Lewis Carroll - Alicia en el País de las Maravillas
Era el Conejo Blanco, que volvía con un trotecillo saltarín y miraba ansiosamente a su alrededor, como si hubiera perdido algo. Y Alicia oyó que murmuraba:
-¡La Duquesa! ¡La Duquesa! ¡Oh, mis queridas patitas ! ¡Oh, mi piel y mis bigotes ! ¡Me hará ejecutar, tan seguro como que los grillos son grillos ! ¿Dónde demonios puedo haberlos dejado caer? ¿Dónde? ¿Dónde?
Alicia comprendió al instante que estaba buscando el abanico y el par de guantes blancos de cabritilla, y llena de buena voluntad se puso también ella a buscar por todos lados, pero no encontró ni rastro de ellos. En realidad, todo parecía haber cambiado desde que ella cayó en el charco, y el vestíbulo con la mesa de cristal y la puertecilla habían desaparecido completamente.
A los pocos instantes el Conejo descubrió la presencia de Alicia, que andaba buscando los guantes y el abanico de un lado a otro, y le gritó muy enfadado:
-¡Cómo, Mary Ann, qué demonios estás haciendo aquí! Corre inmediatamente a casa y tráeme un par de guantes y un abanico! ¡Aprisa!
Alicia se llevó tal susto que salió corriendo en la dirección que el Conejo le señalaba, sin intentar explicarle que estaba equivocándose de persona.
-¡Me ha confundido con su criada! -se dijo mientras corría-. ¡Vaya sorpresa se va a llevar cuando se entere de quién soy! Pero será mejor que le traiga su abanico y sus guantes... Bueno, si logro encontrarlos.
Mientras decía estas palabras, llegó ante una linda casita, en cuya puerta brillaba una placa de bronce con el nombre «C. BLANCO» grabado en ella. Alicia entró sin llamar, y corrió escaleras arriba, con mucho miedo de encontrar a la verdadera Mary Ann y de que la echaran de la casa antes de que hubiera encontrado los guantes y el abanico.
-¡Qué raro parece -se dijo Alicia eso de andar haciendo recados para un conejo! ¡Supongo que después de esto Dina también me mandará a hacer sus recados! -Y empezó a imaginar lo que ocurriría en este caso: «¡Señorita Alicia, venga aquí inmediatamente y prepárese para salir de paseo!», diría la niñera, y ella tendría que contestar: «¡Voy en seguida! Ahora no puedo, porque tengo que vigilar esta ratonera hasta que vuelva Dina y cuidar de que no se escape ningún ratón»-. Claro que -siguió diciéndose Alicia-, si a Dina le daba por empezar a darnos órdenes, no creo que parara mucho tiempo en nuestra casa.
A todo esto, había conseguido llegar hasta un pequeño dormitorio, muy ordenado, con una mesa junto a la ventana, y sobre la mesa (como esperaba) un abanico y dos o tres pares de diminutos guantes blancos de cabritilla. Cogió el abanico y un par de guantes, y, estaba a punto de salir de la habitación, cuando su mirada cayó en una botellita que estaba al lado del espejo del tocador. Esta vez no había letrerito con la palabra «BEBEME», pero de todos modos Alicia lo destapó y se lo llevó a los labios.
-Estoy segura de que, si como o bebo algo, ocurrirá algo interesante -se dijo-. Y voy a ver qué pasa con esta botella. Espero que vuelva a hacerme crecer, porque en realidad, estoy bastante harta de ser una cosilla tan pequeñeja.
¡Y vaya si la hizo crecer! ¡Mucho más aprisa de lo que imaginaba! Antes de que hubiera bebido la mitad del frasco, se encontró con que la cabeza le tocaba contra el techo y tuvo que doblarla para que no se le rompiera el cuello. Se apresuró a soltar la botella, mientras se decía:
-¡Ya basta! Espero que no seguiré creciendo... De todos modos, no paso ya por la puerta... ¡Ojalá no hubiera bebido tan aprisa!
¡Por desgracia, era demasiado tarde para pensar en ello! Siguió creciendo, y creciendo, y muy pronto tuvo que ponerse de rodillas en el suelo. Un minuto más tarde no le quedaba espacio ni para seguir arrodillada, y tuvo que intentar acomodarse echada en el suelo, con un codo contra la puerta y el otro brazo alrededor del cuello. Pero no paraba de crecer, y, como último recurso, sacó un brazo por la ventana y metió un pie por la chimenea, mientras se decía:
-Ahora no puedo hacer nada más, pase lo que pase. ¿Qué va a ser de mí?
