Érase una vez un Rey y una Reina que estaban tan afligidos por no tener hijos, tan afligidos, que no hay palabras para expresarlo. Fueron a todas las aguas termales del mundo; votos, peregrinaciones, pequeñas devociones, todo lo pusieron en práctica, sin que sirviera de nada.
Sin embargo, la reina quedó, por fin embarazada y dio a luz una niña. Hicieron un hermoso bautizo; eligieron para madrinas de la Princesita a todas las hadas que pudieron encontrar en el país (se encontraron siete), para que cada una de ellas, al concederle un don, como era costumbre entre las hadas de aquel tiempo, tuviera la Princesa todas las perfecciones imaginables.
Después de las ceremonias del bautizo, todos los invitados volvieron al palacio del rey, donde se celebraba un gran festín para las hadas. Delante de cada una de ellas colocaron un magnífico cubierto, en un estuche de oro macizo, donde había una cuchara, un tenedor y un cuchillo de oro fino, guarnecido con diamantes y rubíes. Pero, cuando cada uno se estaba sentando a la mesa, vieron entrar a un hada vieja, a quien no habían invitado, porque hacía más de cincuenta años que no salía de una torre, y la creían muerta o encantada.
El Rey ordenó que le pusieran un cubierto, pero no hubo manera de darle un estuche de oro macizo como a las demás, pues sólo se habían mandado hacer siete, para las siete hadas. La vieja creyó que la despreciaban y murmuró amenazas entre dientes. Una de las hadas jóvenes, que se hallaba a su lado, la escuchó y, pensando que pudiera depararle a la Princesita algún don enojoso, en cuanto se levantaron de la mesa, fue a esconderse detrás de las cortinas, para hablar la última y poder así reparar en lo posible el mal que la vieja hubiese hecho.
Entretanto, las hadas comenzaron a conceder sus dones a la Princesa. La más joven le otorgó el don de ser la persona más bella del mundo; la siguiente, el de tener el alma de un ángel; la tercera, el de mostrar una gracia admirable en todo lo que hiciera; la cuarta, el de bailar a las mil maravillas; la quinta, el de cantar como un ruiseñor, y la sexta, el de tocar con toda perfección cualquier clase de instrumento musicale. Al llegar el turno a la vieja hada, ésta dijo, sacudiendo la cabeza, más por despecho que por vejez, que la Princesa se pincharía la mano con un huso, y que a consecuencia de eso moriría. Este don terrible hizo estremecerse a todos los invitados y no hubo nadie que no llorara.
En ese instante, el hada joven salió de detrás de las cortinas y, en alta voz, pronunció estas palabras:
-Tranquilizaos, Rey y Reina, vuestra hija no morirá; es verdad que no tengo poder suficiente para deshacer por completo lo que mi vieja compañera ha hecho. La Princesa se clavará un huso en la mano; pero, en vez de morir, caerá sólo en un profundo sueño que durará cien años, al cabo de los cuales el hijo de un rey vendrá a despertarla.
Para tratar de evitar la desgracia anunciada por la vieja, el Rey mandó publicar en seguida un edicto, por el que prohibía a todas las personas hilar con huso y conservar husos en casa, bajo pena de muerte.
Pasaron quince o dieciséis años. Un día en que el Rey y la Reina habían ido a una de sus casas de recreo, sucedió que la joven Princesa , corriendo un día por el castillo, y subiendo de habitación en habitación, llegó hasta lo alto de un torreón, a una pequeña buhardilla, donde una anciana hilaba su copo a solas. La buena mujer no había oído hablar de la prohibición del rey para hilar con huso.
-¿Qué haceis aquí, buena mujer? -dijo la Princesa.
-Estoy hilando, hermosa niña -le respondió la anciana, que no la conocía.
-¡Ah! ¡Qué bonito es! -prosiguió la Princesa. ¿Cómo lo haceis? Dejadme, a ver si yo también puedo hacerlo.
No hizo más que coger el huso y, como era muy viva y un poco distraída, aparte de que la decisión de las hadas así lo había dispuesto, se atravesó la mano con él y cayó desvanecida. La buena anciana, muy confusa, pide socorro. Llegan de todos lados, echan agua al rostro de la princesa, la desabrochan, le dan golpecitos en las manos, le frotan las sienes con agua de la reina de Hungría; pero nada la reanima.
Entonces el Rey, que había subido al sentir el alboroto, se acordó de la predicción de las hadas y, comprendiendo que esto tenía que suceder ya que ellas lo habían dicho, mandó poner a la princesa en el aposento más hermoso del palacio, sobre una cama bordada de oro y plata. Estaba tan bella que parecía un ángel; en efecto, el desmayo no le había quitado los vivos colores de su rostro: sus mejillas estaban encarnadas y sus labios parecían de coral; sólo tenía los ojos cerrados, pero se la oía respirar suavemente, lo que demostraba que no estaba muerta.
