Informe sobre la Ley Agraria - Gaspar Melchor de Jovellanos

:: Informe sobre la Ley Agraria ::
Informe de la sociedad económica de Madrid al Real y Supremo Consejo de Castilla en el expediente de ley agraria, extendido por su individuo de número el señor don Gaspar Melchor de Jovellanos, a nombre de la junta encargada de su formacion.Preliminares | Primera Clase | Segunda Clase
Tercera Clase | Conclusiones

:: Tercera Clase: Estorbos físicos ó derivados de la naturaleza ::

Aunque el oficio de labrador es luchar a todas horas con la naturaleza, que de suyo nada produce sino maleza y que solo da frutos sazonados a fuerza de trabajo y cultivo, hay sin embargo en ella obstáculos tan poderosos que son insuperables a la fuerza de un individuo, y de los cuales solo pueden triunfar las fuerzas reunidas de muchos. La necesidad de vencer esta especie de estorbos, que acaso fue la primera a despertar en los hombres la idea de un interés común y a reunirlos en pueblos para promoverlo, forma todavía uno de los primeros objetos y señala una de las primeras obligaciones de toda sociedad política.

Sin duda que a ella debe la naturaleza grandes mejoras. a doquiera que se vuelva la vista se ve hermoseada y perfeccionada por la mano del hombre. Por todas partes descuajados los bosques, ahuyentadas las fieras, secos los lagos, acanalados los ríos, refrenados los mares, cultivada toda la superficie de la tierra y llena de alquerías y aldeas y de bellas y magníficas poblaciones, se ofrecen en admirable espectáculo los monumentos de la industria humana y los esfuerzos del interés común para proteger y facilitar el interés individual.

Sin embargo, ya hemos advertido que no se hallará nación alguna, aun entre las más cultas y opulentas, que haya dado a este objeto toda la atención que se merece. Aunque es cierto que todas lo han promovido más ó menos, en todas queda mucho que hacer para remover los estorbos físicos que retardan su prosperidad, y acaso no hay una señal menos equívoca de los progresos de su civilización que el grado a que sube esta necesidad en cada una. Si la Holanda, cuyas mejores poblaciones están colocadas sobre terrenos robados al Océano y cuyo suelo cruzado de innumerables canales, de estéril é ingrato que era se ha convertido en un jardín continuado y lleno de amenidad y abundancia, ofrece un grande ejemplo de lo que pueden sobre la naturaleza el arte y el ingenio, otras naciones, favorecidas con un clima más benigno y un suelo más pingüe, presentan en sus vastos territorios, ó inundados ó llenos de bosques y maleza, ó reducidos a páramos incultos y abandonados a la esterilidad, otro no menos grande de su indolencia y descuido.

Sin traer, pues, a tan odiosa comparación las naciones de la tierra, pasará la Sociedad a indicar los estorbos físicos que retardan en la nuestra la prosperidad del cultivo, y a presentar a la atención de Vuestra Alteza un objeto tan importante y tan sabiamente recomendado por nuestras leyes.

A dos clases se pueden reducir estos estorbos: unos que se oponen directamente a la extensión del cultivo; otros que, oponiéndose a la libre circulación y consumo de sus productos, causan indirectamente el mismo efecto. En los primeros se detendrá muy poco la Sociedad, no porque falten lagunas que desaguar, ríos que contener, bosques que descepar y terrenos llenos de maleza que descuajar y poner en cultivo, sino porque esta especie de estorbos están a la vista de todo el mundo, y los clamores de las provincias los elevan frecuentemente a la suprema atención de Vuestra Alteza. Sin embargo, dirá alguna cosa acerca de los riegos, que pertenecen a esta clase y son dignos de mayor atención.

- I-

Falta del riego

Dos grandes razones los recomiendan muy particularmente a la autoridad pública: su necesidad y su dificultad. Su necesidad proviene de que el clima de España en general es ardiente y seco, y es grande por consiguiente el número de tierras que por falta de riego ó no producen cosa alguna ó solo algún escaso pasto. Si se exceptúan las provincias septentrionales, situadas en las haldas del Pirineo, y los territorios que están sobre los brazos derivados de él y tendidos por lo interior de España, apenas hay alguno en que el riego no pueda triplicar las producciones de su suelo, y como en este punto se repute necesario todo lo que es en gran manera provechoso, no hay duda sino que el riego debe ser mirado por nosotros como un objeto de necesidad casi general.

Pero la dificultad de conseguirlo lo recomienda mucho más al celo de Vuestra Alteza. Donde los ríos corren someros, donde basta hacer una sangría en la superficie de la tierra para desviar sus aguas é introducirlas en las heredades, como sucede, por ejemplo, en las adyacentes a las orillas del Esla y el Órbigo y en muchos de nuestros valles y vegas, no hay que pedir al gobierno este beneficio. Entonces, siendo accesible a las fuerzas de los particulares, debe quedar a su cargo, y sin duda que los propietarios y colonos lo buscarán por su mismo interés siempre que lo protejan las leyes, siendo máxima constante en esta materia que la obligación del gobierno empieza donde acaba el poder de sus miembros.

Pero fuera de estos felices territorios, el riego no se podrá lograr sino al favor de grandes y muy costosas obras. La situación de España es naturalmente desigual y muy desnivelada. Sus ríos van por lo común muy profundos y llevan una corriente rapidísima. Es necesario fortificar sus orillas, abrir hondos canales, prolongar su nivel a fuerza de esclusas ó sostenerlo levantando los valles, abatiendo los montes ú horadándolos para conducir las aguas a las tierras sedientas. La Andalucía, la Extremadura y gran parte de la Mancha, sin contar con la corona de Aragón, están en este caso, y ya se ve que tales obras, siendo superiores a las fuerzas de los particulares, indican la obligación y reclaman poderosamente el celo del gobierno.