Por suerte la botellita mágica había producido ya todo su efecto, y Alicia dejó de crecer. De todos modos, se sentía incómoda y, como no parecía haber posibilidad alguna de volver a salir nunca de aquella habitación, no es de extrañar que se sintiera también muy desgraciada.
-Era mucho más agradable estar en mi casa -pensó la pobre Alicia-. Allí , al menos, no me pasaba el tiempo creciendo y disminuyendo de tamaño, y recibiendo órdenes de ratones y conejos. Casi preferiría no haberme metido en la madriguera del Conejo... Y, sin embargo, pese a todo, ¡no se puede negar que este género de vida resulta interesante! ¡Yo misma me pregunto qué puede haberme sucedido! Cuando leía cuentos de hadas, nunca creí que estas cosas pudieran ocurrir en la realidad, ¡y aquí me tenéis metida hasta el cuello en una aventura de éstas! Creo que debiera escribirse un libro sobre mí, sí señor. Y cuando sea mayor, yo misma lo escribiré... Pero ya no puedo ser mayor de lo que soy ahora -añadió con voz lúgubre-. Al menos, no me queda sitio para hacerme mayor mientras esté metida aquí dentro. Pero entonces, ¿es que nunca me haré mayor de lo que soy ahora? Por una parte, esto sería una ventaja, no llegaría nunca a ser una vieja, pero por otra parte ¡tener siempre lecciones que aprender! ¡Vaya lata! ¡Eso si que no me gustaría nada! ¡Pero qué tonta eres, Alicia! -se rebatió a sí misma-. ¿Cómo vas a poder estudiar lecciones metida aquí dentro? Apenas si hay sitio para ti, ¡Y desde luego no queda ni un rinconcito para libros de texto!
Y así siguió discurseando un buen rato, unas veces en un sentido y otras llevándose a sí misma la contraria, manteniendo en definitiva una conversación muy seria, como si se tratara de dos personas. Hasta que oyó una voz fuera de la casa, y dejó de discutir consigo misma para escuchar.
-¡Mary Ann! ¡Mary Ann! -decía la voz-. ¡Tráeme inmediatamente mis guantes!
Después Alicia oyó un ruidito de pasos por la escalera. Comprendió que era el Conejo que subía en su busca y se echó a temblar con tal fuerza que sacudió toda la casa, olvidando que ahora era mil veces mayor que el Conejo Blanco y no había por tanto motivo alguno para tenerle miedo.
Ahora el Conejo había llegado ante la puerta, e intentó abrirla, pero, como la puerta se abría hacia adentro y el codo de Alicia estaba fuertemente apoyado contra ella, no consiguió moverla. Alicia oyó que se decía para sí:
-Pues entonces daré la vuelta y entraré por la ventana.
-Eso sí que no -pensó Alicia.
Y, después de esperar hasta que creyó oír al Conejo justo debajo de la ventana, abrió de repente la mano e hizo gesto de atrapar lo que estuviera a su alcance. No encontró nada, pero oyó un gritito entrecortado, algo que caía y un estrépito de cristales rotos, lo que le hizo suponer que el Conejo se había caído sobre un invernadero o algo por el estilo. Después se oyó una voz muy enfadada, que era la del Conejo :
-¡Pat! ¡Pat! ¿Dónde estás? ¿Dónde estás?
Y otra voz, que Alicia no había oído hasta entonces:
-¡Aquí estoy, señor! ¡Cavando en busca de manzanas, con permiso del señor!
-¡Tenías que estar precisamente cavando en busca de manzanas! -replicó el Conejo muy irritado-. ¡Ven aquí inmediatamente! ¡Y ayúdame a salir de esto!
Hubo más ruido de cristales rotos. -Y ahora dime, Pat, ¿qué es eso que hay en la ventana?
-Seguro que es un brazo, señor -(y pronunciaba «brasso»).
-¿Un brazo, majadero? ¿Quién ha visto nunca un brazo de este tamaño? ¡Pero si llena toda la ventana!
-Seguro que la llena, señor. ¡Y sin embargo es un brazo!
-Bueno, sea lo que sea no tiene por que estar en mi ventana. ¡Ve y quítalo de ahí!