El rey ordenó que la dejaran dormir en reposo, hasta que llegara la hora de despertarse.
El hada buena que le había salvado la vida, al hacer que durmiera cien años, se hallaba en el reino de Mataquin, a doce mil leguas de allí, cuando ocurrió el accidente de la princesa; pero al instante la avisó un enanito que tenía botas de siete leguas. El hada partió enseguida y, al cabo de una hora, la vieron llegar en una carroza de fuego tirada por dragones.
El Rey fue a ofrecerle la mano al bajar de la carroza. Ella aprobó todo lo que él había hecho; pero, como era muy previsora, pensó que cuando la Princesa despertara, se sentiría muy confundida al verse sola en aquel viejo castillo, por lo cual quiso poner remedio a esa situación. Para ello, tocó con su varita todo lo que había en el castillo (salvo al rey y a la reina): ayas, damas de honor, sirvientas, gentileshombres, oficiales, mayordomos, cocineros, pinches de cocina, guardias, porteros pajes, lacayos. Tocó también todos los caballos que estaban en las caballerizas, con los palafreneros, los grandes mastines de corral, y la pequeña Puf , la perrita de la Princesa que estaba junto a ella sobre el lecho. Justo al tocarlos, se durmieron todos, para que despertaran al mismo tiempo que su ama, a fin de que estuviesen preparados para atenderla cuando llegara el momento; hasta los asadores, que estaban puestos al fuego llenos de faisanes y perdices, se durmieron, y también el fuego. Todo esto se hizo en un instante; las hadas no tardaban mucho en hacer su tarea.
Entonces el Rey y la Reina, después de besar a su querida hija sin que se despertara, salieron del castillo y ordenaron publicar la prohibicion de que nadie se acercara a él. Tal prohibicion no era necesaria, pues en un cuarto de hora creció alrededor del parque tal cantidad de árboles grandes y pequeños, de zarzas y espinos entrelazados unos con otros, que ni hombre ni bestia habría podido pasar; de modo que ya no se veía sino lo alto de las torres del castillo, y eso sólo desde muy lejos.
Nadie dudó de que todo esto era también obra del hada, para que la princesa, mientras durmiera, no tuviese nada que temer de los curiosos.
Al cabo de cien años, el hijo del rey que reinaba entonces y que no era de la familia de la princesa dormida, andando de caza por esos lugares, preguntó qué torres eran aquellas que se divisaban por encima de un gran bosque muy espeso. Cada cual le respondió según lo que había oído decir. Unos decían que era un viejo castillo poblado de fantasmas; otros, que todos las brujas de la región celebraban allí sus aquelarres. La opinión más generalizada era que en ese lugar vivía un ogro y llevaba allí a cuantos niños podía atrapar, para comérselos a sus anchas y sin que pudieran seguirlo, pues sólo él tenía el poder para abrirse paso a través del bosque. El príncipe no sabía qué pensar de todo aquello, hasta que un viejo campesino tomó la palabra y le dijo:
-Príncipe, hace más de cincuenta años le oí decir a mi padre que había en ese castillo una princesa, la más hermosa del mundo, que dormiría durante cien años y sería despertada por el hijo de un rey a quien ella estaba destinada.
Ante aquellas palabras, el joven príncipe se sintió enardecido; creyó sin vacilar que él pondría fin a tan hermosa aventura, e impulsado por el amor y la gloria, resolvió investigar al instante qué era aquello.
Apenas avanzó hacia el bosque, cuando esos enormes árboles, aquellas zarzas y espinos, se apartaron por sí mismos para dejarlo pasar. Caminó hacia el castillo que veía al final de una gran alameda, por donde entró; pero, lo que le sorprendió fue que ninguna de sus gentes había podido seguirlo, porque los árboles se habían cerrado tras él.
Continuó sin embargo su camino, pues un príncipe joven y enamorado es siempre valiente. Entró en un gran patio, donde todo lo que apareció ante su vista era para helarlo de espanto. Reinaba un horroroso silencio. Por todas partes se presentaba la imagen de la muerte: cuerpos tendidos de hombres y animales, que parecían muertos. Sin embargo se dio cuenta, por la nariz llena de granos y la cara rubicunda de los guardias, que sólo estaban dormidos, y sus jarras, donde aún quedaban unas gotas de vino, indicaban claramente que se habían dormido bebiendo.
Atravesó un gran patio pavimentado de mármol, subió por la escalera, llegó a la sala de los guardias, que estaban formados en fila, con la escopeta de rueda al hombro, roncando a más y mejor. Atravesó varias cámaras llenas de caballeros y damas, todos dormidos, unos de pie, otros sentados; entró en una habitación completamente dorada, donde vio sobre una cama, cuyas cortinas estaban descorridas por todos los lados, el más bello espectáculo que jamás imaginara: una princesa que parecía tener quince o dieciséis años cuyo brillo resplandeciente tenía algo de divino y luminoso.