Debe notarse también que esta obligación es más ó menos extendida según el estado accidental de las naciones. En aquellas que se han enriquecido extraordinariamente, donde el comercio acumula cada día inmensos capitales en manos de algunos individuos, se ve a éstos acometer grandes y muy dispendiosas empresas, ya para mejorar sus posesiones ó ya para asegurar un rédito correspondiente al beneficio que dan a las ajenas. Entonces se emprenden como una especulación de comercio, y el gobierno nada tiene que hacer sino animarlas y protegerlas. Pero donde no hay tanta riqueza, donde es mayor la extensión y más los objetos del comercio que los fondos destinados a él, donde a cada capital se presenta un millón de especulaciones más útiles y menos arriesgadas que tales empresas, como sucede entre nosotros, es claro que ningún particular las acometerá y que la nación carecerá de este beneficio si no las emprendiere el gobierno.

Mas si su celo es necesario para emprenderlas, también lo será su sabiduría para asegurar su utilidad; siendo imposible hacerlas todas a la vez, es preciso emprenderlas ordenada y sucesivamente, y como tampoco sea posible que todas sean igualmente necesarias ni igualmente provechosas, es claro que en nada puede brillar tanto la sabia economía de un gobierno como en el establecimiento del orden que debe preferir unas y posponer otras.

La justicia reclama el primer lugar para las necesarias hasta que, habiéndolas llenado, entren a ser atendidas y graduadas las que solo están recomendadas por el provecho. Basta reflexionar que el objeto de las primeras es remover los estorbos que se oponen a la subsistencia y multiplicación de los miembros del Estado situados en un territorio menos favorecido de la naturaleza, y el de las segundas los que se oponen al aumento de la riqueza de los que están en situación más ventajosa, para inferir que la equidad social llama la atención pública antes a las primeras que a las segundas. Y esta advertencia es tanto más precisa cuanto más expuesta se halla su observancia al influjo de la importunidad de los que piden y de la predilección de los que acuerdan tales obras. Por lo mismo le servirá de guía a la Sociedad en cuanto dijere acerca de la segunda clase de estorbos físicos, de que va a hablar ahora.

Cuando se hayan removido los que impiden directamente la extensión del cultivo de un país, su atención debe volverse a los que impiden indirectamente su prosperidad, los cuales de parte de la naturaleza no pueden ser otros que los que se oponen a la libre y fácil comunicación de sus productos, porque si el consumo, como ya hemos sentado, es la medida más cierta del cultivo, ningún medio será tan conducente para aumentar el cultivo como aumentar las proporciones y facilidades del consumo.

-II-

Falta de comunicaciones

La importancia de las comunicaciones interiores y exteriores de un país es tan notoria y tan generalmente reconocida que parece inútil detenerse a recomendarla; pero no lo será demostrar que aunque sean necesarias para la prosperidad de todos los ramos de industria pública, lo son en mayor grado para la del cultivo. Primero, porque los productos de la tierra, generalmente hablando, son de más peso y volumen que los de la industria, y por consiguiente de más difícil y costosa conducción. Esta diferencia se hallará con solo comparar el valor de unos y de otros en igualdad de peso, y resultará que una arroba de los frutos más preciosos de la tierra tiene menos valor que otra de las manufacturas más groseras. La razón es porque los primeros no representan por lo común más capital que el de la tierra ni más trabajo que el del cultivo que los produce, y las segundas envuelven la misma representación y además la de todo el trabajo empleado en manufacturarlas.

Segundo, porque los productos del cultivo, generalmente hablando, son de menos duración y más difícil conservación que los de la industria. Muchos de ellos están expuestos a corrupción si no se consumen en un breve tiempo, como las hortalizas, las legumbres verdes, las frutas, etc., y los que no, están expuestos a mayores riesgos y averías así en su conservación como en su transporte. Tercero, porque la industria es movible, y la agricultura estable e inmóvil; aquélla puede trasterminar pasando de un lugar a otro, y ésta no. La primera, por decirlo así, establece y fija los mercados que debe buscar la segunda. Así se ve que la industria, atenta siempre a los movimientos de los consumidores, los sigue como la sombra al cuerpo, se coloca junto a ellos y se acomoda a sus caprichos, mientras tanto que la agricultura, atada a la tierra y sin poderlos seguir a parte alguna, desmaya en su lejanía ó perece enteramente con su ausencia. Con esto queda suficientemente demostrada la necesidad de mejorar los caminos interiores de nuestras provincias, los exteriores que comunican de unas a otras y los generales que cruzan desde el centro a los extremos y fronteras del reino y a los puertos de mar por donde se pueden extraer nuestros frutos, necesidad que ha sido siempre más confesada que atendida entre nosotros.

Por tierra

Ni cuando se trata de remover por este medio los estorbos de la circulación debe entenderse que bastará abrir a nuestros frutos alguna comunicación cualquiera, sino que es necesario facilitar el transporte cuanto sea posible. No basta muchas veces franquear un camino de herradura a la circulación de una provincia ó un distrito, porque siendo la conducción a lomo la más dispendiosa de todas sucederá que, a poco que esté distante el mercado ó punto de consumo, el precio de los portes encarezca tanto sus frutos que los haga invendibles, y en tal caso está indicada la necesidad de una carretera para abaratarlos.

Los hechos confirmarán esta observación. El mayor consumo, por ejemplo, del vino de Castilla de los fértiles territorios de Rueda, la Nava y la Seca se hace en el principado de Asturias, y no habiendo camino carreteril entre estos puntos el precio ordinario de su conducción a lomo es de ochenta reales en carga, lo que hace subir estos vinos, tan baratos en el punto de su cultivo, desde treinta y seis a treinta y ocho reales la arroba en el de su consumo, a los cuales agregado el millón que se carga sobre su último valor, resulta un precio total de cuarenta y cuatro a cuarenta y seis reales arroba, que es el corriente en Asturias. De aquí es que, a pesar de la preferencia que en aquel país húmedo y fresco se da a los vinos secos de Castilla, todavía se despachan mejor los de Cataluña que alguna vez arriban a sus puertos, y no seria mucho que con el tiempo desterrasen del todo los vinos castellanos y arruinasen su cultivo.