Siguió un largo silencio, y Alicia sólo pudo oír breves cuchicheos de vez en cuando, como «¡Seguro que esto no me gusta nada, señor, lo que se dice nada!» y «¡Haz de una vez lo que te digo, cobarde!» Por último, Alicia volvió a abrir la mano y a moverla en el aire como si quisiera atrapar algo. Esta vez hubo dos grititos entrecortados y más ruido de cristales rotos. «¡Cuántos invernaderos de cristal debe de haber ahí abajo!», pensó Alicia. «¡Me pregunto qué harán ahora! Si se trata de sacarme por la ventana, ojalá pudieran lograrlo. No tengo ningunas ganas de seguir mucho rato encerrada aquí dentro.»Esperó unos minutos sin oír nada más. Por fin escuchó el rechinar de las ruedas de una carretilla y el sonido de muchas voces que hablaban todas a la vez. Pudo entender algunas palabras: «¿Dónde está la otra escalera?... A mí sólo me dijeron que trajera una; la otra la tendrá Bill... ¡Bill! ¡Trae la escalera aquí, muchacho!... Aquí, ponedlas en esta esquina... No, primero átalas la una a la otra... Así no llegarán ni a la mitad... Claro que llegarán, no seas pesado... ¡Ven aquí, Bill, agárrate a esta cuerda!...
¿Aguantará este peso el tejado?... ¡Cuidado con esta teja suelta!... ¡Eh, que se cae! ¡Cuidado con la cabeza!» Aquí se oyó una fuerte caída. «Vaya, ¿quién ha sido?... Creo que ha sido Bill... ¿Quién va a bajar por la chimenea?...
¿Yo? Nanay. ¡Baja tú!... ¡Ni hablar! Tiene que bajar Bill... ¡Ven aquí, Bill! ¡El amo dice que tienes que bajar por la chimenea!»
-¡Vaya! ¿Conque es Bill el que tiene que bajar por la chimenea? se dijo Alicia-. ¡Parece que todo se lo cargan a Bill! No me gustaría estar en su pellejo: desde luego esta chimenea es estrecha, pero me parece que podré dar algún puntapié por ella.
Alicia hundió el pie todo lo que pudo dentro de la chimenea, y esperó hasta oír que la bestezuela (no podía saber de qué tipo de animal se trataba) escarbaba y arañaba dentro de la chimenea, justo encima de ella. Entonces, mientras se decía a sí misma: «¡Aquí está Bill! », dio una fuerte patada, y esperó a ver qué pasaba a continuación.
Lo primero que oyó fue un coro de voces que gritaban a una: «¡Ahí va Bill!», y después la voz del Conejo sola: «¡Cogedlo! ¡Eh! ¡Los que estáis junto a la valla!» Siguió un silencio y una nueva avalancha de voces: «Levantadle la cabeza... Venga un trago... Sin que se ahogue... ¿Qué ha pasado, amigo? ¡Cuéntanoslo todo!»
Por fin se oyó una vocecita débil y aguda, que Alicia supuso sería la voz de Bill:
-Bueno, casi no sé nada... No quiero más coñac, gracias, ya me siento mejor... Estoy tan aturdido que no sé qué decir... Lo único que recuerdo es que algo me golpeó rudamente, ¡y salí por los aires como el muñeco de una caja de sorpresas!
-¡Desde luego, amigo! ¡Eso ya lo hemos visto! -dijeron los otros.
-¡Tenemos que quemar la casa! -dijo la voz del Conejo.
Y Alicia gritó con todas sus fuerzas:
-¡Si lo hacéis, lanzaré a Dina contra vosotros!
Se hizo inmediatamente un silencio de muerte, y Alicia pensó para sí:
-Me pregunto qué van a hacer ahora. Si tuvieran una pizca de sentido común, levantarían el tejado.
Después de uno o dos minutos se pusieron una vez más todos en movimiento, y Alicia oyó que el Conejo decía:
-Con una carretada tendremos bastante para empezar.
-¿Una carretada de qué? -pensó Alicia.
Y no tuvo que esperar mucho para averiguarlo, pues un instante después una granizada de piedrecillas entró disparada por la ventana, y algunas le dieron en plena cara.
-Ahora mismo voy a acabar con esto -se dijo Alicia para sus adentros, y añadió en alta voz-: ¡Será mejor que no lo repitáis!
Estas palabras produjeron otro silencio de muerte. Alicia advirtió, con cierta sorpresa, que las piedrecillas se estaban transformando en pastas de té, allí en el suelo, y una brillante idea acudió de inmediato a su cabeza.
