José Cadalso, Cartas Marruecas

Carta XXV

Del mismo al mismo

En mis viajes por distintas provincias de España he tenido ocasión de pasar repetidas veces por un lugar cuyo nombre no tengo ahora presente. En él observé que un mismo sujeto en mi primer viaje se llamaba Pedro Fernández; en el segundo oí que le llamaban sus vecinos el señor Pedro Fernández; en el tercero oí que su nombre era don Pedro Fernández. Causome novedad esta diferencia de tratamiento en un mismo hombre.

-No importa -dijo Nuño-. Pedro Fernández siempre será Pedro Fernández.

Carta XXVI

Del mismo al mismo

Por la última tuya veo cuán extraña te ha parecido la diversidad de las provincias que componen esta monarquía. Después de haberlas visto hallo muy verdadero el informe que me había dado Nuño de esta diversidad.

En efecto, los cántabros, entendiendo por este nombre todos los que hablan el idioma vizcaíno, son unos pueblos sencillos y de notoria probidad. Fueron los primeros marineros de Europa, y han mantenido siempre la fama de excelentes hombres de mar. Su país, aunque sumamente áspero, tiene una población numerosísima, que no parece disminuirse con las continuas colonias que envía a la América. Aunque un vizcaíno se ausente de su patria, siempre se halla en ella como encuentre con paisanos suyos. Tienen entre sí tal unión, que la mayor recomendación que puede uno tener para con otro es el mero hecho de ser vizcaíno, sin más diferencia entre varios de ellos para alcanzar el favor del poderoso que la mayor o menor inmediación de los lugares respectivos. El señorío de Vizcaya, Guipúzcoa, Álava y el reino de Navarra tienen tal pacto entre sí, que algunos llaman estos países las provincias unidas de España.

Los de Asturias y sus montañas hacen sumo aprecio de su genealogía, y de la memoria de haber sido aquel país el que produjo la reconquista de toda España con la expulsión de nuestros abuelos. Su población, sobrada para la miseria y estrechez de la tierra, hace que un número considerable de ellos se empleen continuamente en la capital de España en la librea, que es la clase inferior de criados; de modo que si yo fuese natural de este país y me hallase con coche en Madrid, examinara con mucha madurez los papeles de mis cocheros y lacayos, por no tener algún día la mortificación de ver a un primo mío echar cebada a mis mulas, o a uno de mis tíos limpiarme los zapatos. Sin embargo de todo esto, varias familias respetables de esta provincia se mantienen con el debido lustre; son acreedoras a la mayor consideración, y producen continuamente oficiales del mayor mérito en el ejército y marina.

Los gallegos, en medio de la pobreza de su tierra, son robustos; se esparcen por la península a emprender los trabajos más duros, para llevar a sus casas algún dinero físico a costa de tan penosa industria. Sus soldados, aunque carecen de aquel lucido exterior de otras naciones, son excelentes para la infantería por su subordinación, dureza de cuerpo y hábito de sufrir incomodidades de hambre, sed y cansancio.

Los castellanos son, de todos los pueblos del mundo, los que merecen la primacía en línea de lealtad. Cuando el ejército del primer rey de España de la casa de Francia quedó arruinado en la batalla de Zaragoza, la sola provincia de Soria dio a su rey un ejército nuevo con que salir a campaña, y fue el que ganó las victorias de donde resultó la destrucción del ejército y bando austríaco. El ilustre historiador que refiere las revoluciones del principio de este siglo, con todo el rigor y verdad que pide la historia para distinguirse de la fábula, pondera tanto la fidelidad de estos pueblos, que dice serán eternos en la memoria de los reyes. Esta provincia aún conserva cierto orgullo nacido de su antigua grandeza, que hoy no se conservaba sino en las ruinas de las ciudades y en la honradez de sus habitantes.

Extremadura produjo los conquistadores del nuevo mundo y ha continuado siendo madre de insignes guerreros. Sus padres son poco afectos a las letras; pero los que entre ellos las han cultivado no han tenido menos suceso que sus patriotas en las armas.

Los andaluces, nacidos y criados en un país abundante, delicioso y ardiente, tienen fama de ser algo arrogantes; pero si este defecto es verdadero, debe servirles de excusa su clima, siendo tan notorio el influjo de lo físico sobre lo moral. Las ventajas con que la naturaleza dotó aquellas provincias hacen que miren con desprecio la pobreza de Galicia, la aspereza de Vizcaya y la sencillez de Castilla; pero como quiera que todo esto sea, entre ellos ha habido hombres insignes que han dado mucho honor a toda España; y en tiempos antiguos, los Trajanos, Sénecas y otros semejantes, que pueden envanecer el país en que nacieron. La viveza, astucia y atractivo de las andaluzas las hace incomparables. Te aseguro que una de ellas sería bastante para llenar de confusión el imperio de Marruecos, de modo que todos nos matásemos unos a otros.

Los murcianos participan del carácter de los andaluces y valencianos. Estos últimos están tenidos por hombres de sobrada ligereza, atribuyéndose este defecto al clima y suelo, pretendiendo algunos que hasta en los mismos alimentos falta aquel jugo que se halla en los de los otros países. Mi imparcialidad no me permite someterme a esta preocupación, por general que sea; antes debo observar que los valencianos de este siglo son los españoles que más progresos hacen en las ciencias positivas y lenguas muertas.

Los catalanes son los pueblos más industriosos de España. Manufacturas, pescas, navegación, comercio y asientos son cosas apenas conocidas por los demás pueblos de la península respecto de los de Cataluña. No sólo son útiles en la paz, sino del mayor uso en la guerra. Fundición de cañones, fábrica de armas, vestuario y montura para ejército, conducción de artillería, municiones y víveres, formación de tropas ligeras de excelente calidad, todo esto sale de Cataluña. Los campos se cultivan, la población se aumenta, los caudales crecen y, en suma, parece estar aquella nación a mil leguas de la gallega, andaluza y castellana. Pero sus genios son poco tratables, únicamente dedicados a su propia ganancia e interés. Algunos los llaman los holandeses de España. Mi amigo Nuño me dice que esta provincia florecerá mientras no se introduzca en ella el lujo personal y la manía de ennoblecer los artesanos: dos vicios que se oponen al genio que hasta ahora les ha enriquecido.

Los aragoneses son hombres de valor y espíritu, honrados, tenaces en su dictamen, amantes de su provincia y notablemente preocupados a favor de sus paisanos. En otros tiempos cultivaron con suceso las ciencias, y manejaron con mucha gloria las armas contra los franceses en Nápoles y contra nuestros abuelos en España. Su país, como todo lo restante de la península, fue sumamente poblado en la antigüedad, y tanto, que es común tradición entre ellos, y aun lo creo punto de su historia, que en las bodas de uno de sus reyes entraron en Zaragoza diez mil infanzones con un criado cada uno, montando los veinte mil otros tantos caballos de la tierra.

Por causa de los muchos siglos que todos estos pueblos estuvieron divididos, guerrearon unos con otros, hablaron distintas lenguas, se gobernaron por diferentes leyes, llevaron diversos trajes y, en fin, fueron naciones separadas, se mantuvieron entre ellos ciertos odios que, sin duda, han minorado y aun llegado a aniquilarse, pero aún se mantiene cierto desapego entre los de provincias lejanas; y si éste puede dañar en tiempo de paz, porque es obstáculo considerable para la perfecta unión, puede ser muy ventajoso en tiempo de guerra por la mutua emulación de unos con otros. Un regimiento todo aragonés no miraría con frialdad la gloria adquirida por una tropa toda castellana, y un navío tripulado de vizcaínos no se rendiría al enemigo mientras se defienda uno lleno de catalanes.

Carta XXVII

Del mismo al mismo

Toda la noche pasada estuvo hablando mi amigo Nuño de una cosa que llaman fama póstuma. Éste es un fantasma que ha alborotado muchas provincias y quitado el sueño a muchos, hasta secarles el cerebro y hacerles perder el juicio. Alguna dificultad me costó entender lo que era, pero lo que aun ahora no puedo comprender es que haya hombres que apetezcan la tal fama. ¡Cosa que yo no he de gozar, no sé por qué he de apetecerla! Si después de morir en opinión de hombre insigne, hubiese yo de volver a segunda vida, en que sacase el fruto de la fama que merecieron las acciones de la primera, y que esto fuese indefectible, sería cosa muy cuerda trabajar en la actual para la segunda: era una especie de economía, aun mayor y más plausible que la del joven que guarda para la vejez. Pero , Ben-Beley, ¿de qué me servirá? ¿Qué puede ser este deseo que vemos en algunos tan eficaz de adquirir tan inútil ventaja? En nuestra religión y en la cristiana, el hombre que muere no tiene ya conexión temporal con los que quedan vivos. Los palacios que fabricó no le han de hospedar, ni ha de comer el fruto del árbol que dejó plantado, ni ha de abrazar los hijos que dejó; ¿de qué, pues, le sirven los hijos, los huertos, los palacios? ¿Será, acaso, la quinta esencia de nuestro amor propio este deseo de dejar nombre a la posteridad? Sospecho que sí. Un hombre que logró atraerse la consideración de su país o siglo, conoce que va a perder el humo de tanto incensario desde el instante que expire; conoce que va a ser igual con el último de sus esclavos. Su orgullo padece en este instante un abatimiento tan grande como lo fue la suma de todas las lisonjas recibidas mientras adquirió la fama. ¿Por qué no he de vivir eternamente, dícese a sí mismo, recibiendo los aplausos que voy a perder? Voces tan agradables, ¿no han de volver a lisonjear mis oídos? El gustoso espectáculo de tanta rodilla hincada ante mí, ¿no ha de volver a deleitar mi vista? La turba de los que me necesitan, ¿han de volverme la espalda? ¿Han de tener ya por objeto de asco y horror el que fue para ellos un dios tutelar, a quien temblaban airado y aclamaban piadoso? Semejantes reflexiones le atormentan en la muerte; pero hace su último esfuerzo su amor propio, y le engaña diciendo: tus hazañas llevarán tu nombre de siglo en siglo a la más remota posteridad; la fama no se oscurece con el humo de la hoguera, ni se corrompe con el polvo del sepulcro. Como hombre, te comprende la muerte; como héroe, la vences. Ella misma se hace la primera esclava de tu triunfo, y su guadaña el primero de tus trofeos. La tumba es una cuna nueva para semidioses como tú; en su bóveda han de resonar las alabanzas que te canten futuras generaciones. Tu sombra ha de ser tan venerada por los hijos de los que viven como lo fue tu presencia entre sus padres. Hércules, Alejandro y otros ¿no viven? ¿Acaso han de olvidarse sus nombres? Con estos y otros iguales delirios se aniquila el hombre; muchos de este carácter inficionan toda la especie; y anhelan a inmortalizarse algunos que ni aun en su vida son conocidos.

