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La arquitectura árabe en Toledo (Leyenda)

Gustavo Adolfo Bécquer (1837-1871)

Gustavo Adolfo Domínguez Bastida (Sevilla, 17 de febrero de 1836 – Madrid, 22 de diciembre de 1870), más conocido como Gustavo Adolfo Becquer, fue un poeta y narrador español, perteneciente al movimiento del Romanticismo [+ Biografía]
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Llevando en una mano el Corán y en la otra la espada, los hijos de Ismael habían ya recorrido una gran parte del mundo. Merced a la sangrienta persecución de estos guerreros apóstoles de falso profeta, el Oriente comenzaba a constituirse en un gran pueblo, y el Asia y el África se unían por medio del lazo de las creencias, santificado con el sello de las victorias, cuando la traición abrió nuestra Península a las huestes de Tarif y la monarquía gótica cayó derrocada en las orillas del Guadalete con su último rey.

Acostumbrados a vencer, los árabes no tardaron mucho en posesionarse de casi todo el reino. Como es indudable que a sus conquistas presidía un gran pensamiento, el exterminio no siguió de cerca a sus victorias; las ventajosas condiciones con que aceptaron la rendición de un gran número de ciudades, los privilegios en el goce de los cuales dejaron a los cristianos, prueban claramente que antes trataban de consolidar que de destruir, y que al emprender sus aventuradas expediciones, no les impulsaba sólo una sed de combates sin fruto y de triunfos efímeros. La historia de los grandes conquistadores de todas las épocas ofrece muy raros ejemplos de estas elevadas máximas de sabiduría, puestas en acción por los árabes en la larga carrera de sus victorias.

Dueños, pues, de casi toda la Península ibérica y calmada la sed de luchas y de dominio que agitó el espíritu guerrero de aquellas razas ardientes, salidas de entre las abrasadoras arenas del Desierto, las diversas ideas de civilización y de adelanto, rico botín de la inteligencia que habían recogido en su marcha triunfal a través de las antiguas naciones, comenzaron a fundirse en su imaginación en un solo pensamiento regenerador.

Hasta entonces el árabe, fiel a las tradiciones de vida nómada, no había encontrado un momento de reposo. Primeramente pone su movible tienda, ya al pie de una palmera del Desierto, ya en la falda de una colina; después se hace conquistador, y derramándose por el mundo, hoy sestea en el Cairo, a la tarde duerme en el África, y al amanecer levanta su campamento y le sorprende el sol con el nuevo día en Europa.

Pero el momento de recoger el fruto de sus conquistas, la hora de recibir el precio de su sangre, tan prodigiosamente derramada, había llegado. Sus leyes, y con ellas sus costumbres, comenzaron a dulcificarse y a tomar una índole propia; el círculo de sus aspiraciones y sus necesidades se hizo mayor, y la sociedad que comenzaba a constituir puso el pie en la senda del progreso a la que llamaban su grandeza y su poder.

Como es de presumir, el arte no existía aún entre los sectarios de Mahoma; pero el desarrollo de la nueva religión lo comenzaba a hacer una necesidad. Y decimos una necesidad, porque es digna de ser observada la influencia que las creencias religiosas ejercen sobre la imaginación de los pueblos que crean un nuevo estilo. Recórrase, siquiera ligeramente, la historia moral, por decirlo así, de todos los países, y no se podrá por menos de conceder a esta influencia la gloria de haber dado, a cada una de las naciones que civilizó, unas costumbres en perfecta afinidad con sus necesidades, y una arquitectura original en maravillosa armonía con su culto.

Los adoradores de Isis, los sacerdotes de sus terribles misterios, después de poblar sus altares de locas e incomprensibles concepciones, crearon el arte egipcio con sus esfinges monstruosas, sus gigantescas pirámides y oscuros jeroglíficos. El pensamiento de un mundo viril y grande se halla grabado con sus caracteres indelebles en los colosos del Desierto.

La India, con su atmósfera de fuego, su vegetación poderosa y sus imaginaciones ardientes, alimentadas por una religión todo maravillas y mitos emblemáticos, ahuecó los montes para tallar en su seno las subterráneas pagodas de sus dioses. La extraña y salvaje poesía de los Vedas parece que toma formas y vive cuando a la moribunda luz que se abre paso a través de las grutas sagradas se ven desfilar, confundiéndose entre las sombras de sus muros, las silenciosas procesiones de monstruosos elefantes, guiados por esos deformes genios que despliegan sus triples miembros en semicírculo, como las plumas de un quitasol.

La Grecia coronó de flores sus divinidades, les prestó el ideal de la belleza humana y las colocó sobre altares risueños, levantados a la sombra de edificios que respiraban sencillez y majestad. Basta examinar sus templos, ricos de armonía y de luz; basta hacerse cargo de la matemática euritmia de sus construcciones, para comprender a aquella sociedad que sujetó la idea a la forma, que tiranizó la libre imaginación por medio de los preceptos del arte.

