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La sombra (Capítulo III)

Benito Pérez Galdós (1843-1920)

Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 10 de mayo de 1843 - Madrid, 4 de enero de 1920), pseudónimo de María de los Dolores Pérez Galdós, fue un novelista, dramaturgo y cronista español considerado el mayor representante de la novela realista del siglo XIX en España y uno de los más importantes escritores en lengua española. [+ Biografía]
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Capítulo III - Alejandro

Aquella noche no pudo continuar el doctor su curiosa narración que, a fuerza de extravagante, me había inspirado algún interés. Yo deseaba saber cuál sería la hazaña final del travieso héroe de la antigüedad, que se propuso quitar el juicio a mi pobre amigo, si es que alguno tenía. Bien se echaba de ver que aquello había de concluir pronto de cualquier modo, pues no era posible que semejante invención o lo que fuese se prolongara por más tiempo lo que la ley del arte exige, y además, según lo último que refirió mi amigo, se comprendía que el desenlace no podía estar lejos. Pero aquella noche, como he dicho, no le fue posible satisfacer mi deseo: hubiéralo hecho él, a pesar de su cansancio y de lo impresionado que estaba con el recuerdo de sus desventuras; mas no le insté a que siguiera, quedando de acuerdo para celebrar nueva sesión la noche siguiente, como lo hicimos. Reanudando el interrumpido hilo de su discurso, el sabio continuó así:

-¿En qué quedamos? porque de anoche acá me he trascordado; y siempre que recuerdo aquello hay un desquiciamiento en mis facultades, de ordinario no muy sanas.

-Quedamos en un incidente interesantísimo. Usted se había desvanecido, se había dormido, abandonándose a un profundísimo sueño, que yo tengo para mí fue obra de algún sortilegio de aquel ente infernal, y al despertar, ya casi de día, vio aparecer a Paris de bata y pantuflas, como si se levantara de la cama.

-Así es en efecto -dijo-, y yo, según indiqué a usted, en mi estupor, no pude decirle palabra en mucho tiempo; le miraba sintiendo en mí algo de ese mareo que precede a un letargo profundo: le miraba pasearse por el cuarto con las manos en los bolsillos de la bata, sacar un cigarro, encender un fósforo, raspándolo en la caja, y después fumar tan tranquilo.

-¿Y no hablaron ustedes?

-Sí hablamos. Lo particular es que aquella bata era la mía, y le caía tan bien que ni pintada, como si se la hubieran hecho a su medida.

-Está visto que ese farsante quería apropiarse todo lo que era de usted -observé; y me arrepentí al poco rato de haber hecho tal observación.

-Sí -dijo tristemente-. Por fin, viendo que nada podía hacer contra aquel miserable; viendo que no le podía vencer, que no le podía matar, que no le podía arrojar de mi casa, resolví entregarme al dolor, rendirme, incapaz ya de resistir más tiempo. No injurié a Paris, no le maldije, no intenté maltratarle, porque nada valía contra él. Di tregua a la ira, trocándola por una resignación serena, que fue en mí entonces un gran alivio».

»Yo me voy -le dije-, puesto que nada puedo contra ti. Demonio invulnerable, yo te abandono todo, mi casa, mis riquezas, mi posición, mi esposa: todo queda en tus manos, incluso mi honor, que no he podido librar de ti. Hablo de mi honor en la opinión de las gentes, que mi honor en mi conciencia, eso va siempre conmigo, y no me lo puedes quitar con tus malas artes. Prefiero andar errante lejos de aquí, en país desconocido, despreciado de todos, a soportar este suplicio en que vivo, privado de los más inocentes goces del hogar. Quiero huir; quédate aquí en posesión de todo: me confieso vencido.

-«¡Necio! -contestó mirándome-. ¿A dónde has de ir que yo no pueda seguirte? Recuerda lo que te dijo anoche. Si al marcharte te dejas aquí el entendimiento y la fantasía, lo que hay en ti de divino, lo que te distingue de la bestia, puedes marcharte tranquilo; no te molestará; pero si no, no cantes victoria, que yo iré contigo en esta o en otra forma; pues cuando me encariño con una persona, no la abandono fácilmente».

-«Pero si ahí te dejo todo -repliqué-, ¿qué más quieres? Ya no temo la deshonra, no temo el escándalo, no temo nada. Puedes gozarte en tu obra; no me importa que hablen de mí, que me señalen, que me injurien con los más denigrantes apodos. ¿Qué más quieres de mí?».

-«Sosiégate, ¡oh Anselmo! -exclamó Paris-. ¿A dónde vas solo, errante por esos mundos, perseguido siempre por mí, aunque en distinta forma? Ten calma; reflexiona, medita la gravedad de tu determinación. ¿No ves que eso es cobardía indigna de un hombre de corazón? Acepta el martirio, y resístelo hasta el fin, como cumple a quien blasona de temple de espíritu, y de esa entereza que enaltece a los hombres más que el valor frenético y temerario. Aquí es donde debes estar siempre en presencia de tu dolor, siempre en tu puesto, soportando una tras otra las angustias de esta crisis que no es nueva en el mundo y que ya ha trastornado a muchos. Aquí, amigo, aquí. No dirás que no soy concienzudo, que no razono con la madurez que distingue a las personas graves de los mozalbetes casquivanos y presumidos».

-«¡Oh, esto ya es demasiado! -dije-; ¿no he de salir de aquí, no he de abandonar esta casa? ¿También me has de perseguir lejos de estos sitios? Eso no puede ser; y si así fuera, yo me embruteceré, no pensaré, como has dicho, seré un animal de los más torpes y groseros. Si esto es ser hombre, maldigo mi condición, y me río de esa pomposa palabrería con que la enaltecen algunos, diciendo que somos los reyes de lo creado. ¡Qué imbecilidad!».

-«Sí; ¡eso es ser hombre! -afirmó él-, y eso es ser rey de la creación. Yo he vivido desde el principio del mundo, y he presenciado multitud de sucesos terribles, individuales y sociales. Sé lo que son esos dolores, cuya importancia es tal en la esfera de la vida, que algunos han traspasado los límites de lo personal para conmover al mundo, como sucedió en la guerra de Troya, cuyos pormenores recuerdo como si hubieran pasado ayer. Por lo que ha visto desde entonces, comprendo que se engaña el que crea poder eximirse de ese gaje de angustias con que pagáis el orgullo de ser la flor y nata de lo creado; comprendo la inmensa verdad que encierra el dicho de Goethe: 'el que no está preparado a la desesperación, no está preparado a la vida'. Ánimo: no eres tú el primero de los que se aniquilan, quemándose en la llama de la vida, como se quema la mariposa en la luz: tú no eres el primero, eres un ejemplar de esa rica colección de mártires que han hecho del vivir una bella y sorprendente epopeya».