Carta XXVIII

De Ben-Beley a Gazel, respuesta de la anterior

He leído muchas veces la relación que me haces de esas especies de locura que llaman deseo de la fama póstuma. Veo lo que me dices del exceso de amor propio, de donde nace esa necedad de querer un hombre sobrevivirse a sí mismo. Creo, como tú, que la fama póstuma de nada sirve al muerto, pero puede servir a los vivos con el estímulo del ejemplo que deja el que ha fallecido. Tal vez éste es el motivo del aplauso que logra.

En este supuesto, ninguna fama póstuma es apreciable sino la que deja el hombre de bien. Que un guerrero transmita a la posteridad la fama de conquistador, con monumentos de ciudades asaltadas, naves incendiadas, campos desbaratados, provincias despobladas, ¿qué ventajas producirá su nombre? Los siglos venideros sabrán que hubo un hombre que destruyó medio millón de hermanos suyos; nada más. Si algo más se produce de esta inhumana noticia, será tal vez enardecer el tierno pecho de algún joven príncipe; llenarle la cabeza de ambición y el corazón de dureza; hacerle dejar el gobierno de su pueblo y descuidar la administración de la justicia para ponerse a la cabeza de cien mil hombres que esparzan el terror y llanto por todas las provincias vecinas. Que un sabio sea nombrado con veneración por muchos siglos, con motivo de algún descubrimiento nuevo en las que se llaman ciencias, ¿qué fruto sacarán los hombres? Dar motivo de risa a otros sabios posteriores, que demostrarán ser engaño lo que el primero dio por punto evidente; nada más. Si algo más sale de aquí, es que los hombres se envanezcan de lo poco que saben, sin considerar lo mucho que ignoran.

La fama póstuma del justo y bueno tiene otro mayor y mejor influjo en los corazones de los hombres, y puede causar superiores efectos en el género humano. Si nos hubiésemos aplicado a cultivar la virtud tanto como las armas y las letras, y si en lugar de las historias de los guerreros y los literatos se hubiesen escrito con exactitud las vidas de los hombres buenos, tal obra, ¡cuánto más provechosa sería! Los niños en las escuelas, los jueces en los tribunales, los reyes en los palacios, los padres de familia en el centro de ellas, leyendo pocas hojas de semejante libro, aumentarían su propia bondad y la ajena, y con la misma mano desarraigarían la propia y la ajena maldad.

El tirano, al ir a cometer un horror, se detendría con la memoria de los príncipes que contaban por perdido el día de su reinado que no señalaban con algún efecto de benignidad. ¿Qué madre prostituiría sus hijas? ¿Qué marido se volvería verdugo de su mujer? ¿Qué insolente abusaría de la flaqueza de una inocente virgen? ¿Qué padre maltrataría a su hijo? ¿Qué hijo no adoraría a su padre? ¿Qué esposa violaría el lecho conyugal? Y, en fin, ¿quién sería malo, acostumbrado a ver tantos actos de bondad? Los libros frecuentes en el mundo apenas tratan sino de venganzas, rencores, crueldades y otros defectos semejantes, que son las acciones celebradas de los héroes cuya fama póstuma tanto nos admira. Si yo hubiese sido siglos ha un hombre de estos insignes, y resucitase ahora a recoger los frutos del nombre que dejé aún permanente, sintiera mucho oír estas o iguales palabras: «Ben-Beley fue uno de los principales conquistadores que pasaron el mar con Tarif. Su alfanje dejó las huestes cristianas como la siega deja el campo en que hubo trigo. Las aguas del Guadalete se volvieron rojas con la sangre goda que él solo derramó. Tocáronle muchas leguas del terreno conquistado; lo hizo cultivar por muchos millares de españoles. Con el trabajo de otros tantos se mandó fabricar dos alcázares suntuosos: uno en los fértiles campos de Córdoba, otro en la deliciosa Granada ; adornólos ambos con el oro y plata que le tocaron en el reparto de los despojos. Mil españolas de singular belleza se ocupaban en su delicia y servicio. Llegado ya a una gloriosa vejez, le consolaron muchos hijos dignos de besar la mano a tal padre; instruidos por él, llevaron nuestros pendones hasta la falda de los Pirineos e hicieron a su padre abuelo de una prole numerosa, que el cielo pareció multiplicar por la total aniquilación del nombre español. En estas hojas, en estas piedras, en estos bronces están los hechos de Ben-Beley. Con esta lanza atravesó a Atanagildo; con esta espada degolló a Endeca; con aquel puñal mató a Valia, etc.».

Nada de esto lisonjearía mi oído. Semejantes voces harían estremecer mi corazón. Mi pecho se partiría como la nube que despide el rayo. ¡Cuán diferentes efectos me causaría oír!: «Aquí yace Ben-Beley, que fue buen hijo, buen padre, buen esposo, buen amigo, buen ciudadano. Los pobres le querían porque les aliviaba en las miserias; los magnates también, porque no tenía el orgullo de competir con ellos. Amábanle los extraños, porque hallaban en él la justa hospitalidad; llóranle los propios, porque han perdido un dechado vivo de virtudes. Después de una larga vida, gastada toda en hacer bien, murió no sólo tranquilo, sino alegre, rodeado de hijos, nietos y amigos, que llorando repetían: no merecía vivir en tan malvado mundo; su muerte fue como el ocaso del sol, que es glorioso y resplandeciente, y deja siempre luz a los astros que quedan en su ausencia».

Sí, Gazel, el día que el género humano conozca que su verdadera gloria y ciencia consiste en la virtud, mirarán los hombres con tedio a los que tanto les pasman ahora. Estos Aquiles, Ciros, Alejandros y otros héroes de armas y los iguales en letras dejarán de ser repetidos con frecuencia; y los sabios (que entonces merecerán este nombre) andarán indagando a costa de muchos desvelos los nombres de los que cultivan las virtudes que hacen al hombre feliz. Si tus viajes no te mejoran en ellas, si la virtud que empezó a brillar en tu corazón desde niño como matiz en la tierna flor no se aumenta con lo que veas y oigas, volverás tal vez más erudito en las ciencias europeas, o más lleno del furor y entusiasmo soldadesco; pero miraré como perdido el tiempo de tu ausencia. Si al contrario, como lo pido a Alá, han ido creciendo tus virtudes al paso que te acercas más a tu patria, semejante al río que toma notable incremento al paso que llega al mar, me parecerán otros tantos años más de vida concedidos a mi vejez los que hayas gastado en tus viajes.

Carta XXIX

Gazel a Ben-Beley

Cuando hice el primer viaje por Europa, te di noticia de un país que llaman Francia, que está más allá de los montes Pirineos. Desde Inglaterra me fue muy fácil y corto el tránsito. Registré sus provincias septentrionales; llegué a su capital, pero no pude examinarla a mi gusto, por ser corto el tiempo que podía gastar entonces en ello, y ser mucho el que se necesita para ejecutarlo con provecho. Ahora he visto la parte meridional de ella, saliendo de España por Cataluña y entrando por Guipúzcoa, inclinándome hasta León por un lado y Burdeos por otro.

Los franceses están tan mal queridos en este siglo como los españoles lo estaban en el anterior, sin duda porque uno y otro siglo han sido precedidos de las eras gloriosas respectivas de cada nación, que fue la de Carlos I para España, y la de Luis XIV para Francia. Esto último es más reciente, con que también es más fuerte su efecto; pero bien examinada la causa, creo hallar mucha preocupación de parte de todos los europeos contra los franceses. Conozco que el desenfreno de su juventud, la mala conducta de algunos que viajan fuera de su país profesando un sumo desprecio de todo lo que no es Francia; el lujo que ha corrompido la Europa y otros motivos semejantes repugnan a todos sus vecinos más sobrios, a saber: al español religioso, al italiano político, al inglés soberbio, al holandés avaro y al alemán áspero; pero la nación entera no debe padecer la nota por culpa de algunos individuos. En ambas vueltas que he dado por Francia he hallado en sus provincias, que siempre mantienen las costumbres más puras que la capital, un trato humano, cortés y afable para los extranjeros, no producido de la vanidad que les resulta de que se les visite y admire, como puede suceder en París, sino dimanado verdaderamente de un corazón franco y sencillo, que halla gusto en procurárselo al desconocido. Ni aun dentro de su capital, que algunos pintan como centro de todo el desorden, confusión y lujo, faltan hombres verdaderamente respetables. Todos los que llegan a cierta edad son, sin duda, los hombres más sociables del universo, porque, desvanecidas las tempestades de su juventud, les queda el fondo de una índole sincera, prolija educación, que en este país es común, y exterior agradable, sin la astucia del italiano, la soberbia del inglés, la aspereza del alemán ni el desapego del español. En llegando a los cuarenta años se transforma el francés en otro hombre distinto de lo que era a los veinte. El militar concurre al trato civil con suma urbanidad, el magistrado con sencillez, y el particular con sosiego; y todos con ademanes de agasajar al extranjero que se halla medianamente introducido por su embajador, calidad, talento o otro motivo. Se entiende todo esto entre la gente, de forma que, con la mediana y común, el mismo hecho de ser extranjero es una recomendación superior a cuantas puede llevar el que viaja.

La misma desenvoltura de los jóvenes, insufrible a quien no les conoce, tiene un no sé qué que los hace amables. Por ella se descubre todo el hombre interior, incapaz de rencores, astucias bajas ni intención dañada. Como procuro indagar precisamente el carácter verdadero de las cosas, y no graduarlas por las apariencias, casi siempre engañosas, no me parece tan odiosa aquella descompostura por lo que llevo dicho. Del mismo dictamen es mi amigo Nuño, no obstante lo quejoso que está de que los franceses no sean igualmente imparciales cuando hablan de los españoles. Estábamos el otro día en una casa de concurrencia pública, donde se vende café y chocolate, con un joven francés de los que acabo de pintar, y que por cierto en nada desmentía el retrato. Reparando yo aquellos defectos comunes de su juventud, me dijo Nuño: -¿Ves todo ese estrépito, alboroto, saltos, gritos, votos, ascos que hace de España, esto que dice de los españoles y trazas de acabar con todos los que estábamos aquí? Pues apostemos a que si cualquiera de nosotros se levanta y le pide la última peseta que tiene, se la da con mil abrazos. ¡Cuánto más amable es su corazón que el de aquel otro desconocido que ha estado haciendo tantos elogios de nuestra nación, por el lado mismo que nos consta a nosotros ser defectuosa! Óyele, y escucharás que dice mil primores de nuestros caminos, posadas, carruajes, espectáculos, etcétera. Acaba de decir que se tiene por feliz de venir a morir en España, que da por perdidos todos los años de su vida que no ha gastado en ella. Ayer estuvo en la comedia El negro más prodigioso : ¡cuánto la alabó! Esta mañana estuvo por rodar toda la escalera envuelto en una capa, por no saber manejarla, y nos dijo con mucha dulzura que la capa es un traje muy cómodo, airoso y muy de su genio. Más quiero a mi francés, que nos dijo haber leído 1.400 comedias españolas, y no haber hallado siquiera una escena regular. Sabe, amigo Gazel -añadió Nuño-, que esa juventud, en medio de su superficialidad y arrebato, ha hecho siempre prodigios de valor en servicio de su rey y defensa de su patria. Cuerpos enteros militares de esa misma traza que ves forman el nervio del ejército de Francia. Parece increíble, pero es constante que con todo el lujo de los persas, tienen todo el valor de los macedonios. Lo demuestran en varios lances, pero con singular gloria en la batalla de Fontenoy, arrojándose con espada en mano sobre una infantería formidable, compuesta de naciones duras y guerreras, y la deshicieron totalmente, ejecutando entonces lo que no había podido lograr su ejército entero, lleno de oficiales y soldados del mayor mérito.