Mas: el trigo comprado en el mercado de León tiene en la capital y puertos de Asturias de veinte a veinticuatro reales de sobreprecio en fanega, porque el precio ordinario de los portes entre estos puntos es de cinco a seis reales arroba, siendo así que solo distan veinte leguas. Prescindiendo, pues, del bien que haría a la provincia consumidora un buen camino carreteril, es claro que sin él no puede prosperar la cultivadora, cuyos frutos sobrantes solo pueden consumirse en la primera y ser extraídos por sus puertos.

De aquí se infiere también que cuando algún distrito se hallare tan retirado de los puntos de consumo que el precio de conducción en ruedas haga todavía invendibles sus frutos, la razón y la equidad exigen que se les proporcione una comunicación por agua, ya franqueando la navegación de alguno de sus ríos, ya abriéndola por medio de un canal si posible fuere, puesto que el Estado debe a todos sus miembros los medios necesarios a su subsistencia, doquiera que estuvieren situados.

El estado presente de nuestra población recomienda tanto más esta máxima cuanto los grandes puntos de consumo están más dispersos y ni se dan la mano entre sí ni con las provincias cultivadoras. La Corte, colocada en el centro; Sevilla, Cádiz, Málaga, Valencia, Barcelona y en general las ciudades más populosas, retiradas a los extremos extienden los radios de la circulación a una circunferencia inmensa, y llamando continuamente los frutos hacia ella hacen las conducciones lentas, difíciles y por consiguiente muy dispendiosas. No bastan por lo mismo para la prosperidad de nuestro cultivo los medios ordinarios de conducción, y es preciso aspirar a aquellos que, por su facilidad y gran baratura, enlazan todos los territorios y distritos y los acercan, por decirlo así, a los puntos de consumo más distantes; y entonces este auxilio, que pondrá en actividad el cultivo de los últimos rincones del reino, que dará a cada uno los medios de promover su felicidad y que difundirá la abundancia por todas partes, servirá al mismo tiempo para repartir más igualmente la población y la riqueza, hoy tan monstruosamente acumuladas en el centro y los extremos.

Pero siendo imposible hacer todas estas obras a la vez, parece que nada importa mas, como ya hemos advertido, que establecer el orden con que deben ser emprendidas, el cual, a poco que se reflexione, se hallará indicado por la naturaleza misma de las cosas. La Sociedad hará todavía en este punto algunas observaciones.

Primera: que nunca se debe perder de vista que las obras necesarias son preferibles a las puramente útiles, pues además que la necesidad envuelve siempre la utilidad, y una utilidad más cierta, es claro, como se ha dicho ya, que son más acreedores a los auxilios del gobierno los que los piden para subsistir que los que los desean para prosperar.

Segunda: que la primera atención se debe sin duda a los caminos, pues aunque no puede negarse que los canales de navegación ofrecen mayores ventajas en los transportes, es necesario presuponer facilitada por medio de los caminos la circulación general de los distritos para que los canales que han de atravesarlos produzcan el beneficio a que se dirigen. Y como, por otra parte, el coste de los canales sea mucho mayor que el de los caminos, pide también la buena economía que los fondos destinados a estas empresas, nunca suficientes para todas, prefieran aquellas en que con menos dispendio se proporcione un beneficio más extendido y general.

Sin embargo, esta regla admite una excepción en favor de los canales que sirven a la navegación y al riego, si éste se hallase recomendado por la necesidad de alguna provincia ó territorio que no puede subsistir sin él, puesto que entonces merecerá la preferencia por este solo título.

Esta máxima se perdió de vista en tiempo del señor Don Carlos I y de su augusto hijo: cuando España carecía de caminos y mientras por falta de ellos estaba en decadencia y ruina el cultivo de muchas provincias, se comenzó a promover con gran calor la navegación de los ríos y canales. A esta época pertenecen las empresas de la acequia imperial, de las navegaciones del Guadalquivir y el Tajo, de los canales del Jarama y Manzanares y otras semejantes, cuyos desperdicios, mejor empleados, hubieran dado un grande impulso a la prosperidad general.

Tercera: parece asimismo que, tratando de caminos, se debe más atención a los interiores de cada provincia que no a sus comunicaciones exteriores, porque dirigiéndose éstas a facilitar la exportación de los sobrantes del consumo interior de cada una, primero es establecer aquéllas sin las cuales no puede haber tales sobrantes, que no las que los suponen.

También nosotros olvidamos esta máxima cuando en el anterior reinado, y a consecuencia del Real Decreto de 10 de junio de 1761, emprendimos con mucho celo el mejoramiento de los caminos. El orden señalado entonces fue construir primero los que van desde la Corte a los extremos, después los que van de provincia a provincia y al fin los interiores de cada una, pero no se consideró que la necesidad y una utilidad más recomendable y segura indicaban otro orden enteramente inverso, que era primero restablecer el cultivo interior de cada provincia, y por consiguiente de todo el reino, que pensar en los medios de su mayor prosperidad, y que serian inútiles estas grandes comunicaciones mientras tanto que los infelices colonos no podían penetrar de pueblo a pueblo ni de mercado a mercado sino a costa de apurar su paciencia y las fuerzas de sus ganados, ó al riesgo de perder en un atolladero el fruto de su sudor y la esperanza de su subsistencia.

Cuarta: la justicia de este orden pide también que no se emprendan muchos caminos a la vez si acaso no hubiese fondos suficientes para concluirlos, y que siendo constante que un camino emprendido para establecer la comunicación entre dos puntos no puede ser de utilidad alguna hasta que los haya unido, es claro que vale más concluir un camino que empezar muchos, y que darán más utilidad, por ejemplo, veinte leguas de una comunicación acabada que no ciento de muchas por acabar.

Tampoco fue observada esta máxima cuando, en ejecución del decreto ya citado de 1761, se emprendieron a la vez los grandes caminos de Andalucía, Valencia, Cataluña y Galicia, tirados desde la Corte, a que se agregaron después los de Castilla la Vieja, Asturias, Murcia y Extremadura. Lo que sucedió fue que, siendo insuficiente el fondo señalado para tan grandes empresas, hubiesen corrido ya más de treinta años sin que ninguno de aquellos caminos haya llegado a la mitad.