-¿Sabe usted que no dejaba de explicarse con juicio? -dije, observando que Paris disertaba sobre la vida con una seriedad que, aunque no exenta de extravagancia, le hacía sin embargo mucho honor.

-Aquel endiablado se había puesto a filosofar, dejando su cínica desenvoltura para hacer reflexiones en un tono que me parecía más burlesco que sus chanzas del día anterior.

-¿Y después, qué hizo? -pregunté, esperando que el aparecido se quitaba al fin la bata y las pantuflas de mi amigo para vestirse y arreglarse.

-Verá usted -agregó el doctor-. Yo no permitía que nadie entrara allí; pero entró, cuando yo estaba descuidado, un criado a anunciarme a mi suegro el conde del Torbellino, y no manifestó haber visto la sombra. El criado, al parecer, creyó que yo estaba solo. Iba yo a salir con objeto de recibir a mi suegro, cuando este, que no se andaba en ceremonias, entró. Yo temblé pensando que pudiera ver a Paris; pero no. Paris estaba junto a mí, y el conde no le vio. Para él, lo mismo que para el criado, hallábame solo en la habitación. ¡Cosa más particular! Varias veces el aparecido pasó entre él y yo, sin ser visto más que de mí. Yo sólo sentía sus pasos, yo sólo recibía el rayo de su mirada, de una viveza imposible de pintar. Mas a poco de estar allí el conde de Torbellino, Paris desapareció: yo miraba a diestra y siniestra por ver si se ocultaba en algún rincón; pero nada, había desaparecido. No vi más que mi bata y mis pantuflas arrojadas sobre una silla.

»Mi diálogo con mi ilustre suegro fue importantísimo, y es de grande utilidad el referirlo para mejor inteligencia de esta sin igual historia. Pero antes voy a dar a usted algunas noticias de tan respetable personaje.

«El conde del Torbellino -continuó don Anselmo-, era un hombre tempestuoso, y no porque tuviera carácter irascible, violento y amigo de pendencias, sino porque su espíritu, esencialmente tranquilo, se manifestaba al exterior de la manera más resonante y ampulosa. Cuando decía alguna tontería, cosa frecuente en él, su voz, bronca por naturaleza, se ahuecaba hasta lo más bajo del diapasón: cuando quería convencer a alguien de que era hombre importante y de que los negocios le traían loco, en palabra llegaba al último grado de la vana grandilocuencia; si no decía nada su respiración semejaba a un vendaval lejano. Locuaz y retumbante, parecía el símbolo de la tormenta, la explosión hecha hombre. Sus oyentes eran muchos: complacíanse sus tertulios en escuchar el estrépito de su voz descomunal; pero en tocando a reír, la turba de interlocutores se dispersaba más que de prisa, porque la carcajada del buen señor trastornaba y aturdía.

»La caja sonora que tan atroces ruidos producía, era proporcionada al sonido mismo. Corpulento, pesado, cavernoso, monumental, el señor conde era una pieza estimable que podía honrar a cualquier cantera. A semejante mastodonte no faltaban dignidad ni donaire, antes al contrario, su crasitud cuadrilonga le daba cierto aspecto cesáreo y dictatorial.

»Su rostro era más bien hermoso que feo, adornado lateralmente de espesas patillas blanquinegras: la nariz tenía algo de la voluta corintia: la boca grande, de labios carnosos y retorcidos, se asemejaba a las bocas de esas máscaras griegas que vomitan festones y emblemas. Dos grandes contracciones sostenían en los extremos de esta boca una hilaridad presuntuosa, tan constante en él y tan grabada n su rostro, que podía decirse que en él la sonrisa era una facción. Sus lentes eran algo más, eran un órgano: la frente, en que algunos pelos aplastados por el sombrero y pegados por el sudor, dibujaban una especie de leyenda jeroglífica, era pequeña, deprimida y roja; pero de un rojo intenso y como transparente, cual si los sesos de aquel buen señor fuesen de bermellón o cinabrio. Su cuerpo era un prodigio de solidez arquitectónica; cada extremidad un portento de equilibrio, y sus hombros, su abdomen y su espalda otras tantas obras maestras de estereotomía muscular; sus pies dos ladrillos. A pesar de tanta solidez, este monolito se movía con bastante soltura; y cuando hablaba, los brazos daban vueltas como dos aspas de molino, amenazando descabezar al que tenía la desdicha de escucharle.

»En cuanto a entendimiento, el conde pasaba por ignorante entre muchos y por sapientísimo entre algunos; mas no era ni una cosa ni otra. Sin ser ilustrado, sabía lo bastante para hablar de todo, no disparatando siempre. En algunas cuestiones, sin embargo, era fuerte, sobre todo en Política y en Hacienda. Ocupábase mucho de la alza y baja de los fondos públicos, y negociaba con el crédito del Estado, tomando parte con los primeros capitalistas en las más arriesgadas operaciones mercantiles, lo cual fortalecía sus conocimientos en Hacienda. La suya le inspiraba serios temores, sobre todo en la época a que me refiero, y el mal humor que le ocasionaban sus desbarajustados asuntos se hubiera trocado en hipocondría si mi casamiento con su hija no echara un buen puntal a su fortuna.

»Distinguíale también su notable prurito de agradar a las gentes. Su amabilidad, aunque tonante y explosiva, le había captado la voluntad de muchas personas. De esta amabilidad nadie tenía mejores pruebas que yo: siempre fui objeto de su predilección, y nunca más que en la ocasión de que hablo pude conocerlo. El conde me probó el gran interés que yo le inspiraba, en aquel diálogo que voy a referir a usted con la puntualidad que mi memoria me permite.

«Mi querido yerno -dijo él-, yo siento tener que hablarte de este asunto, pero es necesario. Elena no puede vivir así. No te enfades: nadie mejor que yo conoce tus buenas prendas; nadie ha tratado de disculparte más que yo; pero han llegado las cosas a un extremo... tu carácter...».

-«Yo no entiendo ni una palabra de lo que usted me quiere decir -le contesté, presumiendo que algo grave encerraban aquellas indicaciones».