De aquí inferirás que cada nación tiene su carácter, que es un mixto de vicios y virtudes, en el cual los vicios pueden apenas llamarse tales si producen en la realidad algunos buenos efectos; y éstos se ven sólo en los lances prácticos, que suelen ser muy diversos de los que se esperaban por mera especulación.

Carta XXX

Del mismo al mismo

Reparo que algunos tienen singular complacencia en hablar delante de aquéllos a quienes creen ignorantes, como los oráculos hablaban al vulgo necio y engañado. Aunque mi humor fuese de hablar mucho, creo sería de mayor gusto para mí el aparentar necedad y oír el discurso del que se cree sabio, o proferir de cuando en cuando algún desatino, con lo que daría mayor pábulo a su vanidad y a mi diversión.

Carta XXXI

Ben-Beley a Gazel

De las cartas que recibo de tu parte desde que estás en España, y las que me escribiste en otros viajes, infiero una gran contradicción en los españoles, común a todos los europeos. Cada día alaban la libertad que les nace del trato civil y sociable, la ponderan y se envanecen de ella; pero al mismo tiempo se labran a sí mismos la más penosa esclavitud. La naturaleza les impone leyes como a todos los hombres; la religión les añade otras; la patria, otras; las carreras, otras; y como si no bastasen todas estas cadenas para esclavizarlos, se imponen a sí mismos otros muchos preceptos espontáneamente en el trato civil y diario, en el modo de vestirse, en la hora de comer, en la especie de diversión, en la calidad del pasatiempo, en el amor y en la amistad. Pero ¡qué exactitud en observarlos! ¡Cuánto mayor que en la observancia de los otros!

Carta XXXII

Del mismo al mismo

Acabo de leer el último libro de los que me has enviado en los varios viajes que has hecho por Europa, con el cual llegan a algunos centenares las obras europeas de distintas naciones y tiempos, los que he leído. Gazel, Gazel, sin duda tendrás por grande absurdo lo que voy a decirte, y si publicas este mi dictamen, no habrá europeo que no me llame bárbaro africano; pero la amistad que te profeso es muy grande para dejar de corresponder con mis observaciones a las tuyas, y mi sinceridad es tanta, que en nada puede mi lengua hacer traición a mi pecho. En este supuesto, digo que de los libros que he referido he hecho la siguiente separación: he escogido cuatro de matemáticas, en los que admiro la extensión y acierto que tiene el entendimiento humano cuando va bien dirigido; otros tantos de filosofía escolástica, en que me asombra la variedad de ocurrencias extraordinarias que tiene el hombre cuando no procede sobre principios ciertos y evidentes; uno de medicina, al que falta un tratado completo de los simples, cuyo conocimiento es mil veces mayor en África; otro de anatomía, cuya lectura fue sin duda la que dio motivo al cuento del loco que se figuraba ser tan quebradizo como el vidrio; dos de los que reforman las costumbres, en las que advierto lo mucho que aún tienen que reformar; cuatro del conocimiento de la naturaleza, ciencia que llaman filosofía, en los que noto lo mucho que ignoraron nuestros abuelos y lo mucho más que tendrán que aprender nuestros nietos; algunos de poesía, delicioso delirio del alma, que prueba ferocidad en el hombre si la aborrece, puerilidad si la profesa toda la vida, y suavidad si la cultiva algún tiempo. Todas las demás obras de las ciencias humanas las he arrojado o distribuido, por parecerme inútiles extractos, compendios defectuosos y copias imperfectas de lo ya dicho y repetido una y mil veces.

Carta XXXIII

Gazel a Ben-Beley

En mis viajes por la península me hallo de cuando en cuando con algunas cartas de mi amigo Nuño, que se mantiene en Madrid. Te enviaré copia de algunas y empiezo por la siguiente, en que habla de ti sin conocerte.

Copia . «Amado Gazel: Estimaré que continúes tu viaje por la península con felicidad. No extraño tu detención en Granada: es ciudad llena de antigüedades del tiempo de tus abuelos. Su suelo es delicioso y sus habitantes son amables. Yo continúo haciendo la vida que sabes y visitando la tertulia que conoces. Otras pudiera frecuentar, pero ¿a qué fin? He vivido con hombres de todas clases, edades y genios; mis años, mi humor y mi carrera me precisaron a tratar y congeniar sucesivamente con varios sujetos; milicia, pleitos, pretensiones y amores me han hecho entrar y salir con frecuencia en el mundo. Los lances de tanta escena como he presenciado, ya como individuo de la farsa, o ya como del auditorio, me han hecho hallar tedio en lo ruidoso de las gentes, peligro en lo bajo de la república y delicia en la medianía.

»¿Habrá cosa más fastidiosa que la conversación de aquellos que pesan el mérito del hombre por el de la plata y oro que posee? Éstos son los ricos. ¿Habrá cosa más cansada que la compañía de los que no estiman a un hombre por lo que es, sino por lo que fueron sus abuelos? Éstos son los nobles. ¿Cosa más vana que la concurrencia de aquellos que apenas llaman racional al que no sabe el cálculo algebraico o el idioma caldeo? Éstos son los sabios. ¿Cosa más insufrible que la concurrencia de los que vinculan todas las ventajas del entendimiento humano en juntar una colección de medallas o en saber qué edad tenía Catulo cuando compuso el Pervigilium Veneris , si es suyo, o de quien sea en caso de no serlo del dicho? Éstos son los eruditos. En ningún concurso de éstos ha depositado naturaleza el bien social de los hombres. Envidia, rencor y vanidad ocupan demasiado tales pechos para que en ellos quepan la verdadera alegría, la conversación festiva, la chanza inocente, la mutua benevolencia, el agasajo sincero y la amistad, en fin, madre de todos los bienes sociables. Ésta sólo se halla entre los hombres que se miran sin competencia.

»La semana pasada envié a Cádiz las cartas que me dejaste para el sujeto de aquella ciudad a quien has encargado las dirija a Ben-Beley. También escribo yo a este anciano como me lo encargas. Espero con la mayor ansia su respuesta para confirmarme en el concepto que me has hecho formar de sus virtudes, menos por la relación que me hiciste de ellas que por las que veo en tu persona. Prendas cuyo origen puede atribuirse en gran parte a sus consejos y crianza».

Carta XXXIV

Gazel a Ben-Beley

Con más rapidez que la ley de nuestro profeta Mahoma han visto los cristianos de este siglo extenderse en sus países una secta de hombres extraordinarios que se llaman proyectistas. Éstos son unos entes que, sin patrimonio propio, pretenden enriquecer los países en que se hallan, o ya como naturales, o ya como advenedizos. Hasta en España, cuyos habitantes no han dejado de ser alguna vez demasiado tenaces en conservar sus antiguos usos, se hallan varios de estos innovadores de profesión. Mi amigo Nuño me decía, hablando de esta secta, que jamás había podido mirar uno de ellos sin llorar o reír, conforme la disposición de humores en que se hallaba.

-Bien sé yo -decía ayer mi amigo a un proyectista-, bien sé yo que desde el siglo XVI hemos perdido los españoles el terreno que algunas otras naciones han adelantado en varias ciencias y artes. Largas guerras, lejanas conquistas, urgencias de los primeros reyes austríacos, desidia de los últimos, división de España al principio del siglo, continua extracción de hombres para las Américas, y otras causas, han detenido sin duda el aumento del floreciente estado en que dejaron esta monarquía los reyes don Fernando V y su esposa doña Isabel ; de modo que, lejos de hallarse en el pie que aquellos reyes pudieron esperar en vista de su gobierno tan sabio y del plantío de los hombres grandes que dejaron, halló Felipe V su herencia en el estado más infeliz: sin ejército, marina, comercio, rentas ni agricultura, y con el desconsuelo de tener que abandonar todas las ideas que no fuesen de la guerra, durando ésta casi sin cesar en los cuarenta y seis años de su reinado. Bien sé que para igualar nuestra patria con otras naciones es preciso cortar muchos ramos podridos de este venerable tronco, ingerir otros nuevos y darle un fomento continuo; pero no por eso le hemos de aserrar por medio, ni cortarle las raíces, ni menos me harás creer que para darle su antiguo vigor es suficiente ponerle hojas postizas y frutos artificiales. Para hacer un edificio en que vivir, no basta la abundancia de materiales y de obreros; es preciso examinar el terreno para los cimientos, los genios de los que han de habitar, la calidad de sus vecinos, y otras mil circunstancias, como la de no preferir la hermosura de la fachada a la comodidad de sus viviendas. -Los canales -dijo el proyectista interrumpiendo a Nuño- son de tan alta utilidad, que el hecho solo de negarlo acreditaría a cualquiera de necio. Tengo un proyecto para hacer uno en España, el cual se ha de llamar canal de San Andrés, porque ha de tener la figura de las aspas de aquel bendito mártir. Desde La Coruña ha de llegar a Cartagena, y desde el cabo de Rosas al de San Vicente. Se han de cortar estas dos líneas en Castilla la Nueva, formando una isla, a la que se pondrá mi nombre para inmortalizar al protoproyectista. En ella se me levantará un monumento cuando muera, y han de venir en romería todos los proyectistas del mundo para pedir al cielo los ilumine (perdónese esta corta digresión a un hombre ansioso de fama póstuma). Ya tenemos, a más de las ventajas civiles y políticas de este archicanal, una división geográfica de España, muy cómodamente hecha, en septentrional, meridional, occidental y oriental. Llamo meridional la parte comprendida desde la isla hasta Gibraltar; occidental la que se contiene desde el citado paraje hasta la orilla del mar Océano por la costa de Portugal y Galicia; oriental, lo de Cataluña; y septentrional la cuarta parte restante. Hasta aquí lo material de mi proyecto. Ahora entra lo sublime de mis especulaciones, dirigido al mejor expediente de las providencias dadas, más fácil administración de la justicia, y mayor felicidad de los pueblos. Quiero que en cada una de estas partes se hable un idioma y se estile un traje. En la septentrional ha de hablarse precisamente vizcaíno; en la meridional, andaluz cerrado; en la oriental, catalán; y en la occidental, gallego. El traje en la septentrional ha de ser como el de los maragatos, ni más ni menos; en la segunda, montera granadina muy alta, capote de dos faldas y ajustador de ante; en la tercera, gambeto catalán y gorro encarnado; en la cuarta, calzones blancos largos, con todo el restante del equipaje que traen los segadores gallegos. Ítem, en cada una de las dichas, citadas, mencionadas y referidas cuatro partes integrantes de la península, quiero que haya su iglesia patriarcal, su universidad mayor, su capitanía general, su chancillería, su intendencia, su casa de contratación, su seminario de nobles, su hospicio general, su departamento de marina, su tesorería, su casa de moneda, sus fábricas de lanas, sedas y lienzos, su aduana general. Ítem, la corte irá mudándose según las cuatro estaciones del año por las cuatro partes, el invierno en la meridional, el verano en la septentrional, et sic de caeteris .

