El Duque de Rivas - Una antigualla de Sevilla
Romance I - El candil Más ha de quinientos años, en una torcida calle, que de Sevilla, en el centro, da paso a otras principales; Cerca de la media noche, cuando la ciudad más grande es de un grande cementerio en silencio y paz imagen; |
De dos desnudas espadas que trababan un combate, turbó el repentino encuentro las tinieblas impalpables. El crujir de los aceros sonó por breves instantes, lanzando azules centellas, meteoro de desastres. Y al gemido, ¡Dios me valga! ¡Muerto soy! Y al golpe grave de un cuerpo que a tierra vino, el silencio y paz renacen. Al punto una ventanilla de un pobre casuco abren; y, de tendones y, huesos, sin jugo, como sin carne, Una mano y brazo asoman, que sostienen por el aire un candil, cuyos destellos dan luz súbita a la calle. En pos un rostro aparece de gomia o bruja espantable a que otra marchita mano o cubre o da sombra en parte. Ser dijérase la muerte que salía a apoderarse de aquella víctima humana que acababan de inmolarle; O de la eterna justicia, de cuyas miradas nadie consigue ocultar un crimen, el testigo formidable. Pues a la llama mezquina, con el ambiente ondeante, que dando luz roja al muro dibujaba desiguales. Los tejados y azoteas sobre el oscuro celaje, dando fantásticas formas a esquinas y bocacalles. Se vio en medio del arroyo, cubierto de lodo y sangre, el negro bulto tendido de un traspasado cadáver. |
Y de pie a su frente un hombre, vestido negro ropaje, con una espada en la mano, roja hasta los gavilanes. El cual, en el mismo punto, sorprendido de encontrarse bañado de luz, esconde la faz en su embozo, y parte. Aunque no como el culpado que se fuga por salvarse, sino como el que inocente, mueve tranquilo el pie y grave. Al andar, sus choquezuelas formaban ruido notable, como el que forman los dados al confundirse y mezclarse. Rumor de poca importancia en la escena lamentable, mas de tan mágico efecto, y de un influjo tan grande. En la vieja, que asomaba el rostro y luz a la calle, que, cual si oyera el silbido de venenosa ceraste, O crujir las negras alas del precipitado Arcángel, grita en espantoso aullido, ¡Virgen de los Reyes, valme! Suelta el candil, que en las piedras se apaga y aceite esparce, y cerrando la ventana de un golpe, que la deshace, Bajo su mísero lecho corre a tientas a ocultarse, tan acongojada y yerta, que apenas sus pulsos laten. Por sorda y ciega haber sido aquellos breves instantes, la mitad diera gustosa de sus días miserables: Y hubiera dado los días de amor y dulces afanes de su juventud, y dado las caricias de sus padres, Los encantos de la cuna, y... en fin, hasta lo que nadie enajena, la esperanza, bien solo de los mortales: Pues lo que ha visto la abruma, y la aterra lo que sabe, que hay vistas, que son peligros, y aciertos que muerte valen. |
Romance II - El juez ¡Las cuatro esferas doradas, que ensartadas en un perno, obra colosal de moros con resaltos y letreros. De la torre de Sevilla eran remate soberbio, do el gallardo Giraldillo hoy marca el mudable viento, ¡Esferas, que pocos años después derrumbó en el suelo un terremoto¿ brillaban del sol matutino al fuego: Cuando en una sala estrecha del antiguo alcázar regio, que entonces reedificaban tal cual hoy mismo le vemos. En un sillón de respaldo sentado está el rey don Pedro, joven de gallardo talle, mas de semblante severo. A reverente distancia, una rodilla en el suelo, vestido de negra toga, blanca barba, albo cabello, Y con la vara de alcalde rendida al poder supremo, Martín Fernández Cerón era emblema del respeto. Y estas palabras de entrambos recogió el dorado techo, y la tradición guardólas para que hoy suenen de nuevo. R.- ¿Conque en medio de Sevilla amaneció un hombre muerto, y no venís a decirme que está ya el matador preso? A.- Señor, desde antes del alba, en que el cadáver sangriento recogí, varias pesquisas inútilmente se han hecho. R.