-«Todos en la casa dicen que estás loco -añadió el conde-. Esta opinión, el único que la ha combatido he sido yo, que desde antes de que entraras en mi familia conocía tu carácter. Yo sé que no es locura: estos arrebatos que hoy te dan son antiguos en ti, si bien los agrava actualmente una monomanía, uno de esos estados pasajeros del alma que nos ponen a veces en tal disposición, que no parecemos tener pizca de sentido».

-«Pues usted me explicará eso mejor, si quiere que le entienda» -dije yo, que ya tenía demasiadas confusiones en la cabeza para comprender de una vez la nueva serie de enredos que mi suegro me traía.

-«Elena se queja con razón -contestó-; la infeliz ha enflaquecido de tal modo estos días, que parece un cadáver. Todos procuramos consolarla. ¡Cuidado que eres extravagante! La atormentas del modo más cruel; la asustas con tus atrocidades sin cuento. Pero ¿en quién has visto cosa semejante? Según ella refiere, algunas noches entras despavorido en su cuarto, diciendo que has oído allí la voz de un hombre; otras veces la maltratas, la injurias, asegurando que has visto a alguien saltar por su ventana al jardín. Cuando más descuidada y tranquila se halla, entras furioso, profiriendo gritos y amenazas y preguntando dónde está él; tu aspecto infunde miedo; tus palabras son las de un loco; tu ademán es descompuesto. Di si hay mujer que tenga la fortaleza y el temple suficientes para ver en calma estas cosas, y considera también si no hay en tu conducta bastantes motivos para atraerte, no digo yo la antipatía, sino el horror de tu esposa».

-«Sí -repliqué yo-, lo confieso; pero usted no sabe que para obrar así tengo mis razones.

-«¡Razones! No seas tonto. ¿Qué razones puedes tú tener para obrar de esa manera? Si tuvieres la calma, la filosofía que se necesita para poder vivir en estos tiempos que alcanzamos, no te sucedería eso. Es que tú te apuras de nada: eres muy puntilloso; tomas muy a pechos todas las cosas, y, en resumen... no sabes vivir».

-«Suplico a usted, mi querido suegro, que me explique eso, pues quizás me dé alguna luz en la situación en que me hallo».

-«Quiero decir que te cuidas demasiado de la opinión de las gentes, cosa que se debe despreciar las más de las veces, sobre todo cuando, como en la ocasión presente, no se funda en nada positivo, sino en esas presunciones vulgares, hijas de una gran decadencia moral».

-«Pero ¿qué dice la opinión de las gentes? -pregunté yo-. ¿Alguien se ha atrevido a hablar de mi casa, de mi familia...?».

-«Te diré -contestó él enfáticamente-: no debes apurarte por esto, que además de no tener importancia, es cosa que se ve con demasiada frecuencia para inspirarnos recelo. No hay que hacer caso de la opinión de esa gente holgazana que vive de la cháchara y el escándalo, atisbando siempre en lo más íntimo de las familias... No te apures por eso. Sólo con el desprecio se correspondo a la vileza de esas infames gentes que nada perdonen, ni aun lo más santo y respetable».

-«Pero ¿qué dicen de mí?».

-«Mira, nosotros no debemos hablar de esas cosas -contestó-, pues hasta nombrarlas me parece indecoroso. Dejémoslo, y se acabó... Trata de serenarte...».

-«No; yo quiero saberlo, y pronto» -contesté muy agitado.

-«¡Vaya! -exclamó el conde de Torbellino, poniéndose los lentes, que en el calor de su elocuencia se le habían caído-; ¿quieres que te cuente lo que tú sabes mejor que yo, lo que ha sido causa de las extravagancias que has hecho estos días?».

-«No: yo no sé nada; quiero saber todo eso que usted me ha indicado para confundirme más».

-«Pues con indignación te informaré, querido Anselmo, de que ha habido personas tan insolentes que han puesto en duda... ha habido quien ha osado difamar a la misma virtud... a mi hija Elena. Te aseguro que si conociera yo al infame que...».

-«¿Pero quién, en dónde, qué persona ha dicho eso?» -vociferé yo, aterrado ante la horrible confirmación de lo que en mi cabeza pasaba.

-«¿Quién lo va a averiguar? Y lo único en que se fundan es en que frecuenta tu casa ese joven, ese joven... ese que viene aquí desde hace algunos días... eso Alejandro no sé cuántos».

-«No sé de quién habla usted» -dije estupefacto.

-«Sí: ese... Precisamente ayer le vi entrar aquí; varias veces le he visto entrar» -añadió dándome a continuación las señas de aquel ente infernal, hombre, demonio o aparición que tanto me había atormentado con el nombre de Paris-. La cosa es que como el chico tiene fama de ser uno de los más grandes perturbadores del hogar doméstico que han existido, desde que se le ha visto entrar aquí...».

-«¿Y quién ha traído aquí a ese sujeto?».

-«Yo no sé: tú lo sabrás. Lo cierto es que entra mucho en tu casa, y de seguro Elena le tratará como un amigo, sin sospechar la infeliz que, aunque inocente, está labrando su desdoro admitiéndole aquí. Pero al mismo tiempo, no admitirle sería justificar la perfidia de los maldicientes y en cierto modo ajustarse a su sistema. Lo mejor es despreciar todo eso, querido Anselmo. Ya ves cómo sé cuál es la causa de tus locuras, y yo no puedo menos de reírme al considerar cuánto has atormentado a la pobre Elena por una causa tan frívola. Serénate, hombre, ten calma, como antes te he dicho. Si porque cuatro desalmados hablan de ti, vas a hacer tales atrocidades, asemejándote a los mayores locos que han existido, ¿qué harías si tuvieras una verdadera causa?».

Así habló el conde de Torbellino; y sus palabras, lejos de darme luz en aquel asunto, me embrollaron más y más la cabeza. Antes había dudado si la figura de Paris era real o meramente una creación de mi entendimiento, producida por fenómenos no comprendidos: esta duda me daba grande tormento. Ahora, según las palabras de mi suegro, Paris era un ser real, conocido de todos. Entonces, ¿cómo fue herido gravemente por mí, restableciéndose después por encanto sin que quedaran en su cuerpo señales de postración? ¿Cómo aparecía y desaparecía sin saber de qué modo? Esto aumentaba mi confusión de tal manera que cuando se fue mi suegro me sumergí en intrincadas y laberínticas meditaciones, a ver si vislumbraba un rayo de luz en tanto lobregueces. ¡Dios mío! Aún no era bastante. Para colmo de desdicha, entró mi suegra, que empleando muy distintas razones que su esposo, dialogó conmigo un buen espacio de tiempo.