Fue tanto lo que aquel hombre iba diciendo sobre su proyecto, que sus secos labios iban padeciendo notable perjuicio, como se conocía en las contorsiones de boca, convulsiones de cuerpo, vueltas de ojos, movimiento de lengua y todas las señales de verdadero frenético. Nuño se levantó por no dar más pábulo al frenesí del pobre delirante, y sólo le dijo al despedirse: ¿Sabéis lo que falta en cada parte de vuestra España cuatripartita? Una casa de locos para los proyectistas de Norte, Sur, Poniente y Levante.

-¿Sabes lo malo de esto? -díjome volviendo la espalda al otro-. Lo malo es que la gente, desazonada con tanto proyecto frívolo, se preocupa contra las innovaciones útiles y que éstas, admitidas con repugnancia, no surten los buenos efectos que producirían si hallasen los ánimos más sosegados.

-Tienes razón, Nuño -respondí yo-. Si me obligaran a lavarme la cara con trementina, y luego con aceite, y luego con tinta, y luego con pez, me repugnaría tanto el lavarme que después no me lavaría gustoso ni con agua de la fuente más cristalina.

Carta XXXV

Del mismo al mismo

En España, como en todas partes, el lenguaje se muda al mismo paso que las costumbres; y es que, como las voces son invenciones para representar las ideas, es preciso que se inventen palabras para explicar la impresión que hacen las costumbres nuevamente introducidas. Un español de este siglo gasta cada minuto de las veinticuatro horas en cosas totalmente distintas de aquellas en que su bisabuelo consumía el tiempo; éste, por consiguiente, no dice una palabra de las que al otro se le ofrecían. -Si me dejan hoy a leer -decía Nuño- un papel escrito por un galán del tiempo de Enrique el Enfermo refiriendo a su dama la pena en que se halla ausente de ella, no entendería una sola cláusula, por más que estuviese escrito de letra excelente moderna, aunque fuese de la mejor de las Escuelas Pías. Pero en recompensa ¡qué chasco llevaría uno de mis tatarabuelos si hallase, como me sucedió pocos días ha, un papel de mi hermana a una amiga suya, que vive en Burgos! Moro mío, te lo leeré, lo has de oír, y, como lo entiendas, tenme por hombre extravagante. Yo mismo, que soy español por todos cuatro costados y que, si no me debo preciar de saber el idioma de mi patria, a lo menos puedo asegurar que lo estudio con cuidado, yo mismo no entendí la mitad de lo que contenía. En vano me quedé con copia del dicho papel; llevado de curiosidad, me di prisa a extractarlo, y, apuntando las voces y frases más notables, llevé mi nuevo vocabulario de puerta en puerta, suplicando a todos mis amigos arrimasen el hombro al gran negocio de explicármelo. No bastó mi ansia ni su deseo de favorecerme. Todos ellos se hallaron tan suspensos como yo, por más tiempo que gastaron en revolver calepinos y diccionarios. Sólo un sobrino que tengo, muchacho de veinte años, que trincha una liebre, baila un minuet y destapa una botella de Champaña con más aire que cuantos hombres han nacido de mujeres, me supo explicar algunas voces. Con todo, la fecha era de este mismo año.

Tanto me movieron estas razones a deseo de leer la copia, que se la pedí a Nuño. Sacola de su cartera, y, poniéndose los anteojos, me dijo: -Amigo, ¿qué sé yo si leyéndotela te revelaré flaquezas de mi hermana y secretos de mi familia? Quédame el consuelo que no lo entenderás. Dice así: «Hoy no ha sido día en mi apartamiento hasta medio día y medio. Tomé dos tazas de té. Púseme un desabillé y bonete de noche. Hice un tour en mi jardín, y leí cerca de ocho versos del segundo acto de la Zaira. Vino Mr. Lavanda; empecé mi toaleta. No estuvo el abate. Mandé pagar mi modista. Pasé a la sala de compañía. Me sequé toda sola. Entró un poco de mundo; jugué una partida de mediator; tiré las cartas; jugué al piquete. El maître d'hôtel avisó. Mi nuevo jefe de cocina es divino; él viene de arribar de París. La crapaudina, mi plato favorito, estaba delicioso. Tomé café y licor. Otra partida de quince; perdí mi todo. Fui al espectáculo; la pieza que han dado es execrable; la pequeña pieza que han anunciado para el lunes que viene es muy galante, pero los actores son pitoyables; los vestidos, horribles; las decoraciones, tristes. La Mayorita cantó una cavatina pasablemente bien. El actor que hace los criados es un poquito extremoso; sin eso sería pasable. El que hace los amorosos no jugaría mal, pero su figura no es previniente. Es menester tomar paciencia, porque es preciso matar el tiempo. Salí al tercer acto, y me volví de allí a casa. Tomé de la limonada. Entré en mi gabinete para escribirte ésta, porque soy tu veritable amiga. Mi hermano no abandona su humor de misántropo; él siente todavía furiosamente el siglo pasado; yo no le pondré jamás en estado de brillar; ahora quiere irse a su provincia. Mi primo ha dejado a la joven persona que él entretenía. Mi tío ha dado en la devoción; ha sido en vano que yo he pretendido hacerle entender la razón. Adiós , mi querida amiga, baste otra posta; y ceso, porque me traen un dominó nuevo a ensayar».

Acabó Nuño de leer, diciéndome: -¿Qué has sacado en limpio de todo esto? Por mi parte, te aseguro que entes de humillarme a preguntar a mis amigos el sentido de estas frases, me hubiera sujetado a estudiarlas, aunque hubiesen sido precisas cuatro horas por la mañana y cuatro por la tarde durante cuatro meses. Aquello de medio día y medio , y que no había sido día hasta mediodía, me volvía loco, y todo se me iba en mirar al sol, a ver qué nuevo fenómeno ofrecía aquel astro. Lo del desabillé también me apuró, y me di por vencido. Lo del bonete de noche , o de día, no pude comprender jamás qué uso tuviese en la cabeza de una mujer. Hacer un tour puede ser cosa muy santa y muy buena, pero suspendo el juicio hasta enterarme. Dice que leyó de la Zaira unos ocho versos; sea enhorabuena, pero no sé qué es Zaira. Mr. de lavanda , dice que vino; bien venido sea Mr. de Lavanda , pero no le conozco. Empezó su toaleta ; esto ya lo entendí, gracias a mi sobrino que me lo explicó, no sin bastante trabajo, según mis cortas entendederas, burlándose de que su tío es hombre que no sabe lo que es toaleta . También me dijo lo que era modista, piquete , maître d'hôtel y otras palabras semejantes. Lo que nunca me pudo explicar de modo que acá yo me hiciese bien cargo de ello, fue aquello de que el jefe de cocina era divino . También lo de matar el tiempo , siendo así que el tiempo es quien nos mata a todos, fue cosa que tampoco se me hizo fácil de entender, aunque mi intérprete habló mucho, y sin duda muy bueno, sobre este particular. Otro amigo, que sabe griego, o a lo menos dice que lo sabe, me dijo lo que era misántropo , cuyo sentido yo indagué con sumo cuidado por ser cosa que me tocaba personalmente; y a la verdad que una de dos: o mi amigo no me lo explicó cual es, o mi hermana no lo entendió, y siendo ambos casos posibles, y no como quiera, sino sumamente posibles, me creo obligado a suspender por ahora el juicio hasta tener mejores informes. Lo restante me lo entendí tal cual, ingeniándome acá a mi modo, y estudiando con paciencia, constancia y trabajo.

Ya se ve -prosiguió Nuño- cómo había de entender esta carta el conde Fernán Gonzalo, si en su tiempo no había , ni desabillé , ni bonete de noche , ni había Zaira , ni Mr. Vanda , ni toaletas , ni los cocineros eran divinos , ni se conocían crapaudinas ni café , ni más licores que el agua y el vino.

Aquí lo dejó Nuño. Pero yo te aseguro, amigo Ben-Beley, que esta mudanza de modas es muy incómoda, hasta para el uso de la palabra, uno de los mayores beneficios en que naturaleza nos dotó. Siendo tan frecuentes estas mutaciones, y tan arbitrarias, ningún español, por bien que hable su idioma este mes, puede decir: el mes que viene entenderé la lengua que me hablen mis vecinos, mis amigos, mis parientes y mis criados. Por todo lo cual, dice Nuño, mi parecer y dictamen, salvo meliori , es que en cada un año se fijen las costumbres para el siguiente, y por consecuencia se establezca el idioma que se ha de hablar durante sus 365 días. Pero como quiera que esta mudanza dimana en gran parte o en todo de los caprichos, invenciones y codicias de sastres, zapateros, ayudas de cámara, modistas, reposteros, cocineros, peluqueros y otros individuos igualmente útiles al vigor y gloria de los estados, convendría que cierto número igual de cada gremio celebre varias juntas, en las cuales quede este punto evacuado; y de resultas de estas respetables sesiones, vendan los ciegos por las calles públicas, en los últimos meses de cada un año, al mismo tiempo que el Calendario, Almanak y Piscator, un papel que se intitule, poco más o menos: «Vocabulario nuevo al uso de los que quieran entenderse y explicarse con las gentes de moda, para el año de mil setecientos y tantos y siguientes, aumentado, revisto y corregido por una Sociedad de varones insignes, con los retratos de los más principales».