- Más pronta justicia, alcalde, ha de haber donde yo reino, y a sus vigilantes ojos nada ha de estar encubierto. A.- Tal vez, señor, los judíos, tal vez los moros sospecho... R.- ¿Y os vais tras de las sospechas cuando hay un testigo, y bueno? ¿No me habéis, alcalde, dicho, que un candil se halló en el suelo cerca del cadáver?... Basta que el candil os diga el reo. A.- Un candil no tiene lengua. R.- Pero tiénela su dueño, y a moverla se le obliga con las cuerdas del tormento. Y ¡vive Dios! que esta noche ha de estar en aquel puesto, o vuestra cabeza, alcalde o la cabeza del reo. El rey, temblando de ira, del sillón se alzó de presto, y el juez alzóse de tierra temblando también de miedo. |
Y haciendo una reverencia, y otra después, y otra luego, salióse a ahorcar a Sevilla para salvarse, resuelto. Síguele el rey con los ojos, que estuvieran en su puesto de un basilisco en la frente, según eran de siniestros, Y de satánica risa dando la expresión al gesto, salió detrás del alcalde a pasos largos y lentos. Por el corredor estuvo en las alcándaras viendo azores y jerifaltes, y dándoles agua y cebo. Y con uno sobre el puño salió a dirigir él mesmo las obras de aquel palacio en que muestra gran empeño. Y vio poner las portadas de cincelados maderos, y él mismo dictó las letras que aun hoy notamos en ellos. Después habló largo rato, a solas y con secreto, a un su privado, Juan Diente, diestrísimo ballestero. Señalándole un retrato, busto de piedra mal hecho, que con corta semejanza labró un peregrino griego. Fue a Triana, vio las naves y marítimos aprestos; de Santa Ana entró en la iglesia y oró brevísimo tiempo. Comió en la torre del Oro, a las tablas jugó luego con Martín Gil de Alburquerque; a caballo dio un paseo: Y cuando el sol descendía, dejando esmaltado el cielo de rosa, morado y oro, con nubes de grana y fuego, Tornó al alcázar, vistióse sayo pardo, manto negro, tomó un birrete sin plumas y un estoque de Toledo, Y bajando a los jardines por un postigo secreto, do Juan Diente le esperaba entre murtas encubierto, Salió solo, y esto dijo con recato al ballestero: "Antes de la media noche todo esté cual dicho tengo." Cerró el postigo por fuera, y en el laberinto ciego de las calles de Sevilla desapareció entre el pueblo. |
Romance III - La cabeza Al tiempo que en el ocaso su eterna llama sepulta el sol, y tierras y cielos con negras sombras se enlutan. De la cárcel de Sevilla, en una bóveda oscura, que una lámpara de cobre más bien asombra que alumbra, Pasaba una extraña escena, de aquellas que nos angustian, si en horrenda pesadilla el sueño nos las dibuja. Pues no semejaba cosa de este mundo, aunque se usan en él cosas harto horrendas, de que he presenciado muchas; Sino cosa del infierno, funesta y maligna junta de espectros y de vampiros, festín horrible de furias. En un sillón, sobre gradas, se ve en negras vestiduras al buen alcalde Cerón, ceño grave, faz adusta. A su lado en un bufete, que más parece una tumba, prepara un viejo notario sus pergaminos y plumas. Y de aquella estancia en medio, de tablas con sangre sucias se ve un lecho, y sus cortinas son cuerdas, garfios, garruchas. En torno de él dos verdugos de imbécil facha y robusta, de un saco de cuero aprestan hierros de infaustas figuras. Sepulcral silencio reina, pues solamente se escucha el chispeo de la llama en la lámpara que ahúma La bóveda, y de los hierros que los verdugos rebuscan, el metálico sonido con que se apartan y juntan. Pronto del severo alcalde la voz sepulcral retumba diciendo: "Venga el testigo que ha de sufrir la tortura." Se abrió al instante una puerta por la que sale confusa algazara, ayes profundos y gemidos que espeluznan. Y luego entre los sayones, esbirros y vil gentuza, de ademanes descompuestos y de feroz catadura. Una vieja miserable, de ropa y