En esta parte hasta los buenos ejemplos suelen ser perniciosos. Los romanos emprendieron todos los caminos de su vasto imperio, y lo que es todavía más admirable, los acabaron, llevándolos desde la plaza de Antonino, en Roma, hasta lo interior de Inglaterra, de una parte, y hasta Jerusalén de la otra; pero tan anchos, tan firmes y magníficos que sus grandes restos nos llenan todavía de justa admiración. Las naciones modernas quisieron imitarlos, pero no teniendo los mismos medios ó no queriendo adoptarlos afligieron a los pueblos sin poderles comunicar tan grande beneficio.

Con todo, esta regla admite una justa excepción en favor de aquellos caminos que las provincias construyen a su costa, porque entonces no puede haber inconveniente en que los emprendan en cualquiera tiempo con tal que observen la regla anteriormente prescrita, esto es que no piensen en comunicaciones exteriores hasta que hayan mejorado sus caminos internos.

Quinta: siendo, pues, necesario fijar el orden de las empresas, y debiendo empezarse por las más necesarias, es de la mayor importancia graduar esta necesidad, la cual, aunque parezca indicada por la naturaleza misma de los estorbos que se oponen a la circulación, no puede dejar de someterse a otras consideraciones, y principalmente a la de la mayor ó menor extensión de su provecho. Es decir que entre dos caminos igualmente necesarios será digno de preferente atención aquel que ofrezca al Estado mayor utilidad y socorra a mayor número de individuos.

La Sociedad citará un ejemplo para dar mayor claridad y fuerza a su doctrina. a la mitad de este siglo el fértil territorio de Castilla se hallaba en extrema necesidad de comunicaciones; su antiguo comercio había pasado a Andalucía, y arruinada por consiguiente su industria se hallaban arruinadas y casi yermas las grandes ciudades, que consumían los productos del cultivo. ¿Dónde llevaría esta infeliz provincia el sobrante de sus frutos? ¿A Castilla la Nueva? Pero el puerto de Guadarrama estaba inaccesible a los carros. ¿Al mar Cantábrico, para embarcarlos a las provincias litorales de Mediodía y Levante? Pero las ramas del Pirineo, interpuestas desde Fuenterrabia a Finisterre, les cerraban también el paso. En esta situación, la residencia de la Corte en Madrid dio la preferencia al camino de Guadarrama, y con mucha justicia porque al mismo tiempo que socorría una necesidad más urgente ofrecía una utilidad más extendida, uniendo los dos mayores puntos de cultivo y consumo.

Sin embargo, el remedio no igualaba la necesidad. Castilla , en años abundantes, no solo puede abastecer a la Corte sino también exportar muchos granos a otras provincias ó al extranjero. Con esta mira se abrieron los caminos de Santander, Vizcaya y Guipúzcoa, que les dio paso al Océano, y el cultivo de Castilla recibió un grande impulso.

¿Y quién creerá que aun así no quedó socorrida del todo su necesidad? Las conducciones por tierra encarecen demasiado los frutos y todavía en igualdad de precios llegarán más baratos a Santander los granos extranjeros conducidos por agua que los de Castilla por tierra. Aunque la fanega de trigo se vendiese en Palencia a seis reales, como sucedió, por ejemplo, en 1757, su precio en Santander seria de veintidós reales, sin embargo de ser el punto más inmediato. ¿Y cuál seria allí el de los trigos de Campos, tanto más distantes? i.e. aquí lo que basta para justificar la empresa del canal de Castilla, cuando no lo estuviese por el objeto del riego, que tanto la recomienda.

Este canal en todo su proyecto se extiende al territorio de Campos y a gran parte del reino de León, y seguramente presenta la más importante y gloriosa empresa que puede acometer la nación. Supóngase esta comunicación tocando por una parte con la falda del Guadarrama, y por otra con Reinosa y León. Supóngase abierto un camino carretil al mar de Asturias, que es el más inmediato a este punto y a los fértiles países que abraza del Bierzo, La Bañeza, Campos, Zamora, Toro y Salamanca, y se verá cómo una más activa y general circulación anima el cultivo, aumenta la población y abre todas las fuentes de la riqueza en dos grandes territorios, que son los más fértiles y extendidos del reino, así como los más despoblados y menesterosos.

Por agua

¿Y qué seria si el Duero multiplicase y extendiese los ramos de esta comunicación por los vastos territorios que baña? ¿Qué si ayudado del Eresma venciese los montes en busca del Lozoya y del Guadarrama, y unido al Tajo por medio del Jarama y Manzanares llevase, como en otro tiempo, nuestros frutos hasta el mar de Lisboa? ¿Qué seria si el Guadarrama, unido al Tajo, después de dar otro puerto a la Mancha y Extremadura en el mar de Occidente, subiese por el Mediodía hasta los orígenes del Guadalquivir y fuese a encontrar en Córdoba las naves que podían, como otras veces, subir allí desde Sevilla? ¿Qué si el Ebro tocando por una parte en Los Alfaques y por otra en Laredo comunicase al Levante las producciones del Norte y uniese nuestro Océano Cantábrico con el Mediterráneo? ¿Qué, en fin, si los caminos, los canales y la navegación de los ríos interiores, franqueando todas las arterias de esta inmensa circulación, llenasen de abundancia y prosperidad tantas y tan fértiles provincias? La Sociedad, sin dejarse deslumbrar por las esperanzas de tan gloriosa perspectiva, pasará a examinar el último de los estorbos físicos cuya remoción puede realizarlas, esto es, de los puertos de mar.

-III-

Falta de puertos de comercio

Entre las ventajas de situación que gozan las naciones, sin duda que en el presente estado de la Europa ninguna es comparable con la cercanía del mar. Unidas por su medio a los más remotos continentes, al mismo tiempo que su industria es llamada a proveer una suma inmensa de necesidades, se extiende la esfera de sus esperanzas a la participación de todas las producciones de la tierra. Y si se atiende al prodigioso adelantamiento en que está el arte de la navegación en nuestros días, parece que solo la ignorancia ó la pereza pueden privar a los pueblos de tantos y tan preciosos bienes.