Carta XXXVI

Del mismo al mismo

Prescindiendo de la corrupción de la lengua, consiguiente a la de las costumbres, el vicio de estilo más universal en nuestros días es el frecuente uso de una especie de antítesis, como el del equívoco lo fue en el siglo pasado. Entonces un orador no se detenía en decir un desatino de cualquiera clase que fuese, por no desperdiciar un equivoquillo pueril y ridículo; ahora se expone a lo mismo por aprovechar una contraposición, falsa muchas veces. Por ejemplo, en el año de 1670 diría un panegirista en la oración fúnebre de uno que por casualidad se llamase Fulano Vivo: «Vengo a predicar con viveza la muerte del Vivo que murió para el mundo, y con moribundos acentos la vida del muerto que vive en las lenguas de la fama». Pero en 1770, un gacetista que escribiese una expedición hecha por los españoles en América no se detendría un minuto en decir: «Estos españoles hicieron en estas conquistas las mismas hazañas que los soldados de Cortés, sin cometer las crueldades que aquéllos ejecutaron».

Carta XXXVII

Del mismo al mismo

Reflexionando sobre la naturaleza del diccionario que quiere publicar mi amigo Nuño, veo que, efectivamente, se han vuelto muy oscuros y confusos los idiomas europeos. El español ya no es inteligible. Lo más extraño es que los dos adjetivos bueno y malo ya no se usan; en su lugar se han puesto otros que, lejos de ser equivalentes, pueden causar mucha confusión en el trato común.

Pasaba yo un día por el frente del regimiento formado en parada, cuyo aspecto infundía terror. Oficiales de distinción y experiencia, soldados veteranos, armas bien acondicionadas, banderas que daban muestras de las balas que habían recibido, y todo lo restante del aparato, verdaderamente guerrero, daba la idea más alta del poder de quien la mantenía. Admiréme de la fuerza que manifestaba tan buen regimiento, pero las gentes que pasaban le aplaudían por otro término. -¡Qué oficiales tan bonitos! -decía una dama desde el coche-. -¡Hermoso regimiento! -dijo un general galopando por el frente de banderas-. -¡Qué tropa tan lucida! -decían unos-. -¡Bella gente! -decían otros-. Pero ninguno dijo: -Este regimiento está bueno.

Me hallé poco ha en una concurrencia en que se hablaba de un hombre que se deleitaba en fomentar cizaña en las familias, suscitar pleitos entre los vecinos, sorprender doncellas inocentes y promover toda especie de vicios. Unos decían: -Fatal es este hombre. Otros: -¡Qué lástima que tenga esas cosas! Pero nadie decía: -Éste es un hombre malo.

Ahora, Ben-Beley, ¿qué te parece de una lengua en que se han quitado las voces bueno y malo ? ¿Qué te parecerá de unas costumbres que han hecho tal reforma en la lengua?

Carta XXXVIII

Del mismo al mismo

Uno de los defectos de la nación española, según el sentir de los demás europeos, es el orgullo. Si esto es así, es muy extraña la proporción en que este vicio se nota entre los españoles, pues crece según disminuye el carácter del sujeto, parecido en algo a lo que los físicos dicen haber hallado en el descenso de los graves hacia el centro: tendencia que crece mientras más baja el cuerpo que la contiene. El rey lava los pies a doce pobres en ciertos días del año, acompañado de sus hijos, con tanta humildad, que yo, sin entender el sentido religioso de esta ceremonia, cuando asistí a ella me llené de ternura y prorrumpí en lágrimas. Los magnates o nobles de primera jerarquía, aunque de cuando en cuando hablan de sus abuelos, se familiarizan hasta con sus ínfimos criados. Los nobles menos elevados hablan con más frecuencia de sus conexiones, entronques y enlaces. Los caballeros de las ciudades ya son algo pesados en punto de nobleza. Antes de visitar a un forastero o admitirle en sus casas, indagan quién fue su quinto abuelo, teniendo buen cuidado de no bajar un punto de esta etiqueta, aunque sea en favor de un magistrado del más alto mérito y ciencia, ni de un militar lleno de heridas y servicios. Lo más es que, aunque uno y otro forastero tengan un origen de los más ilustres, siempre se mira como tacha inexcusable el no haber nacido en la ciudad donde se halla de paso, pues se da por regla general que nobleza como ella no la hay en todo el reino.

Todo lo dicho es poco en comparación de la vanidad de un hidalgo de aldea. Éste se pasea majestuosamente en la triste plaza de su pobre lugar, embozado en su mala capa, contemplando el escudo de armas que cubre la puerta de su casa medio caída, y dando gracias a la providencia divina de haberle hecho don Fulano de Tal. No se quitará el sombrero, aunque lo pudiera hacer sin embarazarse; no saludará al forastero que llega al mesón, aunque sea el general de la provincia o el presidente del primer tribunal de ella. Lo más que se digna hacer es preguntar si el forastero es de casa solar conocida al fuero de Castilla, qué escudo es el de sus armas, y si tiene parientes conocidos en aquellas cercanías. Pero lo que te ha de pasmar es el grado en que se halla este vicio en los pobres mendigos. Piden limosna; si se les niega con alguna aspereza, insultan al mismo a quien poco ha suplicaban. Hay un proverbio por acá que dice: «El alemán pide limosna cantando, el francés llorando y el español regañando».

Carta XXXIX

Del mismo al mismo

Pocos días ha, me entré una mañana en el cuarto de mi amigo Nuño antes que él se levantase. Hallé su mesa cubierta de papeles, y, arrimándome a ellos con la libertad que nuestra amistad nos permite, abrí un cuadernillo que tenía por título Observaciones y reflexiones sueltas . Cuando pensé hallar una cosa por lo menos mediana, hallé que era un laberinto de materias sin conexión. Junto a una reflexión muy seria sobre la inmortalidad del alma, hallé otra acerca de la danza francesa, y, entre dos relativas a la patria potestad, una sobre la pesca del atún. No pude menos de extrañar este desarreglo, y aun se lo dije a Nuño, quien sin alterarse ni hacer más movimiento que suspender la acción de ponerse una media, en cuyo movimiento le cogió mi reparo, me respondió: «Mira, Gazel; cuando intenté escribir mis observaciones sobre las cosas del mundo y las reflexiones que de ellas nacen, creí también sería justo disponerlas en varias órdenes, como religión, política, moral, filosofía, crítica, etc.; pero cuando vi el ningún método que el mundo guarda en sus cosas, no me pareció digno de que estudiase mucho el de escribirlas. Así como vemos al mundo mezclar lo sagrado con lo profano, pasar de lo importante a lo frívolo, confundir lo malo con lo bueno, dejar un asunto para emprender otro, retroceder y adelantar a un tiempo, afanarse y descuidarse, mudar y afectar constancia, ser firme y aparentar ligereza, así también yo quiero escribir con igual desarreglo». Al decir esto prosiguió vistiéndose, mientras fui ojeando el manuscrito.

Extrañé también que un hombre tan amante de su patria tuviese tan poco escrito sobre el gobierno de ella; a lo que me dijo: «Se ha escrito tanto, con tanta variedad, en tan diversos tiempos, y con tan distintos fines sobre el gobierno de las monarquías, que ya poco se puede decir de nuevo que sea útil a los estados, o seguro para los autores».

Carta XL

Del mismo al mismo

Paseábame yo con Nuño la otra tarde por la calle principal de la corte, muy divertido de ver la variedad de gentes que le hablaban y a quienes él respondía. -Todos mis conocidos son mis amigos -me decía-, porque, como saben que a todos quiero bien, todos me corresponden. No es el género humano tan malo como otros le suelen pintar, y como efectivamente le hallan los que no son buenos. Uno que desea y anhela continuamente, engrandecerse y enriquecerse a costa de cualquiera prójimo suyo, ¿qué derecho tiene a hablar ni aun a pretender el menor rastro de humanidad entre los hombres sus compañeros? ¿Qué sucede? Que no halla sino recíprocas injusticias en los mismos que hubieran producido abundante cosecha de beneficios, si él no hubiera sembrado tiranías en sus pechos. Se irrita contra lo que es natural, y declama contra lo que él mismo ha causado. De aquí tantas invectivas contra el hombre, que de suyo es un animal tímido, sociable, cuitado.

Seguimos nuestra conversación y paseo, sin que el hilo de ella interrumpiese a mi amigo el cumplimiento, con el sombrero o con la mano, a cuantos encontrábamos a pie o en coche. Por esta urbanidad que es casi religión en Nuño, me pareció sumamente extraña su falta de atención para con un anciano de venerable presencia que pasó junto a nosotros, sin que mi amigo le saludase ni hiciese el menor obsequio, cuando merecía tanto su aspecto. Pasaba de ochenta años; abundantes canas le cubrían la cabeza majestuosa y frente arrugada, apoyábase en un bastón costoso; le sostenía con respeto un lacayo de librea magnífica; iba recibiendo reverencias del pueblo, y en todo daba a entender un carácter respetable.

-El culto con que veneramos a los viejos -me dijo Nuño- suele ser a veces más supersticioso que debido. Cuando miro a un anciano que ha gastado su vida en alguna carrera útil a la patria, lo miro sin duda con veneración; pero cuando el tal no es más que un ente viejo que de nada ha servido, estoy muy lejos de venerar sus canas.

Carta XLI

Del mismo al mismo

Nosotros nos vestimos como se vestían dos mil años ha nuestros predecesores; los muebles de las casas son de la misma antigüedad de los vestidos; la misma fecha tienen nuestras mesas, trajes de criados y todo lo restante; por todo lo cual sería imposible explicarte el sentido de esta voz: lujo . Pero en Europa, donde los vestidos se arriman antes de ser viejos, y donde los artesanos más viles de la república son los legisladores más respetados, esta voz es muy común; y para que no leas varias hojas de papel sin entender el asunto de que se trata, haz cuenta que lujo es la abundancia y variedad de las cosas superfluas a la vida.

Los autores europeos están divididos sobre si conviene o no esta variedad o abundancia. Ambos partidos traen especiosos argumentos en su apoyo. Los pueblos que, por su genio inventivo, industria mecánica y sobra de habitantes, han influido en las costumbres de sus vecinos, no sólo lo aprueban, sino que les predican el lujo y los empobrecen, persuadiéndoles ser útil lo que les deja sin dinero. Las naciones que no tienen esta ventaja natural gritan contra la introducción de cuanto en lo exterior choca a su sencillez y traje, y en lo interior los hace pobres.