Mi suegra era una vieja coqueta, en quien los años no habían amortiguado el deseo de agradar, case de su carácter. Habiendo sido hermosísima, en su rostro no quedaban ya más que lástimas, y únicamente los ojos conservaban en su brillo y expresión algo de aquella belleza que se había despedido para no volver más. Este desastroso afeamiento era en parte remediado con los complicados afeites que se hacía, y las mil cosas que inventaba para disimular los estragos de su persona. En cuanto a costumbres, las suyas no se distinguían sino por un continuo callejear, que no le dio muy buena opinión, aunque nunca se dijo claramente que no fuese honrada. Gustábale divertirse más que a muchas que no pasan de los veinte; y en este punto jamás determinaron en ella los años ningún progreso visible; pues vieja y todo no perdonaba baile, ni comedia, ni paseo, ni reunión, ni ceremonia donde gente joven y bulliciosa. Parecía que se le reverdecían con esto los años, refrescándosele el cuerpo con el continuo zarandeo.

Esta dama ilustre, que profesaba en materias de opinión teorías muy peregrinas, fue la que me habló del modo siguiente:

-«Eres, Anselmo, un salvaje, una fiera, un tigre. Pensar que mi hija pueda vivir mucho tiempo en compañía de una persona como tú, es locura. Verdaderamente sería risible, si no fuera tan triste lo que está pasando. Vamos, que aquellos sustos que le das, presentándote de noche en su habitación como un loco, y al parecer, ofuscado el entendimiento por alguna mala idea...! En verdad no sé cómo vive la infeliz... Está enferma, y temo que sea de cuidado su mal, porque francamente, ¿qué persona impresionable y delicada resiste a las pruebas a que la sujetas? Es preciso que te decidas a adoptar otra conducta: mi hija no puede vivir así. A ver, ¿qué es lo que te obliga a proceder como procedes...? Quiero saberlo. ¡Y pensar que es Elena un modelo de amabilidad, de discreción, de prudencia!

»Verdaderamente, Anselmo, ya veo que no puede haber mayor tormento para una joven que vivir contigo. En tu compañía ninguna puede encontrar esa agradable confianza que es fundamento del amor; no eres amable, ni mucho menos: por el contrario, a pesar de tus buenas prendas, te haces repulsivo por los arrebatos de tu carácter, por esa misantropía que te consume. En ti no hallará mi hija ninguna clase de ternura, ni aun esas pequeñas fórmulas cariñosas que, insignificantes en apariencia, son de una importancia inmensa para nosotras; créelo. Además parece que te has propuesto hacerte aborrecer de ella: pasas los días abstraído, solo, encerrado en eso maldito cuarto, donde a veces se te siento hablar como si estuvieras en conversación con las ánimas del Purgatorio».

-«¿Se me siente? -dije yo oyendo con terror aquella descripción de mi vida.

-«Sí, eso dicen los criados -continuó riendo-, te han oído hablando solo. ¿Es esto tener razón, es esto ser hombre? Después sales y vas dando feroces gritos al cuarto de Elena, que trémula y sobrecogida, te ve registrar la habitación como si persiguieras a alguna sombra. La pobrecilla ha llegado a tenerte tanto miedo, que tiembla sólo de oír tu voz. Yo no sé en qué va a parar esto. ¡Qué va a parar esto! ¡Qué singular manera tienes de hacerte querer de tu esposa! Ni la acompañas, ni la mimas, ni procuras distraerla; ella está acostumbrada al trato de las gentes, a los goces de la sociedad... ¡y verse aquí sola, encerrada...! Únicamente yo me intereso por ella; he logrado reunir aquí algunos amigos y amigas, que nos hacen tertulia, entreteniéndonos un poco. Pero yo no sé qué tiene esta casa: es triste como su dueño; todos huyen de ella. En los últimos días casi nadie ha venido, y nos hubiéramos visto muy aburridas, a no habernos acompañado Alejandro X...

-«Señora, ¿a ver? ¿Quién es ese caballero...? ¡tengo curiosidad...! -dije vivamente.

-«Vaya, también has perdido la memoria -contestó mi suegra con jovialidad-. ¡Cómo está esa cabeza! ¿Con que tampoco conoces a Alejandro? Precisamente salía de aquí cuando yo entraba... Si viene todos los días...

-«Señora, yo no sé de quién habla usted».

-«Pero este hombre está loco; ya desconoce a sus principales amigos, a Alejandro X, que tanto frecuenta su casa; la persona más amable que he tratado en mi vida, amigo tuyo, como lo es de todo el mundo; porque ese hombre, yo no sé... es de los que conocen a todo bicho viviente... Claro, es tan amable, tan listo, de una travesura jovial, discreta y elegante.

-«¿Y dice usted que yo le conozco?».

-«Pero estás loco. ¿No les has de conocer? Si habéis salido juntos de paseo mil veces, si habéis comido y almorzado juntos, qué sé yo... Alejandro, hombre de Dios -añadió alzando la voz como si hablara con un sordo-. Indudablemente has perdido el juicio».

-«¿Y dice usted que las acompaña? -pregunté en el colmo del estupor.

-«Si no fuera por él, mi hija y yo nos aburriríamos. Él nos acompaña, y es tan amable... Nos divierte mucho contándonos historias íntimas. ¡Ah! ¡No sabes cuánto nos cautiva su conversación, sobre todo a Elena, que gusta do oír narrar aventuras! Ese hombre ha viajado mucho, y aunque joven, conoce el mundo como si hubiera vivido siglos».

-«¿Y dice usted que yo le conozco?» -pregunté con ansiedad.

-«¡Válgame Dios qué hombre! Es lo mismo que si preguntaras si me conoce a mí. Tú no estás bueno. Anselmo, por Dios, esa cabeza...».

Estas y otras razones cambiamos mi suegra y yo en aquel diálogo memorable. Ella se fue, porque le avisaron que Elena estaba con un síncope, y al poco rato, cuando aún no había yo tenido tiempo de aclarar un poco las ideas que lo indicado por mi suegra me sugería, entró un amigo mío muy querido, el cual me habló también cosas que no debo pasar en silencio, para mejor inteligencia de este raro suceso.

-«Venía a saber de tu mujer -dijo-; oí decir que estaba mala».

-«Sí -contesté-, no está buena. Desde hace días tiene no sé qué. ¿Por quién lo supiste?».