Es verdad que semejante ventaja suele andar compensada con grandes dificultades si, de una parte, la furia de aquel elemento amenaza a todas horas las poblaciones que se le acercan, por otra los altos precipicios y las playas inclementes que lo rodean, y que parecen destinados por la naturaleza para refrenarlo ó para señalar sus riesgos, dificultan su comunicación ó la hacen intratable. Pero, ¿quién no ve que en esta misma dificultad halla un nuevo estímulo el deseo del hombre, que llamado ora a proveer a su seguridad, ora a extender la esfera de su interés, se ve como forzado continuamente a triunfar de tan poderosos obstáculos? Ello es, Señor, que el engrandecimiento de las naciones, si no siempre, ha tenido muchas veces su origen en esta ventaja, y que ninguna que sepa aprovecharla dejará de hallar en ella un principio de opulencia y de prosperidad.

España ha sido, en este como en otros puntos, muy favorecida por la naturaleza. Fuera de las ventajas de su clima y suelo, tiene la de estar bañada por el mar en la mayor parte de su territorio. Situada entre los dos más grandes golfos del mundo, y colocada, por decirlo así, sobre la puerta por donde el Océano entra al Mediterráneo, parece llamada a la comunicación de todas las playas de la tierra. Y si a esto se agrega la posesión de sus vastas y fértiles colonias de Oriente y Occidente, que debió a la misma ventaja, no podremos desconocer que una particular providencia la destinó para fundar un grande y glorioso imperio.

¿Cómo es, pues, que en tan feliz situación hemos olvidado uno de los medios más necesarios para llegar a este fin? ¿Cómo hemos desatendido tanto la mejora de nuestros puertos, sin los cuales es del todo vana é inútil aquella gran ventaja? Apenas hay uno que no se halle tal cual salió de las manos de la naturaleza, y si bien es verdad que nos concedió algunos de singular excelencia y situación, ¿cuántos son los que claman por los auxilios y mejoras del arte? ¿Cuántas provincias marítimas, y al mismo tiempo industriosas, carecen, por falta de un buen puerto, del beneficio de la navegación y de todos los bienes dependientes de ella? ¿Y cómo no se hallará en esta falta uno de los estorbos que más poderosamente retardan la prosperidad de nuestra agricultura?

La Sociedad no necesita recordar que este objeto, tan recomendable con respecto a la industria, lo es mucho más con respecto al cultivo. Ha dicho ya que la industria sigue naturalmente a los consumidores y se sitúa a par de ellos, mientras el cultivo no puede buscar sus ventajas, sino esperarlas inmóvil.

Por otra parte, si todas las provincias pueden ser industriosas, no todas pueden ser cultivadoras; es preciso que en unas abunden los frutos que escasean en otras, es preciso que el sobrante de las primeras acuda a socorrer a las segundas, y solo de este modo el sobrante de todas podrá alimentar aquel comercio activo que es el primer objeto de la ambición de los gobiernos.

Es, pues, necesario, si aspiramos a él, mejorar nuestros puertos marítimos y multiplicarlos, y facilitando la exportación de nuestros preciosos frutos dar el último impulso a la agricultura nación. Cuando la circulación interior, produciendo la abundancia general, haya aumentado y abaratado las subsistencias y por consiguiente la población y la industria, y multiplicado los productos de la tierra y del trabajo y alimentado y avivado el comercio interior, entonces la misma superabundancia de frutos y manufacturas que forzosamente resultará nos llamará a hacer un gran comercio exterior y clamará por este auxilio, sin el cual no puede ser conseguido.

En este punto, que podría dar materia a muy extendidas reflexiones, se contentará la Sociedad con presentar a la sabia consideración de Vuestra Alteza dos que le parecen muy importantes. Primera, que es absolutamente necesario combinar estas comunicaciones exteriores con las interiores, y las obras de canales, ríos y caminos con las de puertos. Esta máxima no ha sido siempre muy observada entre nosotros. Es muy común ver un buen puerto sin comunicación alguna interior, y buenas comunicaciones sin puertos. El de Vigo, por ejemplo, que tal vez es el mejor de España, con la ventaja de estar contiguo a un reino extraño, no tiene camino alguno tratable a lo interior. Castilla la Vieja tiene camino al mar más ha de cuarenta años y ahora es cuando se trata de mejorar el puerto de Santander, y el principado de Asturias, que entre medianos y malos tiene más de treinta puertos, no tiene comunicación alguna de ruedas con el fértil reino de León. Así es como se malogran las ventajas de la circulación, por la inversión del orden con que debe ser animada.

Segunda, que después de facilitar las exportaciones por medio de la multiplicación y mejora de los puertos es indispensable animar la navegación nación removiendo todos los estorbos que la gravan y desalientan: las malas leyes fiscales, los derechos municipales, los gremios de mareantes, las matrículas, la policía y mala jurisprudencia mercantil y, en fin, todo cuanto retarda el aumento de nuestra marina mercante, cuanto dificulta sus expediciones, cuanto encarece los fletes y cuanto, haciendo ineficaces los demás estímulos y ventajas, aniquila y destruye el comercio exterior.

Tales son, Señor, los medios de animar directamente nuestro cultivo, ó por mejor decir, de remover los estorbos que la naturaleza opone a su prosperidad. Conocemos que su ejecución es muy difícil y menos dependiente del celo de Vuestra Alteza. Para vencer los estorbos políticos basta que Vuestra Alteza hable y derogue; los de opinión cederán naturalmente a la buena y útil enseñanza, como las tinieblas a la luz; más para luchar con la naturaleza y vencerla son necesarios grandes y poderosos esfuerzos, y por consiguiente grandes y poderosos recursos que no siempre están a la mano. Resta , pues, decir, alguna cosa acerca de ellos.

Medios de remover estos estorbos

Cuando se considera, de una parte, los inmensos fondos que exigen las empresas que hemos indicado, y de otra que una sola, un puerto por ejemplo, un canal, un camino, es muy superior a aquella porción de la renta pública que suele destinarse a ellas, parece muy disculpable el desaliento con que son miradas en todos los gobiernos. Y como estos fondos en último sentido deban salir de la fortuna de los individuos, parece también que es inevitable la alternativa ó de renunciar a la felicidad de muchas generaciones por no hacer infeliz a una sola, ó de oprimir a una generación para hacer felices a las demás.