Cosa fuerte es que los hombres, tan amigos de distinciones y precisiones en unas materias, procedan tan de bulto en otras. Distingan de lujo, y quedarán de acuerdo. Fomente cada pueblo el lujo que resulta de su mismo país, y a ninguno será dañoso. No hay país que no tenga alguno o algunos frutos capaces de adelantamiento y alteración. De estas modificaciones nace la variedad; con ésta se convida la vanidad; ésta fomenta la industria, y de esto resulta el lujo ventajoso al pueblo, pues logra su verdadero objeto, que es el que el dinero físico de los ricos y poderosos no se estanque en sus cofres, sino que se derrame entre los artesanos y pobres.

Esta especie de lujo perjudicará al comercio grande, o sea general; pero nótese que el tal comercio general del día consiste mucho menos en los artículos necesarios que en los superfluos. Por cada fanega de trigo, vara de paño o de lienzo que entra en España, ¡cuánto se vende de cadenas de reloj, vueltas de encaje, palilleros, abanicos, cintas, aguas de olor y otras cosas de esta calidad! No siendo el genio español dado a estas fábricas, ni la población de España suficiente para abastecerlas de obreros es imposible que jamás compitan los españoles con los extranjeros en este comercio; siempre será dañoso a España, pues la empobrece y la esclaviza al capricho de la industria extranjera; y ésta, hallando continuo pábulo en la extracción de los metales oro y plata (única balanza de la introducción de las modas), el efecto sería cada día más exquisito y, por consiguiente, más capaz de agotar el oro y plata que tengan los españoles. En consecuencia de esto, estando el atractivo del lujo refinado y apurado, que engaña a los mismos que conocen que es perjudicial, y juntándose esto con aquello, no tiene fin el daño.

No quedan más que dos medios para evitar que el lujo sea total ruina de esta nación: o superar la industria extranjera, o privarse de su consumo, inventando un lujo nacional que igualmente lisonjeará el orgullo de los poderosos, y les obligaría a hacer a los pobres partícipes de sus caudales.

El primer medio parece imposible, porque las ventajas que llevan las fábricas extranjeras a las españolas son tantas, que no cabe que éstas desbanquen a aquéllas. Las que se establezcan en adelante, y el fomento de las ya establecidas, cuestan a la corona grandes desembolsos. Éstos no pueden resarcirse sino del producto de lo fabricado aquí, y esto siempre será a proporción más caro que lo fabricado afuera; conque lo de afuera siempre tendrá más despacho, porque el comprador acude siempre adonde por el mismo dinero halla más ventaja en la cantidad y calidad, o ambas. Si por algún accidente que no cabe en la especulación, pudiesen estas fábricas dar en el primer año el mismo género, y por el mismo precio que las extrañas, las de fuera, en vista del auge en que están desde tantos años en fuerza de los caudales adquiridos, y visto el fondo ya hecho, pueden muy bien malbaratar su venta, minorando en mucho los precios unos cuantos años; y en este caso, no hay resistencia de parte de las nuestras.

El segundo medio, cual es la invención de un lujo nacional, parecerá a muchos tan imposible como el primero, porque hace mucho tiempo que reina la epidemia de la imitación y que los hombres se sujetan a pensar por el entendimiento de otros, y no cada uno por el suyo. Pero aun así, retrocediendo dos siglos en la historia, veremos que se vuelve imitación lo que ahora parece invención.

Siempre que para constituir el lujo baste la profusión, novedad y delicadez, digo que ha habido dos siglos ha (y, por consiguiente, no es imposible que lo haya ahora) un lujo nacional; lo que me parece demostrable de este modo:

En los tiempos inmediatos a la conquista de América, no había las fábricas extranjeras en que se refunde hoy el producto de aquellas minas, porque el establecimiento de las dichas fábricas es muy moderno respecto a aquella época; y no obstante esto, había lujo, pues había profusión, abundancia y delicadez (respecto de que si no lo hubiera habido, entonces no se hubiera gastado sino lo preciso). Luego hubo en aquel tiempo un lujo considerable, puramente nacional; esto es, dimanado de los artículos que ofrece la naturaleza sin pasar los Pirineos. ¿Por qué, pues, no lo puede haber hoy, como lo hubo entonces? Pero ¿cuál fue?

Indáguese en qué consistía la magnificencia de aquellos ricoshombres. No se avergüencen los españoles de su antigüedad, que por cierto es venerable la de aquel siglo. Dedíquense a hacerla revivir en lo bueno, y remediarán por un medio fácil y loable la exacción de tanto dinero como arrojan cada año, a cuya pérdida añaden la nota de ser tenidos por unos meros administradores de las minas que sus padres ganaron a costa de tanta sangre y trabajos.

¡Extraña suerte es la de la América! ¡Parece que está destinada a no producir jamás el menor beneficio a sus poseedores! Antes de la llegada de los europeos, sus habitantes comían carne humana, andaban desnudos, y los dueños de la mayor parte de la plata y oro del orbe no tenían la menor comodidad de la vida. Después de su conquista, sus nuevos dueños, los españoles, son los que menos aprovechan aquella abundancia.

Volviendo al lujo extranjero y nacional, éste, en la antigüedad que he dicho, consistía, a más de varios artículos ya olvidados, en lo exquisito de sus armas, abundancia y excelencia de sus caballos, magnificencia de sus casas, banquetes de increíble número de platos para cada comida, fábricas de Segovia y Córdoba, servido personal voluntario al soberano, bibliotecas particulares, etcétera; todo lo cual era producto de España y se fabricaba por manos españolas. Vuélvanse a fomentar estas especies y, consiguiéndose el fin político del lujo (que, como está ya dicho, es el reflujo de los caudales excesivos de los ricos a los pobres), se verán en breves años multiplicarse la población, salir de la miseria los necesitados, cultivarse los campos, adornarse las ciudades, ejercitarse la juventud y tomar el Estado su antiguo vigor. Éste es el cuadro del antiguo lujo. ¿Cómo retrataremos el moderno? Copiemos los objetos que nos ofrecen a la vista, sin lisonjearlos ni ofenderlos. El poderoso de este siglo (hablo del acaudalado, cuyo dinero físico es el objeto del lujo) ¿en qué gasta sus rentas? Despiértanle dos ayudas de cámara primorosamente peinados y vestidos; toma café de Moca exquisito en taza traída de la China por Londres; pónese una camisa finísima de Holanda, luego una bata de mucho gusto tejida en León de Francia; lee un libro encuadernado en París; viste a la dirección de un sastre y peluquero francés; sale con un coche que se ha pintado donde el libro se encuadernó; va a comer en vajilla labrada en París o Londres las viandas calientes, y en platos de Sajonia o China las frutas y dulces; paga a un maestro de música y otro de baile, ambos extranjeros; asiste a una ópera italiana, bien o mal representada, o a una tragedia francesa, bien o mal traducida; y al tiempo de acostarse, puede decir esta oración: «Doy gracias al cielo de que todas mis operaciones de hoy han salido dirigidas a echar fuera de mi patria cuanto oro y plata ha estado en mi poder».

Hasta aquí he hablado con relación a la política, pues considerando sobre las costumbres, esto es, hablando no como estadista, sino como filósofo, «todo lujo es dañoso, porque multiplica las necesidades de la vida, emplea el entendimiento humano en cosas frívolas y, dorando los vicios, hace despreciable la virtud, siendo ésta la única que produce los verdaderos bienes y gustos».

Carta XLII

De Nuño a Ben-Beley

Según las noticias que Gazel me ha dado de ti, sé que eres un hombre de bien que vives en África, y según las que te habrá dado él mismo de mí, sabrás que soy un hombre de bien que vivo en Europa. No creo que necesite más requisito para que formemos mutuamente un buen concepto el uno del otro. Nos estimamos sin conocernos; que a poco que nos tratáramos, seríamos amigos.

El trato de este joven y el conocimiento de que tú le has dado crianza me impelen a dejar a Europa y pasar a África, donde resides. Deseo tratar un sabio africano, pues te juro que estoy fastidiado de todos los sabios europeos, menos unos pocos que viven en Europa como si estuviesen en África. Quisiera me dijeses qué método seguiste y qué objeto llevaste en la educación de Gazel. He hallado su entendimiento a la verdad muy poco cultivado, pero su corazón inclinado a lo bueno; y como aprecio en muy poco toda la erudición del mundo respecto de la virtud, quisiera que nos viniesen de África unas pocas docenas de ayos como tú para encargarse de la educación de nuestros jóvenes, en lugar de los ayos europeos, que descuidan mucho la dirección de los corazones de sus alumnos por llenar sus cabezas de noticias de blasón, cumplidos franceses, vanidad española, arias italianas y otros renglones de esta perfección e importancia; cosas que serán sin duda muy buenas, pues tanto dinero llevan por enseñarlas, pero que me parecen muy inferiores a las máximas cuya práctica observo en Gazel.

Por medio de estos pocos renglones cumplo con su encargo y con mi deseo: todo esto me ha sido muy fácil. ¡Cuán dificultoso me hubiera sido practicar lo mismo respecto de un europeo! En el país del mundo en que hay más comodidad para que un hombre sepa de otro, por la prontitud y seguridad de los correos, se halla la mayor dificultad para escribir éste a aquél. Si, como eres un moro que jamás me has visto, ni yo he visto, que vives a doscientas leguas de mi casa, y que eres en todo diferente de mí, fueses un europeo cristiano y avecindado a diez leguas de mi lugar, sería obra muy ardua la de escribirte por la primera vez. Primero, había de considerar con madurez lo ancho del margen de la carta. Segundo , sería asunto de mucha reflexión la distancia que había de dejar entre el primer renglón y la extremidad del papel. Tercero, meditaría muy despacio el cumplido con que había de empezar. Cuarto, no con menos aplicación estudiaría la expresión correspondiente para el fin. Quinto, no merecía menos cuidado el saber cómo te había de llamar en el contenido de la carta; o si había de dirigir el discurso como hablando contigo solo, o como con muchos, o como con tercera persona, o al señorío que puedes tener en algún lugar, o a la excelencia tuya sobre varios que tengan señoríos, o a otras calidades semejantes, sin hacer caso de tu persona; naciendo de todo esto tanta y tan terrible confusión, que por no entrar en ella muchas veces deja de escribir un español a otro.

El Ser Supremo, que nosotros llamamos Dios y vosotros Alá, y es quien hizo África y Asia, Europa y América, te guarde los años, y con las felicidades que deseo, a ti y a todos los americanos, africanos, asiáticos y europeos.