-«No recuerdo dónde lo oí decir».

-«Yo sé que hablan de mí por ahí» -indiqué, porque había conocido que mi amigo quería contarme algo, y que esperaba que rodase la conversación sobre aquel punto.

-«¿Que hablan de ti? No sé -dijo vacilando-: Bien; no te lo negaré: al contrario, obligado por nuestra amistad te hablo de este asunto, y si te digo que no he venido a otra cosa, no miento de seguro».

-«Vamos a ver».

-«Por supuesto que debes despreciar ciertas cosas, mejor dicho, no despreciarlas del todo; conviene hacerse cargo de ellas, meditarlas y resolver después maduramente lo que se debe hacer. Esto no es nuevo. Todo el que vive aquí en cierta posición, como tú, está expuesto a las hablillas. Hay que resignarse y no enfurecerse, porque si alguna cosa hay que deba tomarse con calma, es esa».

-«¡Con calma! -repuse yo perdiéndola completamente-, ¡con calma he de mirar mi deshonra! Yo buscaré al infame autor de esa calumnia».

-«Luego, ya estás tú enterado».

-«Sí -dije-; no sé, lo he presumido, lo he adivinado».

-«Pues sí, amigo -repuso él-, no te precipites. Las reputaciones más sólidas no se libran de esos ataques».

-«Te juro -dije-, que yo he de matar a quien ha difamado mi casa, ya sea uno, ya sean muchos, esa vileza no ha de quedar sin castigo».

-«Mal hecho; eso no se hace así. Conviene tratar con la Fama en buena amistad para que no nos maltrate; conviene capitular con los murmuradores y hacer ciertas concesiones para que no acaben de deshonrarnos. Para alejar a esa víbora maligna no de ha de luchar con ella; es preciso adularla con los dulces sonidos de un instrumento músico. El vulgo viperino es invencible cuerpo a cuerpo, y débil cuando al defensa ciega se sustituye la maña astuta».

-«Yo no puedo adular a esos infames. Mi honra esta sobre ellos».

-«Todo eso es muy santo y muy bueno; pero se dice una cosa... bien... En estos tiempos es más temible el dicho que el hecho. Ya comprendes la fuerza que tiene un 'dicen'. Si quieres seguir mis consejos, márchate de aquí por algún tiempo. Cuando vuelvas, todo está olvidado. Es la mejor manera de que te libres de ese hombre, cuya presencia continua en tu casa tanto te daña. Es lo mejor; así se acaba sin escándalo, porque el escándalo, amigo, graba los hechos en la mente del público, y hechos estereotipados de este modo no se borran fácilmente».

-«¿Pero qué hombre es ese? -pregunté».

-«¡Qué hombre! -dijo con estupor, admirado de que yo no lo conociera-. Alejandro X. Estoy seguro de que sus visititas aquí han sido inocentes; pero le ven entrar, y como tiene tan mala fama...».

-«¿De veras? -dije para obligarle a explícarse mejor».

-«Sí -contestó-, es de estos que hacen gala de sus costumbres licenciosas. Buena figura, gracia, cierta depravación. No tiene más oficio que hacer el amor, ni más aspiración que ser objeto de las necias alabanzas de la multitud, siempre gozosa por cada honra que se pierde y cada nombre que se mancha».

-«¿Y dices que debo salir de aquí?».

-«Sí: es urgente. Déjate de medios violentos. Matar, desafiar; todo eso aumenta el escándalo y las habladurías...».

-«No: yo quiero matar a ese hombre -grité con furia, olvidando en aquel momento que Paris era inmortal».

-«¡Matar! ¿Y a quién? ¿a ese? ¿Y estás seguro de que al matarle castigas a un delincuente? Tú ya das por supuesto que ha habido delito, y no es esa la cuestión. Se trata sólo de ciertas voces que debemos suponer no tienen fundamento alguno. Ahora di si esas voces se acallan matando gente».

-«Pues yo no puedo salir de aquí -dijo recordando la amenaza de Paris de seguirme a todas partes-, él irá tras nosotros».

-«¿Cómo puede ir contigo? -dijo mi amigo-. Y si va, en tu mano está evitar que te siga mucho tiempo. Aquí, no es fácil que sin escándalo puedas echarle de tu casa, mientras que viajando ya es más posible librarte de él por cualquier medio».

Poco más hablamos; pero lo que he referido fue lo bastante para confundirme más de lo que estaba. El principal tema de mi cavilación consistía en esto que repetía sin cesar: «Luego Paris es un ser real; ese que llaman Alejandro no es una sombra, no es una aparición, sino un hombre que entra en mi casa y es conocido de todo el mundo. Alejandro y Paris son dos personas distintas; el que yo he visto es representación o remedo del primero». Cansado ya de aquel suplicio, resolví salir para buscar en la confianza y en el consejo de personas afectas a mí un alivio a tan terrible pena. Pensé dirigirme a varios amigos de lealtad probada, y además muy conocedores de las cosas de la vida, esperando sacar de ellos alguna luz para alumbrar tan pavoroso enigma.

Salí. Según después me han contado, andaba yo por la calle con la vista extraviada, el andar inseguro y torpe, puestos el sombrero y los vestidos de muy singular manera. Hacía reír a las gentes; y aun los acostumbrados a ver en mí un hombre no parecido a los demás, se paraban a mi paso, señalándome como una curiosidad. Aunque había hecho propósito de consultar con determinadas personas, yo no encaminaba derechamente mis pasos a lugar alguno. Iba de aquí para allí, a la ventura, ciegamente. Figuraos cuál sería mi sorpresa cuando, al atravesar no sé qué calle, tropecé... iba a caer, y una mano asió vigorosamente mi brazo. Me volví y era Paris que me sostenía. No sé lo que sentí en aquel momento. En otra situación de espíritu le hubiera dado de golpes en presencia de todo el mundo; pero ya la maldecida figura no me inspiraba sino temor: en su presencia mi alma se sobrecogía, mi palabra enmudecía, flaqueaban mis fuerzas. Desde que se ponía a mi lado, mi espíritu se subordinaba al dominio de aquel ser infernal, doblegándose tristemente como si sintiera su inferioridad. Desde aquel momento yo no me pertenecía, estaba en sus manos, en su poder. Él me tomó el brazo, y anduvimos largo trecho por las calles más concurridas sin hablar una palabra. Mirábanos la gente: muchos conocidos míos encontramos al paso, y yo observaba que al pasar cuchicheaban señalándonos. Sin saber cómo, y sin que mi voluntad obrara para nada en ello, el diabólico Paris me arrebató hacia el Prado, que por ser el día de los más hermosos de otoño, estaba concurridísimo. Los grupos se apartaban para dejarnos pasar, y muchos se sonreían con disimulo fijando la vista en los dos. En aquel instante Paris era visible para todos; ya no era aquella sombra, sólo percibida por mí, que en mi habitación surgía de la tela de un cuadro; era un sujeto real, y todos le veían, le saludaban, nos saludaban, observando con malignidad, mas no con sorpresa, que anduviéramos juntos.