Sin embargo, es preciso confesar que si las naciones hubiesen aplicado a un objeto tan esencial los recursos que han empleado en otros menos importantes, no habría alguna, por pobre y desdichada que fuese, que no lo hubiese llevado al cabo, puesto que su atraso no tanto proviene de la insuficiencia de la renta pública cuanto de la injusta preferencia que se da en su inversión a objetos menos enlazados con el bienestar de los pueblos, ó tal vez contrarios a su prosperidad.

Para demostrar esta proposición bastaría considerar que la guerra forma el primer objeto de los gastos públicos, y aunque ninguna inversión sea más justa que la que se consagra a la seguridad y defensa de los pueblos, la Historia acredita que para una guerra emprendida con este sublime fin hay ciento emprendidas ó para extender el territorio ó para aumentar el comercio, ó solo para contentar el orgullo de las naciones. ¿Cuál, pues, seria la que no estuviese llena de puertos, canales y caminos, y por consiguiente de abundancia y prosperidad, si adoptando un sistema pacífico hubiese invertido en ellos los fondos malbaratados en proyectos de vanidad y destrucción?

Y sin hablar de este frenesí, ¿qué nación no habría logrado las más estupendas mejoras solo con aplicar a ellas los fondos que desperdician en socorros y fomentos indirectos y parciales dispensados al comercio, a la industria y a la agricultura misma, y que por la mayor parte son inútiles, si no dañosos? ¿Por ventura puede haber un objeto cuya utilidad sea comparable ni en extensión, ni en duración, ni en influencia a la utilidad que producen semejantes obras? En esta parte se debe confesar que España, acaso más generosa que otra alguna cuando se trata de promover el bien público, ha sido no menos desgraciada en la elección de los medios.

Esta ilusión es tan general y tan manifiesta que se puede asegurar también sin el menor recelo que ninguna nación carecería de los puertos, caminos y canales necesarios al bienestar de sus pueblos solo con haber aplicado a estas obras necesarias y útiles los fondos malbaratados en obras de pura comodidad y ornamento. Vea aquí Vuestra Alteza otra manía que el gusto de las Bellas Artes ha difundido por Europa. No hay nación que no aspire a establecer su esplendor sobre la magnificencia de las que llaman obras públicas, que en consecuencia no haya llenado su Corte, sus capitales y aun sus pequeñas ciudades y villas de soberbios edificios, y que mientras escasea sus fondos a las obras recomendadas por la necesidad y el provecho no los derrame pródigamente para levantar monumentos de mera ostentación, y lo que es mas, para envanecerse con ellos.

La Sociedad, Señor, está muy lejos de censurar el gusto de las Bellas Artes, que conoce y aprecia, ó la protección del gobierno, de que las juzga muy merecedoras. Lo está mucho más de negar a la arquitectura el aprecio que se le debe, como a la más importante y necesaria de todas. Lo está, finalmente, de graduar por una misma pauta la exigencia de las obras públicas en una Corte ó capital y en un aldeorrio. Pero no puede perder de vista que el verdadero decoro de una nación, y lo que es mas, su poder y su representación política, que son las bases de su esplendor, se derivan principalmente del bienestar de sus miembros, y que no puede haber un contraste más vergonzoso que ver las grandes capitales llenas de magníficas puertas, plazas, teatros, paseos y otros monumentos de ostentación mientras por falta de puertos, canales y caminos está despoblado y sin cultivo su territorio, yermos y llenos de inmundicia sus pequeños lugares, y pobres y desnudos sus moradores.

Concluyamos de aquí que los auxilios de que hablamos deben formar el primer objeto de la renta pública, y que ningún sistema podrá satisfacer más bien no solo las necesidades sino también los caprichos de los pueblos que el que los reconozca y prefiera por tales, pues mientras los fondos destinados a otros objetos de inversión son por la mayor parte perdidos para el provecho común, los invertidos en mejoras son otros tantos capitales puestos a logro, que aumentando cada día y a un mismo tiempo, y en un progreso rapidísimo, las fortunas individuales y la renta pública, facilitan más y más los medios de proveer a las necesidades Reales, a la comodidad y al ornamento y aun a la vanidad de los pueblos.

1. º Mejoras que tocan al reino

Cree por lo mismo la Sociedad que así como en la distribución de la renta pública se calcula y destina una dotación proporcionada para la manutención de la Casa Real , del ejército, la armada, los tribunales y las oficinas, conviene establecer también un fondo de mejoras únicamente destinado a las empresas de que hablamos; y pues el movimiento de la nación hacia su prosperidad será tanto más rápido cuanto mayor sea este fondo, cree también que ninguna economía será más santa ni más laudable que la que sepa formarlo y enriquecerlo con los ahorros hechos sobre los demás objetos de gasto público. Por último, cree que donde no alcanzase esta economía convendrá formar el fondo de mejoras por una contribución general, que nunca será ni tan justa ni tan bien admitida como cuando su producto se destinase a empresas de conocida y universal utilidad. ¿Y por qué no esperará también la Sociedad que el celo de Vuestra Alteza mueva el ánimo de Su Majestad al empleo de un medio que está siempre a la mano, que pende enteramente de su suprema autoridad y que es tan propio de su piadoso corazón como de la importancia de estas empresas? ¿Por qué no se emplearán las tropas en tiempos pacíficos en la construcción de caminos y canales, como ya se ha hecho alguna vez? Los soldados de Alejandro, de Sila y de César, esto es, de los mayores enemigos del género humano, se ocupaban en la paz en estos útiles trabajos, ¿y no podremos esperar que el ejército de un rey justo, lleno de virtudes pacíficas y amante de los pueblos se ocupe en labrar su felicidad y consagre a ella aquellos momentos de ocio que, dados a la disipación y al vicio, corrompen el verdadero valor y arruinan a un mismo tiempo las costumbres y la fuerza pública? ¡Qué de empresas no se podrían acabar con tan poderoso auxilio! ¡Cuánto no crecerían entonces la riqueza y la fuerza del Estado!