Carta XLIII

De Gazel a Nuño

La ciudad en que ahora me hallo es la única de cuantas he visto que se parece a las de la antigua España , cuya descripción me has hecho muchas veces. El color de los vestidos, triste; las concurrencias, pocas; la división de los dos sexos, fielmente observada; las mujeres, recogidas; los hombres, celosos; los viejos, sumamente graves; los mozos, pendencieros, y todo lo restante del aparato me hace mirar mil veces al calendario por ver si estamos efectivamente en el año que vosotros llamáis de 1768, o si es el de 1500, ó 1600 al sumo. Sus conversaciones son correspondientes a sus costumbres. Aquí no se habla de los sucesos que hoy vemos ni de las gentes que hoy viven, sino de los eventos que ya pasaron y hombres que ya fueron. He llegado a dudar si por arte mágica me representa algún encantador las generaciones anteriores. Si esto es así, ¡ojalá alcanzara su ciencia a traerme a los ojos las edades futuras! Pero sin molestarme más en este correo, y reservando el asunto para cuando nos veamos, te aseguro que admiro como singular mérito en estos habitantes la reverencia que hacen continuamente a las cenizas de sus padres. Es una especie de perpetuo agradecimiento a la vida que de ellos han recibido. Pero, pues en esto puede haber exceso, como en todas las prendas de los hombres, cuya naturaleza suele viciar hasta las virtudes mismas, responde lo que te se ofrezca sobre este particular.

Carta XLIV

De Nuño a Gazel, respuesta de la antecedente

Empiezo a responder a tu última carta por donde la acabaste. Confírmate en la idea de que la naturaleza del hombre está corrompida y, para valerme de tu propia expresión, suele viciar hasta las virtudes mismas. La economía es, sin duda, una virtud moral, y el hombre que es extremado en ella la vuelve en el vicio llamado avaricia; la liberalidad se muda en prodigalidad, y así de las restantes. El amor de la patria es ciego como cualquiera otro amor; y si el entendimiento no le dirige, puede muy bien aplaudir lo malo, desechar lo bueno, venerar lo ridículo y despreciar lo respetable. De esto nace que, hablando con ciego cariño de la antigüedad, va el español expuesto a muchos yerros siempre que no se haga la distinción siguiente. En dos clases divido los españoles que hablan con entusiasmo de la antigüedad de su nación: los que entienden por antigüedad el siglo último, y los que por esta voz comprenden el antepasado y anteriores.

El siglo pasado no nos ofrece cosa que pueda lisonjearnos. Se me figura España desde fin de 1500 como una casa grande que ha sido magnífica y sólida, pero que por el discurso de los siglos se va cayendo y cogiendo debajo a los habitantes. Aquí se desploma un pedazo del techo, allí se hunden dos paredes, más allá se rompen dos columnas, por esta parte faltó un cimiento, por aquélla se entró el agua de las fuentes, por la otra se abre el piso; los moradores gimen, no saben dónde acudir; aquí se ahoga en la cuna el dulce fruto del matrimonio fiel; allí muere de golpes de las ruinas, y aun más del dolor de ver a este espectáculo, el anciano padre de la familia; más allá entran ladrones a aprovecharse de la desgracia; no lejos roban los mismos criados, por estar mejor instruidos, lo que no pueden los ladrones que lo ignoran.

Si esta pintura te parece más poética que verdadera, registra la historia, y verás cuán justa es la comparación. Al empezar este siglo, toda la monarquía española, comprendidas las dos Américas, media Italia y Flandes, apenas podía mantener veinte mil hombres, y ésos mal pagados y peor disciplinados. Seis navíos de pésima construcción, llamados galeones, y que traían de Indias el dinero que escapase los piratas y corsarios; seis galeras ociosas en Cartagena, y algunos navíos que se alquilaban según las urgencias para transporte de España a Italia, y de Italia a España, formaban toda la armada real. Las rentas reales, sin bastar para mantener la corona, sobraban para aniquilar al vasallo, por las confusiones introducidas en su cobro y distribución. La agricultura, totalmente arruinada, el comercio, meramente pasivo, y las fábricas, destruidas, eran inútiles a la monarquía. Las ciencias iban decayendo cada día. Introducíanse tediosas y vanas disputas que se llamaban filosofía; en la poesía admitían equívocos ridículos y pueriles; el Pronóstico, que se hacía junto con el Almanak, lleno de insulseces de astrología judiciaria, formaba casi toda la matemática que se conocía; voces hinchadas y campanudas, frases dislocadas, gestos teatrales iban apoderándose de la oratoria práctica y especulativa. Aun los hombres grandes que produjo aquella era solían sujetarse al mal gusto del siglo, como hermosos esclavos de tiranos feísimos. ¿Quién, pues, aplaudirá tal siglo?

Pero ¿quién no se envanece si se habla del siglo anterior, en que todo español era un soldado respetable? Del siglo en que nuestras armas conquistaban las dos Américas y las islas de Asia, aterraban a África e incomodaban a toda Europa con ejércitos pequeños en número y grandes por su gloria, mantenidos en Italia, Alemania, Francia y Flandes, y cubrían los mares con escuadras y armadas de navíos, galeones y galeras; del siglo en que la academia de Salamanca hacía el primer papel entre las universidades del mundo; del siglo en que nuestro idioma se hablaba por todos los sabios y nobles de Europa. ¿Y quién podrá tener voto en materias críticas, que confunda dos eras tan diferentes, que parece en ellas la nación dos pueblos diversos? ¿Equivocará un entendimiento mediano un tercio de españoles delante de Túnez, mandado por Carlos I , con la guardia de la cuchilla de Carlos II? ¿A Garcilaso con Villamediana? ¿Al Brocense con cualquiera de los humanistas de Felipe IV? ¿A don Juan de Austria, hermano de Felipe II, con don Juan de Austria, hijo de Felipe IV? Créeme que la voz antigüedad es demasiado amplia, como la mayor parte de las que pronuncian los hombres con sobrada ligereza.

La predilección con que se suele hablar de todas las cosas antiguas, sin distinción de crítica, es menos efecto de amor hacia ellas que de odio a nuestros contemporáneos. Cualquiera virtud de nuestros coetáneos nos ofende porque la miramos como un fuerte argumento contra nuestros defectos; y vamos a buscar las prendas de nuestros abuelos, por no confesar las de nuestros hermanos, con tanto ahínco que no distinguimos al abuelo que murió en su cama, sin haber salido de ella, del que murió en campaña, habiendo vivido siempre cargado con sus armas; ni dejamos de confundir al abuelo nuestro, que no supo cuántas leguas tiene un grado geográfico, con los Álavas y otros, que anunciaron los descubrimientos matemáticos hechos un siglo después por los mayores hombres de aquella facultad. Basta que no les hayamos conocido, para que los queramos; así como basta que tratemos a los de nuestros días, para que sean objeto de nuestra envidia o desprecio.

Es tan ciega y tan absurda esta indiscreta pasión a la antigüedad, que un amigo mío, bastante gracioso por cierto, hizo una exquisita burla de uno de los que adolecen de esta enfermedad. Enseñóle un soneto de los más hermosos de Hernando de Herrera, diciéndole que lo acababa de componer un condiscípulo suyo. Arrojólo al suelo el imparcial crítico, diciéndole que no se podía leer de puro flojo e insípido. De allí a pocos días, compuso el mismo muchacho una octava, insulsa si las hay, y se la llevó al oráculo, diciendo que había hallado aquella composición en un manuscrito de letra de la monja de Méjico. Al oírlo, exclamó el otro diciendo: -Esto sí que es poesía, invención, lenguaje, armonía, dulzura, fluidez, elegancia, elevación -y tantas cosas más que se me olvidaron-; pero no a mi sobrino, que se quedó con ellas de memoria, y cuando oye se lee alguna infelicidad del siglo pasado delante de un apasionado de aquella era, siempre exclama con increíble entusiasmo irónico: -¡Esto sí que es invención, poesía, lenguaje, armonía, dulzura, fluidez, elegancia, elevación!

Espero cartas de Ben-Beley; y tú manda a Nuño.

Carta XLV

De Gazel a Ben-Beley

Acabo de llegar a Barcelona. Lo poco que he visto de ella me asegura ser verdadero el informe de Nuño, el juicio que formé por instrucción suya del genio de los catalanes y utilidad de este principado. Por un par de provincias semejantes pudiera el rey de los cristianos trocar sus dos Américas. Más provecho redunda a su corona de la industria de estos pueblos que de la pobreza de tantos millones de indios. Si yo fuera señor de toda España, y me precisaran a escoger los diferentes pueblos de ella por criados míos, haría a los catalanes mis mayordomos.

Esta plaza es de las más importantes de la península y, por tanto, su guarnición es numerosa y lucida, porque entre otras tropas se hallan aquí las que llaman guardias de infantería española. Un individuo de este cuerpo está en la misma posada que yo desde antes de la noche en que llegué; ha congeniado sumamente conmigo por su franqueza, cortesanía y persona; es muy joven, su vestido es el mismo que el de los soldados rasos, pero sus modales le distinguen fácilmente del vulgo soldadesco. Extrañé esta contradicción; ayer en la mesa, que en estas posadas llaman redonda, porque no tienen asiento preferente, viéndole tan familiar y tan bien recibido con los oficiales más viejos del cuerpo, que son muy respetables, no pudo aguantar un minuto más mi curiosidad acerca de su clase, y así le pregunté quién era.

-Soy -me dijo- cadete de este cuerpo, y de la compañía de aquel caballero -señalando a un anciano venerable, con la cabeza cargada de canas, el cuerpo lleno de heridas y el aspecto guerrero-. -Sí, señor, y de mi compañía -respondió el viejo-. Es nieto y heredero de un compañero mío que mataron a mi lado en la batalla de Campo Santo; tiene veinte años de edad y cinco de servicio: hace el ejercicio mejor que todos los granaderos del batallón; es un poco travieso, como los de su clase y edad, pero los viejos no lo extrañamos, porque son lo que fuimos, y serán lo que somos. -No sé qué grado es ese de cadete -dije yo-. -Esto se reduce -dijo otro oficial- a que un joven de buena familia sienta plaza, sirve doce o catorce años, haciendo siempre el servicio de soldado raso, y después de haberse portado como es regular se arguya de su nacimiento, es promovido al honor de llevar una bandera con las armas del rey y divisa del regimiento. En todo este tiempo, suelen consumir, por la indispensable decencia con que se portan, sus patrimonios, y por las ocasiones de gastar que se les presentan, siendo su residencia en esta ciudad, que es lucida y deliciosa, o en la corte, que es costosa. -Buen sueldo gozarán -dije yo-, para estar tanto tiempo sin el carácter de oficial y con gastos como si lo fueran. -El prest de soldado raso y nada más -dijo el primero-; en nada se distinguen, sino en que no toman ni aun eso, pues lo dejan con alguna gratificación más al soldado que cuida de sus armas y fornitura. -Pocos habrá -insté yo- que sacrifiquen de ese modo su juventud y patrimonio. -¿Cómo pocos? -saltó el muchacho-. Somos cerca de 200, y si se admiten todos los que pretenden ser admitidos, llegaremos a dos mil. Lo mejor es que nos estorbamos mutuamente para el ascenso, por el corto número de vacantes y grande de cadetes; pero más queremos esperar montando centinelas con esta casaca, que dejarla. Lo más que hacen algunos de los nuestros es: benefician compañías de caballería o dragones, cuando la ocasión se presenta, si se hallan ya impacientes de esperar; y aun así, quedan con tanto afecto al regimiento como si viviesen en él. -¡Glorioso cuerpo -exclamé yo-, en que doscientos nobles ocupan el hueco de otros tantos plebeyos, sin más paga que el honor de la nación! ¡Gloriosa nación, que produce nobles tan amantes de su rey! ¡Poderoso rey, que manda a una nación cuyos nobles individuos no anhelan más que a servirle, sin reparar en qué clase ni con qué premio!