Así atravesamos el Prado; seguimos hacia Recoletos sin que yo pudiera detenerme. Arrastrábame de tal modo que a veces parecía que una fuerza extraña movía mis pies. La gente era en mayor número cada vez, y la malignidad la misma en todos los semblantes conocidos. Parábanse algunas personas y nos miraban un buen rato: otras pareciome que se reían; y en tanto nosotros siempre andando, andando. Yo estaba rojo de vergüenza; el rostro me quemaba como si tuviera en él carbones encendidos, y en el fondo de mi corazón latía un odio terrible, una pena profunda, una sombría angustia que no podía estallar, porque aquel demonio me lo tenía oprimido. Dentro del pecho sentía yo como una mano de fuego que me apretaba con fuerza, conteniendo en su puño ardiente cuanto en mí había de vida y sentimiento... Andábamos siempre sin descanso: gruesas gotas de sudor corrían de mi frente, y sentía una gran fatiga, aunque puramente moral, pues mi cuerpo no estaba cansado, y marchaba movido por una fuerza en mí desconocida. Atravesamos toda la Castellana, donde había más gente aún, mayor número de conocidos y más insistencia en mirarnos, sonriendo son malicia que rayaba en insolente. Caminábamos siempre, recorriendo el paseo de un extremo a otro, varias veces, hasta que la tarde iba cayendo, la gente se retiraba, y mi alma se cubrió de luto; nubláronse mis ojos, no vi más que sombras, y glacial frío corrió por todo mi cuerpo. No pude menos de detenerme: estábamos on el extremo del paseo: a nuestra espalda se oía el ruido de los coches alejándose y las pisadas de algún paseante rezagado. Entonces parece como que recobré el uso de la palabra, y sentí dentro de mí una especie de libertad, algo como descanso, como si la acción infernal de aquel ser abominable dejara de obrar sobre mí. No sé por qué atrajo mis miradas la extraordinaria brillantez de la luz crepuscular que por Occidente teñía el cielo de vivísima púrpura. Miré aquello con cierto deleite, no experimentado por mí desde algún tiempo; y cuando volví los ojos hacia mi lado, Paris ya no estaba allí, se había desvanecido como el humo. Por una ilusión fácil de explicar, volviendo a mirar hacia el Ocaso, me pareció ver dibujada con ráfagas de luz rojiza y cárdenas nubes, su faz aborrecida. Hallábame solo, enteramente solo; había recobrado el dominio de mí mismo; pero entonces el cansancio moral que antes experimenté se extendió a mi cuerpo, y caí sobre un banco aturdido y exánime.

-Pues si he de hablar a usted francamente, amigo D. Anselmo -dije-, esa aventura, lejos de aclararse a medida que se acerca el desenlace, se embrolla y obscurece más. Al principio, cuando la figura de Paris se apareció a usted en su cuarto, el caso podía pasar por una creación de la fantasía de usted, un extravío de su entendimiento. Aunque rarísimos, suele haber casos en que una imaginación enferma produce esos fenómenos que no tienen realidad externa, sino únicamente dentro del individuo que los produce. La figura desaparecida del lienzo, la voz que usted creyó escuchar en el cuarto de Elena, la sombra que vio ocultarse en el pozo, todo eso puede explicarse por una obsesión que, aunque rara, no es imposible. Pero después resulta que hay un ente real, un tal Alejandro, persona visible para todos, y que frecuenta la casa de usted; persona exactamente igual a la sombra entrometida, y que parece destinada a turbar la paz de los matrimonios, no con medios fantásticos, sino reales, según se desprende del diálogo de usted con su suegra y con su amigo. ¿En qué quedamos? ¿Qué relación existe entre Paris y Alejandro? Por una coincidencia que no creo casual, estos dos nombres son los que lleva el robador de Elena en la fábula heroica.

Ahora bien; usted dice que no conocía a ese Alejandro. Si usted le hubiera conocido, si antes de todas las apariciones, usted hubiera tenido celos de él, se comprende que su imaginación, dominada por tal idea, llegara a ese periodo patológico que origina tan grandes extravíos. Peor aquí lo primero ha sido la obsesión, y después ha venido la realidad a confirmarla. ¿No sería más lógico que precediera la realidad, y que después, a consecuencia de un estado real de su ánimo, aparecieran las visiones que tanto le atormentaron?

-Precisamente lo que usted dice fue lo que yo pensé cuando, serenado algún tanto, quise explicarme lo que me pasaba, de regreso a mi casa. He de advertir que, desde muy antes de ocurrir lo que he referido, mi cabeza se hallaba en un estado deplorable. Además de perder la memoria casi por completo, había tal extravío en mis juicios, que no acertaba a pensar con acierto ni a decir cosa alguna derechamente. Todo esto lo he observado después, y he venido a descubrirlo, cuando sondeando cuidadosamente lo pasado, he podido descubrir algo de lo que existía en mi cabeza en aquel periodo. Transcurrido algún tiempo, pude, a fuerza de recapacitar, a fuerza de atar cabos, restablecer los hechos, aunque no con la claridad que requerían. Por último, pude recordar que efectivamente yo había conocido a aquel Alejandro de que hablaban mis suegros, mi amigo, y por fin, Madrid entero.

-Pues entonces todo está explicado -dije yo-. Preocupose usted con aquel hombre, tuvo celos, pensó en eso noche y día, y ese pensamiento fue dominándole hasta el punto de ocupar todo su espíritu: la continua fijeza del pensamiento en una idea dio gran vuelo a su fantasía, debilitáronse sus fuerzas corporales con el predominio absoluto del espíritu, y de aquí ese estado morboso que lo mortificó tanto. Eso, aunque raro, pasa todos los días. Los místicos que han hablado de sus visiones con tanta fe, creyendo que han conversado con Jesús y la Virgen, son prueba de ese estado patológico que da preponderancia inmensa a la imaginación sobre todas las facultades.