carne desnuda, como un cuerpo que las hienas sacan de la sepultura; Pues, sólo se ve que vive porque flacamente lucha con desmayados esfuerzos, porque gime y porque suda. Arrástranla los sayones; la confortan y la ayudan dos religiosos franciscos caladas sendas capuchas; Y la algazara y estruendo, con que satánica turba, lleva un precito a las llamas por la bóveda retumba. Un negro bulto en silencio también entra en la confusa escena, y sin ser notado tras de un pilarón se oculta. "Ven ¡grita un tosco verdugo con una risada aguda¿ ven a casarte conmigo; hecha está la cama, bruja." Otro, asiéndolo los brazos con una mano más dura que unas tenazas, le dice. "No volarás hoy a oscuras." Y otro, atándola las piernas: "¿Y el bote con que te untas? Sobre la escoba a caballo no has de hacer más de las tuyas. " Estos chistes semejaban los aullidos con que aguzan la hambre los lobos, al grito de los cuervos que barruntan; Los ya corrompidos restos de una víctima insepulta, la mofa con que los cafres a su prisionero insultan. Tienden en el triste lecho, ya casi casi difunta a la infelice, la enlazan con ásperas ligaduras, |
Y de hierro un aparato a su diestra mano ajustan, que al impulso más pequeño martirio espantoso anuncia, Dice un sayón al alcalde. "Ya está en jaula la lechuza, y si aun a cantar se niega, yo haré que cante o que cruja." Silencio el alcalde impone, quédase todo en profunda quietud, y sólo gemidos casi apagados se escuchan. "Mujer, prorrumpe Cerón, mujer, si vivir procuras, declárame cuanto viste y te dará Dios ayuda." - "Nada vi, nada -responde la infeliz-, por Santa Justa juro que estaba durmiendo; ni vi, ni oí cosa alguna." - Replicó el juez: "Desdichada, piensa, piensa lo que juras." Y tomando de las manos del notario que le ayuda, Un candil: "Mira -prosigue- esta prenda que te acusa. Di quién la tiró a la calle pues confesaste ser tuya." La mísera se estremece trémula toda y convulsa, y respondió desmayada: "El demonio fue sin duda." Y tras de una breve pausa: "Soy ciega, soy sorda y muda. Matadme, pues, lo repito: ni vi, ni oí cosa alguna." El juez entonces, de mármol, con la vara al techo apunta, ase una cuerda un verdugo, rechina allá una garrucha, La mano de la infelice se disloca y descoyunta, y al chasquido de los huesos un alarido se junta. - "Piedad, que voy a decirlo", grita con voz moribunda la víctima, y al momento suspéndese la tortura. - "Declara", el juez dice, y ella cobrando un vigor que asusta, prorrumpe... "El rey fue..." y su lengua en la garganta se anuda. Juez, escribano, verdugos, todos con la faz difunta oyen tal nombre, temblando, y queda la estancia muda. En esto el desconocido, que tras del pilar se oculta, hacia el potro del tormento el firme paso apresura; Haciendo sus choquezuelas, canillas y coyunturas, el ruido que los dados cuando se chocan y juntan. Rumor que al punto conoce la infeliz, y se espeluza, y repite: "El rey, sus huesos así sonaron, no hay duda." Al punto se desemboza y la faz descubre adusta, y los ojos como brasas aquel personaje, a cuya Presencia hincan la rodilla cuantos la bóveda ocupan, pues al rey don Pedro todos conocen y se atribulan. Éste saca de su seno una bolsa do relumbran cien monedas de oro y dice: "Toma y socórrete, bruja. Has dicho verdad, y sabe que el que a la justicia oculta la verdad, es reo de muerte, y cómplice de la culpa. Pero pues tú la dijiste, ve en paz, el cielo te escuda. Yo soy, sí, quien mató al hombre, mas Dios sólo a mí me juzga. Pero porque satisfecha quede la justicia augusta, ya la cabeza del reo allí escarmientos pronuncia." Y era así; ya colocada estaba la imagen suya en la esquina do la muerte dio a un hombre su espada aguda. Del Candilejo la calle desde entonces se intitula, y el busto del rey Don Pedro aún allí está y nos asusta. |
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