La arquitectura árabe parece la hija del sueño de un creyente dormido después de una batalla a la sombra de una palmera. Sólo la religión que con tan brillantes colores pinta las huríes del paraíso y sus embriagadoras delicias pudo reunir las confusas ideas de mil diferentes estilos y entretejerlos en la forma de un encaje. Sus gentiles creaciones no son más que una hermosa página del libro de su legislador poeta, escrita con alabastro y estuco en las paredes de una mezquita o en las tarbeas de una aljama.

La Religión del Crucificado tradujo el Apocalipsis y las fantásticas visiones de los eremitas. La luz y las sombras, la sencilla parábola y el oscuro misterio se dan la mano en ese poema místico del sacerdote, interpretado por el arte, al que la Edad Media prestó sus severas y melancólicas tintas.

Ni Roma ni Bizancio tuvieron una arquitectura absolutamente original y completa; sus obras fueron modificaciones, no creaciones, porque, como dejamos dicho, sólo una nueva religión puede crear una nueva sociedad, y sólo en ésta hay poder de imaginación suficiente a concebir un nuevo arte. Roma no fue más que el espíritu de Grecia encarnado en un gran pueblo, y Bizancio el cadáver galvanizado del Imperio, eslabón que en la cadena de los siglos unió por algunos instantes el mundo que desaparecía con el que se levantaba.

He aquí por qué dijimos que, derrocada en nuestra Península la raza del Norte por la del Oriente, el desarrollo de la religión había hecho del desarrollo del arte una necesidad. El secreto impulso que lo empujaba a su destino existía, pues, en la conciencia del genio ismaelita; pero aún se encontraba muy distante del término de su carrera, por lo que en los primeros pasos se limitó a satisfacer sus necesidades por medio de la imitación.

En este punto, como fácilmente se comprende, comenzó la primera época de las tres principales en que puede dividirse la historia de la arquitectura muslímica toledana, época que a su vez puede dividirse en dos períodos, uno de imitación, y otro de lucha entre la idea original y la influencia extraña de los diferentes géneros arquitectónicos que se amalgamaron entre sí para crear el nuevo estilo, y que duró en Toledo casi tanto tiempo cuanto permaneció aquella ciudad en poder de los infieles.

Pocas son las muestras que nos quedan hoy de ambos períodos, pues habiendo desaparecido la grande aljama o alcázar de los reyes moros, como asimismo la mezquita mayor, sobre los cimientos de la cual Fernando el Santo levantó la iglesia primada, sus obras de mayor importancia, y, por lo tanto, las más dignas de estudio, se hallan fuera del alcance de nuestra crítica. Sin embargo, basta examinar la antigua mezquita que es hoy capilla del Cristo de la Luz, la iglesia de Santa María la Blanca, la de San Román, y algunos otros restos de la arquitectura de los árabes toledanos, para poder señalar, hasta cierto punto con exactitud, los caracteres que la distinguen.

Obsérvanse en ella restos de las construcciones góticas como capiteles y fustes de columnas empleados en las fábricas, que, para atender a sus primeras necesidades erigieron los sectarios de Mahoma después de conquistada la ciudad.(2) La forma de los templos guarda, por lo regular, bastante analogía con la de las basílicas cristianas, hallándose compartidas en naves como éstas, y comenzando en la cabecera algunas veces con ábside. Los arcos que soportan las techumbres de las naves son redondos o de herradura, observándose asimismo, hasta en las construcciones más primitivas, el empleo de los arcos dúplices en la ornamentación de los muros.

Los fustes de las columnas que sostienen las arquerías de estos edificios, son unas veces de mármol y otras de ladrillo y argamasa; pero siempre gruesos y pesados. La forma octógona, que en algunos de ellos se observa, es uno de los caracteres distintivos de este período. Los arabescos o adornos del gusto árabe con que embellecían sus obras son escasos, toscos y casi siempre imitación o copia adulterada de los adornos propios de las órdenes de arquitectura que habían visto al pasar, triunfadores de los pueblos que amarraron a su yugo. En los capiteles imitan las formas griegas, aunque modificándolas más o menos, según el capricho de sus autores; en la ornamentación, el bizantino es uno de los géneros que presta con más abundancia sus caprichosos adornos al arte de los muslimes.

El segundo período de esta grande época de nacimiento y desarrollo de las ideas originales y propias del pueblo ismaelita, se desenvolvió en Toledo cuando a principios del siglo XI Abu Mohammad Ismael ben Dz'en-non fundó la dinastía de los Beni Dz'en-non, erigiendo a esta ciudad en capital del reino nuevamente constituido. A este tiempo perteneció, sin duda, la ornamentación de la mezquita mayor y la grande aljama, edificios de los que, como de otros muchos de la misma edad sólo nos quedan vagas y confusas tradiciones, unidas a alguno que otro fragmento.

Obsérvase, sin embargo, que, en esta segunda mitad de la creación de su arte, los alarifes mahometanos, en la lucha empeñada entre su inspiración y la influencia de otros estilos, llevan una considerable ventaja.