El fondo público de mejoras, primero, solo deberá destinarse a las que sean de utilidad general, esto es a los grandes caminos que van desde el centro a las fronteras del reino ó a sus puertos de comercio, a la construcción ó mejora de los mismos puertos, a las navegaciones de grandes ríos, a la construcción de grandes canales; en fin, a obras destinadas a facilitar la circulación general de los frutos y su exportación, no debiendo ser de su cargo las que solo presentan una utilidad parcial, por grande y señalada que sea; segundo, deberá observarse en su inversión el orden determinado por la necesidad y por la utilidad, siguiendo invariablemente sus grados conforme a los principios que quedan demostrados y establecidos.

2. º A las provincias

Pero como este método privaría a muchas provincias de algunas obras que son de notoria utilidad y aun de urgente y absoluta necesidad para el bienestar de sus moradores, es también necesario formar al mismo tiempo en cada una otro fondo provincial de mejoras, destinado a costearlas. A este fondo quisiera la Sociedad que se destinase desde luego el producto de las tierras baldías de cada provincia, si Vuestra Alteza adoptase el medio de venderlas como deja propuesto, ó su renta si prefiriese el de darlas en enfiteusis, no pudiendo negarse que a uno y otro tienen derecho preferente los territorios en que se hallan y los moradores que las disfrutan. Pero donde no alcanzaren estos fondos se podrán sacar otros por contribución de las mismas provincias, la cual jamás será desagradable ni parecerá gravosa si se exigiese con igualdad y en su inversión hubiese fidelidad y exactitud.

La igualdad, que es el primer objeto recomendado por la justicia, se debe buscar en dos puntos: primero, que todos contribuyan sin ninguna excepción, como está declarado en las leyes alfonsinas y en las cortes de Guadalajara y como dictan la equidad y la razón, puesto que tratándose del bien general ninguna clase, ningún individuo podrá eximirse con justicia de concurrir a él; segundo, que todos contribuyan con proporción a sus facultades, porque no se puede ni debe esperar tanto del pobre como del rico, y si la utilidad de tales obras es de influencia general y extensiva a todas las clases, es claro que reportarán utilidad mayor aquellos individuos que gozan de mayor fortuna, y que deben contribuir conforme a ella.

Acaso estas dos circunstancias se reúnen en el arbitrio cargado sobre la sal para los caminos generales del reino, puesto que su consumo es general y proporcionado a la fortuna de cada individuo, y tiene además la ventaja de pagarse imperceptiblemente en pequeñas y sucesivas porciones, sin diligencias ni vejaciones en su exacción y aun sin dispendio alguno, siempre que los receptores de salinas no se abonen el seis por ciento de su producto, como hacen por lo menos en algunas provincias. Convendría por lo mismo dejar a cada una de ellas el producto de este arbitrio para ocurrir a la ejecución de sus obras, y fiarla enteramente a su celo. Ningún medio podrá asegurar mejor la economía y la fidelidad en la inversión, porque al fin se trata de unas obras en cuya pronta y buena ejecución nadie interesa tanto como las mismas provincias, y por otra parte semejantes empresas constan de una inmensidad de cuidados y pormenores que gravarían inútilmente la atención del Ministerio si quisiese encargarse de ellos, ó serian mal atendidos y desempeñados si se fiasen a otros menos interesados en su ejecución.

La Sociedad, Señor, no puede omitir esta reflexión, que cree de la mayor importancia. Nos quejamos frecuentemente de la falta de celo público que hay entre nosotros, y acaso nos quejamos con razón; pero búsquese la raíz de este mal y se hallará en la suprema desconfianza que se tiene del celo de los individuos. Unos pocos ejemplos de malversación han bastado para autorizar esta desconfianza general, tan injusta como injuriosa, y sobre todo de tan triste influencia. Los ayuntamientos no pueden invertir un solo real de las rentas concejiles; las provincias no tienen la menor intervención en las obras y empresas de sus distritos; sus caminos, sus puentes, sus obras públicas son siempre dirigidos por instrucciones misteriosas y por comisionados extraños é independientes. ¿Qué estímulo, pues, se ofrece al celo de sus individuos, ni cómo se puede esperar celo público cuando se cortan todas las relaciones de afección, de interés, de decoro que la razón y la política misma establecen entre el todo y sus partes, entre la comunidad y sus miembros? Fíense estos encargos a individuos de las mismas provincias, y si fuere posible a individuos escogidos por ellas; fíeseles la distribución de los fondos que ellas mismas contribuyen y la dirección de las obras en que ellas solas son interesadas; fórmense juntas provinciales compuestas de propietarios, de eclesiásticos, de miembros de las Sociedades Económicas, y Vuestra Alteza verá cómo renace en las provincias el celo que parece desterrado de ellas, y que si existe, existe solamente donde y hasta donde no ha podido penetrar esta desconfianza.

Este segundo fondo deberá atender a aquellas mejoras que ofrecen una utilidad general a las provincias, a sus puertos de comercio, a los caminos que conducen a ellos ó a los generales del reino ó a los de comunicación con otras provincias, a la navegación de sus ríos, a la apertura de sus canales; en una palabra, a todas aquellas obras cuya utilidad ni pertenezca a la general del reino ni a la particular de algún territorio.

3. º A los concejos

Las que fueren de esta última clase deberán costearse por los individuos del mismo territorio, esto es del distrito ó jurisdicción a que pertenecieren; podrán y deberán correr a cargo de sus ayuntamientos y costearse de los propios de cada concejo, de algún arbitrio establecido ó que se estableciere, ó, en fin, por repartimiento hecho entre sus moradores con la generalidad, la igualdad y la proporción que quedan ya advertidas.

Para aumento de este fondo podrá y deberá servir el producto de las tierras concejiles si se vendiesen, ó su renta si se infeudasen, tomando en este último caso a censo sobre ellas los capitales que pudiesen admitir. La Sociedad ha demostrado ya la necesidad de esta providencia, y la justicia de su aplicación se apoya en el derecho de la propiedad absoluta que tienen sobre estos bienes las mismas comunidades.