Ahora bien, D. Anselmo, piénselo usted bien y procure hacer memoria: ¿antes de la aparición de Paris no ocurrió algún hecho que pudiera ser la primera causa determinante de esa serie de fenómenos que tanto le trastornaron a usted? La verdad es que aquel trastorno fue consecuencia de una perturbación anterior. Es preciso que usted diga lo que pasó antes de que viera desaparecer del lienzo la figura pintada.

-Antes de contar a usted el fin de la aventura -respondió el doctor Anselmo-, referiré lo que me dijo un cierto amigo antiguo de mi familia, un viejo de quien yo, pasada mi niñez, me había olvidado un poco. Según él, mi padre había sufrido iguales tormentos, siendo de notar entre ellos uno en que estuvo a punto de perder la vida, porque las obsesiones le quitaron hasta el hábito y las ganas de comer, sumergiéndole en hondas melancolías. Díjome que mi padre fue perseguido también por una sombra, si bien aquella no era un perturbador del matrimonio, sino un acreedor fantástico que venía a pedirle gruesas sumas, hablándole de un litigio que no terminaba nunca. Mi padre tenía desde antes de eso un horror extraordinario a los pleitos; era su manía, su tema, su locura.

-Veo que es mal de familia -añadí-. Cuando se tiene propensión natural a la vida de fantasía, no seguir la carrera de santo es errar la vocación. Para el arte no es fecunda ni útil esa facultad desenfrenada, esa furia rebelde que no se sujeta a las leyes de la razón, ni se templa con la influencia del buen sentido. Sólo sirve para producir los deliquios y alucinaciones del misticismo: hace del hombre un ser fuera de sí, que no está nunca en sí mismo, sino en otro mundo que él puebla a su antojo de seres, dandoles vida incongruente e ilógica, como la suya, poniéndoles en acción, atribuyéndoles hechos raros, disparatados, absurdos, como los suyos.

-Pues otro amigo mío -continuó el doctor-, un sabio ilustre a quien yo conocía también desde muy atrás, me dijo que esto no era más que una enfermedad, y me habló de dislocación encefálica, de cierta disposición que tomaban los ejes de las celulillas del cerebro, polarizadas de un modo especial: me dijo también que los arseniatos obraban con eficacia en tal estado patológico, que los nervios ópticos sufrían una alteración sensible, y que producían las imágenes por un procedimiento a la inversa del ordinario, partiendo la primera sensación del cerebro, y verificándose después la impresión externa.

-Yo no entiendo de medicina -dije-, pero que se trata aquí de un estado morboso, no puede dudarse. Yo he leído en el prólogo de un libro de Neuropatía, que cayó al azar en mis manos, consideraciones muy razonables sobre los efectos de las ideas fijas en nuestro organismo. Aquel autor disertaba sobre las aprensiones de los enfermos, de un modo raro, pero a mi ver no destituido de fundamento. Decía que la atención, fija constantemente en una parte del cuerpo, producía en ella la alteración del tejido; y de este modo explicaba las célebres llagas de San Francisco, las cuales no eran otra cosa, según él, que una lesión producida por la convergencia de todas las facultades, de todas las fuerzas del espíritu hacia el punto en que aparecieron. Si estos efectos tan palpables producen las ideas fijas en la economía animal, si tienen poder bastante para alterar los tejidos, para trastornar lo que les es menos afine, la materia, ¿qué no harán en la vida espiritual, donde todas las facultades están en perpetuo y estrechísimo enlace? Yo me explico la obsesión de usted, y sus diálogos ser incomprensible; me explico el duelo, que fue el último grado de la alucinación. Todo lo comprendo menos la falta de antecedentes reales, de hechos que favorecieran esa predisposición de usted, determinando la serie de fenómenos psicológicos que ha referido.

-Hechos, sí; yo creo que los hubo -contestó-. Lo último de que conservaba memoria es haber oído hablar a mi mujer de aquel joven. Yo pienso que también le vi y le hablé. Pero no recuerdo más. Después, lo que mi memoria conserva de un modo indeleble, es la noche en que oí la voz en su cuarto; la desaparición de la figura del cuadro, en fin, todo lo que he referido.

-¿Y no reparó usted si volvió Paris a su sitio?

-Seguiré contando. Cuando volví a mi casa, conocí desde que entré que algo pasaba en ella. Iban y venían los criados con agitación: oí la voz de mi suegra, penetrante y aguda; y alternando con ella la del conde de Torbellino, bronca y sonora.

Al punto me enteraron de que mi esposa estaba gravemente enferma, y así lo demostró la presencia de dos afamados médicos y la consternación de cuantos la rodeaban. Su malestar se había agravado repentinamente, determinándose una congestión cerebral, cuyas consecuencias, al decir de los médicos, no serían nada lisonjeras. Yacía en su lecho con muestras de una profunda alteración, inquieta y delirante a veces, exánime y como muerta otras. Su madre no cesaba de hablar, lamentando aquella desventura en el tono más destemplado y chillón. «¿Cuál otra puede ser la causa de este funesto ataque, sino las extravagancias de Anselmo, que la lleva al sepulcro con las mortificaciones incesantes a que la tiene sujeta? Es imposible que una naturaleza delicada resista a esa lenta inquisición». Y después lloraba con sinceras lágrimas, porque a pesar de ser una vieja desenvuelta y coqueta, no carecía de sentimientos maternales. Elena se ponía cada vez peor. Los auxilios de la ciencia parecían ineficaces, y por fin, después de verla padecer horriblemente por mucho espacio de tiempo, todos comprendimos que se moría sin remedio, a no ser que un milagro la salvara.

-¿Y Paris? -pregunté, porque me parecía extraño que el endiablado burlador no se presentase en aquel cuadro final, donde le correspondía uno de los principales papeles.

-¿Paris? Ya verá usted. Aquel demonio no debía tardar en presentarse para decir la última palabra. El espectáculo de la agonía de Elena me daba tanta pesadumbre, que no pude permanecer mucho tiempo en su cuarto. Érame imposible fijar los ojos en ella sin estremecerme, sintiendo un gran dolor unido a cierto remordimiento intensísimo que mi corazón no podía dominar. Al ver cómo espiraba tan hermosa, en la flor de la edad, en lo más risueño de la vida, pensaba si yo, como dijo mi suegra entre sollozos, era el único autor de tan triste fin, que ella seguramente no merecía. Yo consideraba que la muerte está sobre todos y nos elige, sin atender a las razones que contra ella podamos tener; pero aún así, yo creía que, no estando unida a mí, Elena no hubiera muerto tan pronto. No pudiendo resistir aquel espectáculo, como he dicho, me retiré a mi cuarto traspasado de dolor; allí estaba Paris, sentado, fumando y golpeandose con el bastón en la suela de la bota, con ademán distraído y algo descortés, impropio de la situación en que se hallaba mi casa. Cuando entró, se volvió hacia mí y me dijo:

-«Me voy: al fin lo has conseguido; pero ¡a qué precio! Para librarte de mí has tenido que matarla!».