Carta XLVI

Ben-Beley a Nuño

Cada día me agrada más la noticia de la continuación de tu amistad con Gazel, mi discípulo. De ella infiero que ambos sois hombres de bien. Los malvados no pueden ser amigos. En vano se juran mil veces mutua amistad y estrecha unión; en vano uniforman su proceder; en vano trabajan unidos a algún objeto común: nunca creeré que se quieren. El uno engaña al otro, y éste al primero, por recíprocos intereses de fortuna o esperanza de ella. Para esto, sin duda necesitan ostentar una amistad firmísima con una aparente confianza. Pero de nadie se desconfían más que el uno del otro, porque el primero conoce los fraudes del segundo, a menos que se recaten mutuamente el uno del otro; en cuyo caso habrá mucha menor franqueza y, por consiguiente, menor amistad. No dudo que ambos se unan muy de veras en daño de un tercero; pero perdido éste, los dos inmediatamente riñen por quedar uno solo en posesión del bocado que arrebataron de las manos del perdido; así como dos salteadores de camino se juntan para robar al pasajero, pero luego se hieren mutuamente sobre repartir lo que han robado. De aquí viene que el pueblo ignorante se admire cuando ve convertida en odio la amistad que tan pura y firme le parecía. «¡Alá! ¡Alá!, dicen: ¿quién creyera que aquellos dos se separaran al cabo de tantos años? ¡Qué corazón el del hombre! ¡Qué inconstante! ¿Adónde te refugiaste, santa amistad? ¿Dónde te hallaremos? ¡Creíamos que tu asilo era el pecho de cualquiera de éstos dos, y ambos te destierran!». Pero considérese las circunstancias de este caso, y se conocerá que todas éstas son varias declamaciones e injurias al corazón humano. Si el vulgo (tan discretamente llamado profano por un poeta filósofo latino, cuyas obras me envió Gazel), si el vulgo, digo, profano supiese la verdadera clave de esta y de otras maravillas, no se espantaría de tantas. Entendería que aquella amistad no lo fue, ni mereció más nombre que el de una mutua traición, conocida por ambas partes y mantenida por las mismas el tiempo que pareció conducente.

Al contrario, entre dos corazones rectos, la amistad crece con el trato. El recíproco conocimiento de las bellas prendas que por días se van descubriendo aumenta la mutua estimación. El consuelo que el hombre bueno recibe viendo crecer el fruto de la bondad de su amigo le estimula a cultivar más y más la suya propia. Este gozo, que tanto eleva al virtuoso, jamás puede negar a gozarle, ni aun a conocerle, el malvado. La naturaleza le niega un número grande de gustos inocentes y puros, en trueque de las satisfacciones inicuas que él mismo se procura fabricar con su talento siniestramente dirigido. En fin, dos malvados felices a costa de delitos se miran con envidia, y la parte de prosperidad que goza el uno es tormento para el otro. Pero dos hombres justos, cuando se hallen en alguna situación dichosa, gozan no sólo de su propia dicha cada uno, sino también de la del otro. De donde se infiere que la maldad, aun en el mayor auge de la fortuna, es semilla abundante de recelos y sustos; y que, al contrario, la bondad, aun cuando parece desdichada, es fuente continua de gustos, delicias y sosiego.

Éste es mi dictamen sobre la amistad de los buenos y malos; y no lo fundo sólo en esta especulación, que me parece justa, sino en repetidos ejemplares que abundan en el mundo.

Carta XLVII

Respuesta de la anterior

Veo que nos conformamos mucho en las ideas de virtud, amistad y vicio, como también en la justicia que hacemos al corazón del hombre en medio de la universal sátira que padece la humanidad en nuestros días. Bien me lo prueba tu carta, pero si se publicase pocos la entenderían. La mayor parte de los lectores la tendría por un trozo de moral abstracto y casi de ningún servicio en el trato humano. Reiríanse de ello los mismos que lloran algunas veces de resulta de no observarse semejante doctrina. Ésta es otra de nuestras flaquezas, y de las más antiguas, pues no fue el siglo de Augusto el primero que dio motivo a decir: conozco lo mejor y sigo lo peor ; y desde aquél al nuestro han pasado muchos, todos muy parecidos los unos a los otros.

Carta XLVIII

De Nuño a Ben-Beley

He visto en una de las cartas que Gazel te escribe un retrato horroroso del siglo actual, y la ridícula defensa de él, hecha por un hombre muy superficial e ignorante. Partamos la diferencia tú y yo entre los dos pareceres; y sin dejar de conocer que no es la era tan buena ni tan mala como se dice, confesemos que lo peor que tiene este siglo es que lo defiendan como cosa propia semejantes abogados. El que se ve en esta carta oponerse a la demasiado rigurosa crítica de Gazel es capaz de perder la más segura causa. Emprende la defensa, como otros muchos, por el lado que muestra más flaqueza y ridiculez. Si en lugar de querer sostener estas locuras se hiciera cargo de lo que merece verdaderos aplausos, hubiera dado sin duda al africano mejor opinión de la era en que vino a Europa. Otro efecto le hubiera causado una relación de la suavidad de costumbres, humanidad en la guerra, noble uso de las victorias, blandura en los gobiernos; los adelantamientos en las matemáticas y física; el mutuo comercio de talentos por medio de las traducciones que se hacen en todas las lenguas de cualquiera obra que sobresale en alguna de ellas. Cuando todas estas ventajas no sean tan efectivas como lo parecen, pueden a lo menos hacer equilibrio con la enumeración de desdichas que hace Gazel; y siempre que los bienes y los males, los delitos y las virtudes estén en igual balanza, no puede llamarse tan infeliz el siglo en que se note esta igualdad, respecto del número que nos muestra la historia llenos de miserias y horrores, y sin una época siquiera que consuele al género humano.

Carta XLIX

Gazel a Ben-Beley

¿Quién creyera que la lengua tenida universalmente por la más hermosa de todas las vivas dos siglos ha, sea hoy una de las menos apreciables? Tal es la priesa que se han dado a echarla a perder los españoles. El abuso de su flexibilidad, digámoslo así, la poca economía en figuras y frases de muchos autores del siglo pasado, y la esclavitud de los traductores de presente a sus originales, han despojado este idioma de sus naturales hermosuras, cuales eran laconismo, abundancia y energía. Los franceses han hermoseado el suyo al paso que los españoles lo han desfigurado. Un párrafo de Montesquieu y otros coetáneos tiene tal abundancia de las tres hermosuras referidas, que no parecían caber en el idioma francés; y siendo anteriores con un siglo y algo más los autores que han escrito en buen castellano, los españoles del día parecen haber hecho asunto formal de humillar el lenguaje de sus padres. Los traductores e imitadores de los extranjeros son los que más han lucido en esta empresa. Como no saben su propia lengua, porque no se sirven tomar el trabajo de estudiarla, cuando se hallan con alguna hermosura en algún original francés, italiano o inglés, amontonan galicismos, italianismos y anglicismos, con lo cual consiguen todo lo siguiente:

1.º Defraudan el original de su verdadero mérito, pues no dan la verdadera idea de él en la traducción. 2.º Añaden al castellano mil frases impertinentes. 3º Lisonjean al extranjero, haciéndole creer que la lengua española es subalterna a las otras. 4.º Alucinan a muchos jóvenes españoles, disuadiéndoles del indispensable estudio de su lengua natal.

Sobre estos particulares suele decirme Nuño: «Algunas veces me puse a traducir, cuando muchacho, varios trozos de literatura extranjera; porque así como algunas naciones no tuvieron a menos el traducir nuestras obras en los siglos en que éstas lo merecían, así debemos nosotros portarnos con ellas en lo actual. El método que seguí fue éste: leía un párrafo del original con todo cuidado; procuraba tomarle el sentido preciso; lo meditaba mucho en mi mente, y luego me preguntaba yo a mí mismo: si yo hubiese de poner en castellano la idea que me ha producido esta especie que he leído, ¿cómo lo haría? Después recapacitaba si algún autor antiguo español había dicho cosa que se le pareciese; si se me figuraba que sí, iba a leerlo, y tomaba todo lo que me parecía ser análogo a lo que deseaba. Esta familiaridad con los españoles del XVI siglo y algunos del XVII me sacó de muchos apuros, y sin esta ayuda es formalmente imposible el salir de ellos, a no cometer los vicios de estilo que son tan comunes. Más te diré. Creyendo la transmigración de las artes tan firmemente como cree la de las almas cualquiera buen pitagorista, he creído ver en el castellano y latín de Luis Vives, Alonso Matamoros, Pedro Ciruelo, Francisco Sánchez llamado el Brocense, Hurtado de Mendoza, Ercilla, fray Luis de Granada, fray Luis de León, Garcilaso, Argensola, Herrera, Álava, Cervantes y otros, las semillas que tan felizmente han cultivado los franceses de la mitad última del siglo pasado, de que tanto fruto han sacado los del actual. En medio del justo respeto que siempre han observado las plumas españolas en materias de religión y gobierno, he visto en los referidos autores excelentes trozos, así de pensamiento como de locución, hasta en las materias frívolas de pasatiempo gracioso; y en aquellas en que la crítica con sobrada libertad suele mezclar lo frívolo con lo serio, y que es precisamente el género que más atractivo tiene en lo moderno extranjero, hallo mucho en lo antiguo nacional, así impreso como inédito. Y en fin, concluyo que, bien entendido y practicado nuestro idioma, según lo han manejado los maestros arriba citados, no necesita más echarlo a perder en la traducción de lo que se escribe, bueno o malo, en lo restante de Europa; y a la verdad, prescindiendo de lo que han adelantado en física y matemática, por lo demás no hacen absoluta falta las traducciones».

Esto suele decir Nuño cuando habla seriamente en este punto.