A este fondo pertenecen las hijuelas de camino que deben abrir comunicación con los generales de la provincia, los que van al principal mercado ó punto de consumo de cada distrito, las acequias de riego en su particular territorio, sus puentes privados, los muelles de sus puertos de pesca y, en fin, todas las que perteneciesen a la utilidad general de alguna jurisdicción, con exclusión de las que sean de personal y privada utilidad.

Sin embargo, la situación de algunas provincias pide todavía particular consideración en esta materia. Donde la población rústica está dispersa, esto es, situada en caseríos esparcidos acá y allá por los campos, como sucede en Guipúzcoa, Asturias y Galicia, hay naturalmente mayor necesidad de caminos de uso común, por ejemplo, a la iglesia, al mercado, al monte, al rió, a la fuente; su construcción se fía comúnmente a los mismos vecinos, y la costumbre ha regulado esta pensión en diferentes formas. En Asturias, por ejemplo, hay un día en la semana destinado a estas obras, y conocido por el nombre de sostaferia ó sestaferia , acaso por haber sido en lo antiguo el viernes de cada una. En él se congregan los vecinos de la feligresía para reparar sus caminos, y esta institución es ciertamente muy saludable si se cuidase de evitar los abusos a que está expuesta y que en alguna parte existen, a saber: primero, que no concurren en manera alguna a estas obras los propietarios no residentes en las feligresías ni los eclesiásticos residentes, cuando la razón y la justicia exigen que concurran unos y otros, como los demás, por medio de sus criados, porque al fin se trata del común interés; segundo, que si el labrador tiene carro concurre a los trabajos con él, y como esto haga una diferencia de doscientos por ciento (porque si el jornal de un bracero se regula en tres reales y medio el de un carretero vale once), resulta una desigualdad enorme en la contribución; tercero, que citándose los vecinos de un gran distrito a un punto solo, que suele distar dos leguas de la residencia de algunos, es todavía más enorme la desigualdad indicada, pues el que tiene carro necesita por lo menos andar tres ó cuatro horas de noche para amanecer en el punto de trabajo, y otras tantas para volver a su casa, lo que equivale bien a dos días de contribución; cuarto y en fin, que por este medio se ha pretendido construir ya los caminos de privada y personal utilidad, esto es los que dirigen a caseríos ó heredades particulares, ya los de utilidad general de las provincias, llegando alguna vez el abuso a forzar a los aldeanos a trabajar en los caminos públicos y generales con ofensa de la razón y aun de la humanidad.

Este último artículo merece toda la atención de Vuestra Alteza. La Sociedad ha dicho antes que de nada servirán las grandes y generales comunicaciones si al mismo tiempo no se mejoran las de los interiores territorios, y ahora dice que si fuese imposible atender a todas a un tiempo, la mejora deberá empezar por las pequeñas y proceder desde ellas a las grandes. Este orden, entre otros grandes bienes, produciría desde luego uno muy digno de la superior atención de Vuestra Alteza, esto es la buena distribución de nuestra población rústica. No bastará permitir el cerramiento de las tierras si al mismo tiempo no se franquea la circulación y facilita el consumo de sus productos. Pero hecho uno y otro, ¿quién no ve que los colonos, atraídos por su propio interés, vendrán a establecerse en sus tierras? ¿Quién no ve que en pos de ellos vendrán también los pequeños propietarios y se animarán a cultivar y mejorar las suyas?

Es verdad que otras causas concurren al mismo mal, pero cederán al mismo remedio. Sin duda que nuestra policía municipal es una de ellas, por la dureza e indiscreción de sus reglamentos. Que esté siempre alerta sobre el pueblo libre y licencioso de las grandes capitales, que regule con alguna severidad los espectáculos y diversiones en que se congrega parece muy justo, aunque no se puede negar que en esto mismo hay abusos bien dignos de la atención de Vuestra Alteza; pero que tales precauciones se extiendan a los lugares y aldeas de labradores y a los últimos rincones del campo es ciertamente muy extraño y muy pernicioso. El furor de imitar ha llevado hasta ellos los reglamentos y precauciones que apenas exigiría la confusión de una gran capital. No hay alcalde que no establezca su queda, que no vede las músicas y cencerradas, que no ronde y pesquise y que no persiga continuamente, no ya a los que hurtan y blasfeman sino también a los que tocan y cantan, y el infeliz gañan que, cansado de sudar una semana entera, viene la noche del sábado a mudar su camisa, no puede gritar libremente ni entonar una jácara en el horuelo de su lugar. En sus fiestas y bailes, en sus juntas y meriendas tropieza siempre con el aparato de la justicia, y doquiera que esté y a doquiera que vaya suspira en vano por aquella honesta libertad que es el alma de los placeres inocentes. ¿Puede ser otra la causa de la tristeza, del desaliño y de cierto carácter insociable y feroz que se advierte en los rústicos de algunas de nuestras provincias?

Pero, Señor, salgan nuestros labradores de los poblados a los campos, contraigan la sencillez é inocencia de costumbres que se respira en ellos, no conozcan otro placer, otra diversión que sus fiestas y romerías, sus danzas y meriendas; tengan la libertad de congregarse a estos inocentes pasatiempos y de gozarlos tranquilamente, como sucede en Guipúzcoa, en Galicia, en Asturias, y entonces el candor y la alegría serán inseparables de su carácter y constituirán su felicidad. Entonces no echarán menos la residencia de los pueblos, ni la magistratura tendrá otro cuidado que el de admirarlos y protegerlos. Entonces los pequeños propietarios se colocarán cerca de ellos y participarán de su felicidad, y los nobles y poderosos, acercándose alguna vez a observarla, admiraran su candor, su pureza, y acaso suspirarán por ella en medio de los tumultuosos placeres de la vida ciudadana. Entonces la población del reino no estará sepultada en los anchos cementerios de las capitales. Distribuida con igualdad en las ciudades pequeñas, en las villas grandes, en los lugares y aldeas, en los campos, llevará consigo la industria y el comercio, repartirá más bien la riqueza y derramará por todas partes la abundancia y la prosperidad.