor que yo puedo darle es mi obediencia y mi respeto, es la de salir de aquí inmediatamente... Pero no se me niegue a lo menos el consuelo de saber que usted me perdona.
DON DIEGO.- ¿Con que, en efecto, te vas?
DON CARLOS.- Al instante, señor... Y esta ausencia será bien larga.
DON DIEGO.- ¿Por qué?
DON CARLOS.- Porque no me conviene verla en mi vida... Si las voces que corren de una próxima guerra se llegaran a verificar... entonces...
DON DIEGO.- ¿Qué quieres decir? (Asiendo de un brazo a DON CARLOS le hace venir más adelante.)
D CARLOS.- Nada... Que apetezco la guerra porque soy soldado.
DON DIEGO.- ¡Carlos!... ¡Qué horror!... ¿Y tienes corazón para decírmelo?
DON CARLOS.- Alguien viene... (Mirando con inquietud hacia el cuarto de DOÑA IRENE , se desprende de DON DIEGO y hace que se va por la puerta del foro. DON DIEGO va detrás de él y quiere detenerle.) Tal vez será ella... Quede usted con Dios.
DON DIEGO.- ¿Adónde vas?... No, señor; no has de irte.
DON CARLOS.- Es preciso... Yo no he de verla... Una sola mirada nuestra pudiera causarle a usted inquietudes crueles.
DON DIEGO.- Ya he dicho que no ha de ser... Entra en ese cuarto.
DON CARLOS.- Pero si...
DON DIEGO.- Haz lo que te mando. (Éntrase DON CARLOS en el cuarto de DON DIEGO .) |