«Si como una de estas pastas», pensó, «seguro que producirá algún cambio en mi estatura. Y, como no existe posibilidad alguna de que me haga todavía mayor, supongo que tendré que hacerme forzosamente más pequeña».
Se comió, pues, una de las pastas, y vio con alegría que empezaba a disminuir inmediatamente de tamaño. En cuanto fue lo bastante pequeña para pasar por la puerta, corrió fuera de la casa, y se encontró con un grupo bastante numeroso de animalillos y pájaros que la esperaban. Una lagartija, Bill, estaba en el centro, sostenido por dos conejillos de indias, que le daban a beber algo de una botella. En el momento en que apareció Alicia, todos se abalanzaron sobre ella. Pero Alicia echó a correr con todas sus fuerzas, y pronto se encontró a salvo en un espeso bosque.
-Lo primero que ahora tengo que hacer -se dijo Alicia, mientras vagaba por el bosque -es crecer hasta volver a recuperar mi estatura. Y lo segundo es encontrar la manera de entrar en aquel precioso jardín. Me parece que éste es el mejor plan de acción.
Parecía, desde luego, un plan excelente, y expuesto de un modo muy claro y muy simple. La única dificultad radicaba en que no tenía la menor idea de cómo llevarlo a cabo. Y, mientras miraba ansiosamente por entre los árboles, un pequeño ladrido que sonó justo encima de su cabeza la hizo mirar hacia arriba sobresaltada.
Un enorme perrito la miraba desde arriba con sus grandes ojos muy abiertos y alargaba tímidamente una patita para tocarla.
-¡Qué cosa tan bonita! -dijo Alicia, en tono muy cariñoso, e intentó sin éxito dedicarle un silbido, pero estaba también terriblemente asustada, porque pensaba que el cachorro podía estar hambriento, y, en este caso, lo más probable era que la devorara de un solo bocado, a pesar de todos sus mimos.
Casi sin saber lo que hacía, cogió del suelo una ramita seca y la levantó hacia el perrito, y el perrito dio un salto con las cuatro patas en el aire, soltó un ladrido de satisfacción y se abalanzó sobre el palo en gesto de ataque. Entonces Alicia se escabulló rápidamente tras un gran cardo, para no ser arrollada, y, en cuanto apareció por el otro lado, el cachorro volvió a precipitarse contra el palo, con tanto entusiasmo que perdió el equilibrio y dio una voltereta. Entonces Alicia, pensando que aquello se parecía mucho a estar jugando con un caballo percherón y temiendo ser pisoteada en cualquier momento por sus patazas, volvió a refugiarse detrás del cardo. Entonces el cachorro inició una serie de ataques relámpago contra el palo, corriendo cada vez un poquito hacia adelante y un mucho hacia atrás, y ladrando roncamente todo el rato, hasta que por fin se sentó a cierta distancia, jadeante, la lengua colgándole fuera de la boca y los grandes ojos medio cerrados.
Esto le pareció a Alicia una buena oportunidad para escapar. Así que se lanzó a correr, y corrió hasta el límite de sus fuerzas y hasta quedar sin aliento, y hasta que las ladridos del cachorro sonaron muy débiles en la distancia.
-Y, a pesar de todo, ¡qué cachorrito tan mono era! -dijo Alicia, mientras se apoyaba contra una campanilla para descansar y se abanicaba con una de sus hojas-. ¡Lo que me hubiera gustado enseñarle juegos, si... si hubiera tenido yo el tamaño adecuado para hacerlo! ¡Dios mío! ¡Casi se me había olvidado que tengo que crecer de nuevo! Veamos: ¿qué tengo que hacer para lograrlo? Supongo que tendría que comer o que beber alguna cosa, pero ¿qué? Éste es el gran dilema.
Realmente el gran dilema era ¿qué? Alicia miró a su alrededor hacia las flores y hojas de hierba, pero no vio nada que tuviera aspecto de ser la cosa adecuada para ser comida o bebida en esas circunstancias. Allí cerca se erguía una gran seta, casi de la misma altura que Alicia. Y, cuando hubo mirado debajo de ella, y a ambos lados, y detrás, se le ocurrió que lo mejor sería mirar y ver lo que había encima.
Se puso de puntillas, y miró por encima del borde de la seta, y sus ojos se encontraron de inmediato con los ojos de una gran oruga azul, que estaba sentada encima de la seta con los brazos cruzados, fumando tranquilamente una larga pipa y sin prestar la menor atención a Alicia ni a ninguna otra cosa.