-«¡Yo! -repuse sin poder contener mi ira-. ¡Yo... Dices que yo la he matado!».

-«Sí, tú, que las has traído al estado en que se halla con tus violencias, con tus acometidas, con esos bruscos allanamientos de morada que has hecho en su cuarto, con el horror que le inspiraste, con la turbación moral que has producido en ella. Yo he leído, no sé dónde, que estos sacudimientos, causados por fuertes impresiones y sorpresas, si se repiten con alguna frecuencia, alteran de tal modo las funciones del cuerpo, lo desquician y desequilibran de tal modo, que al fin el estado normal no puede restablecerse y la muerte es segura.

-«No he sido yo, demonio aborrecido -exclamé-, no he sido yo quien la ha matado, has sido tú, tú que has traído el desorden a esta casa, que me has vuelto loco. Tu misión es luto y vergüenza: tú me has deshonrado, me has perdido, me has lastimado en lo que para mí había de más caro; has pisoteado mi corazón; has hecho escarnio de mis sentimientos; me has hecho aborrecible lo que más amaba en el mundo; y de aquello que era para mí de más valor que la misma vida, mi honor, tú has hecho una burla, un epigrama, una gacetilla puesta en boca de los ociosos y de los libertinos.

-«Ese es mi destino -dijo sin alterarse por los improperios que le dirigí; y en verdad yo estaba furioso y elocuente. Sin saber por qué, iba desapareciendo el terror que aquel demonio me causaba... Después le dije:

-«Tú eres la más grande aberración de la sociedad; eres una de esas monstruosidades que acompañan al hombre como un duro castigo de no sé que delito, que perennemente y sin conciencia de ello estamos cometiendo.

-«¡Necio! -exclamó-, tú me has llamado. Tú me has dado la vida: yo soy tu obra. Te haré recordar, aunque la comparación sea desigual, la fábula antigua del nacimiento de Minerva. Pues bien, yo he salido de tu cerebro como salió aquella buena señora del cerebro de Júpiter: yo soy tu idea hecha hombre. Mas no creas por eso que no tengo existencia real: yo ando por ahí como tú, me conoce todo el mundo, soy un Fulano de Tal, como cualquiera. Para el mundo hay un Alejandro, persona muy conocida y nombrada; para ti hay este Paris que te atormenta, esta sombra que te persigue, esta idea que te tortura. ¡Adiós! ya nada tengo que hacer aquí; tu esposa se muere. ¡Abur!».

En aquel momento sentí gritos agudísimos en el interior de la casa. Elena había muerto, Paris desapareció, yo me sentí libre, respiré. Parecíame que no había respirado en tres días; de tal modo se complacía mi pecho en aquella expansión descansada y reparadora. Al mismo tiempo, una pena profunda me llenaba el alma, al considerar la existencia que había de menos en mi casa, aquel espíritu que se había ido, huyendo de mí. En aquel momento de supremo dolor me pareció que la vi pasar como ráfaga, como nube ligera, no tan tenue ni tan rápida que me impidiera ver sus facciones alteradas por ese misterioso sello que pone la muerte a las caras más hermosas. Aquello pasó por delante de mis ojos, dejándolos deslumbrados un momento.

-¿Y Alejandro? -pregunté en el mismo tono y con la misma intención con que antes había preguntado: ¿Y Paris?

-Aquel Alejandro fue inmediatamente a casa cuando supo la muerte de Elena, y según oí decir, estaba el pobre muy consternado y algo lloroso. Fue al entierro, presenció la inhumación, y hasta me dijeron que había llevado luto algunos días.

-Ese caballerito -dije yo-, era verdadera expresión material de aquel Paris odioso que le martirizó a usted. Ese es el verdadero Paris.

-Sí -afirmó él-; le he visto muchas veces después, aunque jamás he querido saludarle. Siempre que lo encuentro me estremezco. Hoy es un viejo verde, lleno de lamparones y algo cojo. En resumen: los celos que me inspiró ese hombre tomaron en mi cabeza aquella forma de visión que he referido a usted. La cosa es rara: bien dije a usted que mi fantasía era una potencia frenética y salvaje, una enfermedad más bien que una facultad.

-El orden lógico del cuento -dije-, es el siguiente: usted conoció que ese joven galanteaba a su esposa; usted pensó mucho en aquello, se reconcentró, se aisló: la idea fija le fue dominando, y por último se volvió loco, porque otro nombre no merece tan horrendo delirio.

-Así es -contestó el doctor-, sólo que yo, para dar a mi aventura más verdad, la cuento como me pasó, es decir, al revés. En mi cabeza se verificó una desorganización completa, así es que cuando ocurrió la primera de mis alucinaciones, yo no recordaba los antecedentes de aquella dolorosa enfermedad moral.

-¿Y Elena...? -dije con intención de hacer una pregunta atrevida; pero me contuve por temor de herir la delicadeza del doctor.

-Ya sé lo que usted me quiere preguntar -contestó-: usted quiere saber lo que creo acerca de su conducta: si fue infiel o no. Sobre este punto arrojo un velo: no me lo haga usted levantar. Nada sé ni he querido averiguarlo: prefiero la duda.

Después de decir esto, el doctor calló, sumergiéndose en sus ordinarias cavilaciones. Yo no quise hacerle más preguntas, y, después de saludarle, me retiré; porque, a pesar del interés que él quería imprimir a su narración, yo tenía un sueño que no podía vencer sin dificultad. Al bajar la escalera me acordé de que no le había preguntado una cosa importante y que merecía ser aclarado, esto es, si la figura de Paris había vuelto a presentarse en el lienzo, como parecía natural. Pensé subir a que me sacara de dudas satisfaciendo mi curiosidad; pero no había andado dos escalones cuando me ocurrió que el caso no merecía la pena, porque a mí no me importa mucho saberlo, ni al lector tampoco.

MADRID: Noviembre 1870.

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