Las alharacas o adornos de follaje con que cubren los capiteles de sus columnas, la archivolta de sus arcos o los entrepaños de sus muros, las adarajas o lacerías de sus orlas, y el menudo almocárabe que sirve de fondo a su ornamentación, comienzan ya a determinarse y a tomar un carácter propio. Nótase este adelanto muy particularmente en los edificios árabes de este tiempo que aún existen en varios puntos de España. En Toledo, como ya dejamos dicho, son pocos los ejemplares que de estos dos períodos, y especialmente del último, se conservan.

La segunda época, la época de virilidad y esplendor de este género maravilloso y delicado, comenzó a florecer en la ciudad imperial después que Don Alfonso la reconquistó del poder de los musulmanes. Los alarifes andaluces que habían estudiado en la Alhambra y en el alcázar de Sevilla, magníficos edificios en que el genio oriental desplegó todo el lujo de su imaginación inagotable, se desparramaron en este tiempo por la Península, y llevaron las nuevas ideas al seno de las ciudades reconquistadas, en las que, así los árabes que aún permanecían en ellas, como los cristianos y los judíos que en gran número se encontraban en las grandes poblaciones, usaron casi exclusivamente por espacio de dos o tres siglos de esta arquitectura, ya para sus palacios, ya para sus templos y fábricas de utilidad común.

Imposible sería describir con palabras la brillante metamorfosis que en esta edad experimentó el arte que hemos visto en los siglos anteriores seguir tímidamente el sendero de la imitación, ensayando con pobreza y miedo alguna que otra idea original. Sus formas groseras y pesadas han adquirido una esbeltez y una gallardía admirables; sus arcos, compuestos de mil y mil líneas atrevidas y nuevas, se sostienen sobre columnas tan frágiles, que no se concibe que pudieran soportar los muros, si éstos a su vez no fuesen calados y ligeros como el rostrillo de encaje de una castellana; las geométricas combinaciones de sus lacerías se complican y enredan entre sí de un modo inconcebible, y cada capitel, cada faja, cada detalle, en fin, de estas magníficas creaciones, son a su vez una obra artística maravillosa en las que otros detalles secundarios aparecen a los ojos del observador y lo asombran por su delicadeza, su novedad y su número.

La iglesia del Tránsito, antigua sinagoga, la ornamentación de Santa María la Blanca, los restos del alcázar del rey Don Pedro, la casa de Mesa y otros muchos edificios, ya religiosos, ya profanos, representan dignamente en la capital de Castilla la Nueva este período de esplendor y grandeza de la arquitectura arábiga, cuyos rasgos más característicos son los que a continuación expresamos.

El empleo de ojivas túmido conopiales, ya simples, ya incluidas en arcos de herradura o estalactíticos; el uso, cada vez más frecuente, de dobles ajimeces, sostenidos por parteluces esbeltísimos y cuajados de ornamentación y figuras geométricas; arcos de diversas formas, en los que se combinan de mil maneras extrañas porciones de círculo, que dibujan las archivoltas y perfilan los vanos; arcos trazados por líneas rectas combinadas con porciones de círculo; pechinas de dobles y triples hileras de bovedillas apiñadas, las que también se usaron en algunos edificios del género ojival, construidos en épocas posteriores, como en San Juan de los Reyes; sustitución en las leyendas que adornan los muros de los caracteres cúficos, usados en la primera época, por los neskhi, de forma más ligera y gallarda; adornos en la ornamentación completamente originales y propios del arte arábigo, los que, aun cuando guardan alguna remota idea de los bizantinos, ya se han hecho más ricos y elegantes; artesonados cuajados de lujosos detalles; lacerías combinadas de cierto modo, que les da alguna semejanza con las tracerías del estilo ojival; uso casi general de aliceres o anchas fajas de azulejos brillantes de infinitos colores y formas, adornando las zonas inferiores de las tarbeas o salones; sustitución en algunas cenefas de las hojas agudas y entrelargas, propias de la ornamentación de otros estilos, con la parra, roble y otras de parecido dibujo, las que, revelándose sobre fondos de ataurique y combinándose entre sí, forman a veces dobles postas. He aquí los principales caracteres que, unidos a la delicadeza y perfección con que están ejecutados todos los detalles, dan a conocer este período a primera vista.

La tercera época, la época de la decadencia, no tiene, por decirlo así, una fisonomía propia. Se hace notar por la falta de lujo y de riqueza en sus obras, por el abandono de aquella prodigalidad de ornamentación que caracterizó a esta arquitectura en su período de gloria, y por la adulteración de algunas de las partes de que se compone.
El estilo ojival, que cada día adelantaba un paso más en la senda de la perfección, comenzó a oscurecer y a poner en olvido el arte arábigo, el cual, no obstante, prolongó su existencia; aunque trabajosamente, hasta mediados del siglo XVI, en el que el Renacimiento destronó a un tiempo a los dos géneros, representantes genuinos, el uno de la religión cristiana y el otro de la islamita.

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