Se acercó temblando y, maravillado, se arrodilló junto a ella. Entonces, como había llegado el fin del hechizo, la Princesa despertó; y, mirándolo con ojos más tiernos de lo que una primera mirada puede permitir, dijo:
-¿Sois vos, Príncipe mío? -le dijo ella-. Os habeis hecho esperar mucho tiempo.
El príncipe, atraído por estas palabras y, más aún, por la forma en que habían sido dichas, le aseguró que la amaba más que a sí mismo. Sus razones resultaron desordenadas, pero por eso gustaron más a la princesa. Poca elocuencia y mucho amor. Estaba más confundido que ella, y no era para menos; la princesa había tenido tiempo de soñar en lo que tendría que decirle, pues parece (la historia, sin embargo, no dice nada de esto) que el hada buena, durante tan largo sueño, le había procurado el placer de tener sueños agradables.
En fin, hacía cuatro horas que hablaban y no se habían dicho ni de la mitad de las cosas que tenían que decirse.
Entretanto, todo el palacio se había despertado junto con la Princesa. Cada uno se disponía a cumplir con su tarea y, como no todos estaban enamorados, se morían de hambre. La dama de honor, apremiada como los demás, le anunció a la Princesa que la cena estaba servida. El Príncipe ayudó a la Princesa a levantarse y vio que estaba totalmente vestida, y con gran magnificencia; pero se abstuvo de decirle que sus ropas eran de otra época y que todavía usaba gorguera. No por eso estaba menos hermosa.
Pasaron a un salón de espejos y allí cenaron, atendidos por los servidores de la Princesa. Violines y oboes interpretaron piezas antiguas pero excelentes, que ya no se tocaban desde hacía casi cien años; y después de la cena, sin pérdida de tiempo, el gran capellán los casó en la capilla del castillo, y la dama de honor corrió las cortinas. Durmieron poco: la princesa no lo necesitaba mucho, y el príncipe la dejó por la mañana para volver a la ciudad, donde su padre estaría preocupado por él.
El Príncipe le dijo que, estando de caza, se había perdido en el bosque y que había pasado la noche en la choza de un carbonero quien le había dado de comer queso y pan negro. El Rey, su padre, que era un buen hombre, le creyó; pero su madre no quedó muy convencida y, al ver que iba casi todos los días de caza y que siempre tenía una excusa a mano cuando pasaba dos o tres noches fuera del palacio, ya no dudó de que tuviera algún amorío.
Vivió más de dos años enteros con la princesa y tuvieron dos hijos: el primero fue una niña, a quien dieron por nombre Aurora, y el segundo un varón, a quien llamaron Día porque parecía aún más hermoso que su hermana.
La reina le dijo varias veces a su hijo, para hacerlo confesar, que había que pasarlo bien en la vida, pero él no se atrevió nunca a confiarle su secreto. Aunque la quería, la temía, porque era de raza de ogros, y el rey sólo se había casado con ella por sus muchas riquezas. En la corte se rumoreaba, incluso, que tenía inclinaciones de ogro y que, al ver pasar a los niños pequeños, le costaba todo el trabajo del mundo contenerse para no lanzarse sobre ellos; por lo cual el Príncipe nunca quiso decirle nada.
Pero, cuando dos años más tarde murió el rey y él se sintió el dueño, declaró públicamente su matrimonio y, con gran ceremonia, fue a buscar a su mujer al castillo. Le hicieron un recibimiento magnífico en la capital, donde ella entró acompañada de sus dos hijos.
Algún tiempo después, el rey fue a hacer la guerra contra el emperador Cantalabutte, su vecino. Encargó la regencia del reino a la Reina, su madre, recomendándole mucho que cuidara a su mujer y a sus hijos. Debía de estar en la guerra durante todo el verano y, apenas partió, la Reina madre envió a su nuera y a sus hijos a una casa de campo en el bosque para poder satisfacer más fácilmente sus horribles deseos. Fue allí unos días después, y una noche le dijo a su mayordomo:
-Mañana quiero comerme a la pequeña Aurora en la cena.
-¡Ay, señora! -dijo el mayordomo.
-¡Yo lo quiero! -dijo la Reina (y lo dijo con el tono de una ogresa que desea comer carne fresca).Y quiero comérmela con salsa Robert.
El pobre hombre, sabiendo que no podía burlarse de una ogresa, cogió su gran cuchillo y subió a la habitación de la pequeña Aurora ; tenía por entonces cuatro años y, saltando y riendo, se echó a su cuello pidiéndole caramelos. Él se echó a llorar, el cuchillo se le cayó de las manos y se fue al corral a degollar un corderito, preparándolo con una salsa tan buena que su ama le aseguró que nunca había comido algo tan exquisito. Al mismo tiempo se llevó a la pequeña Aurora y se la entregó a su mujer, para que la escondiera en una habitación que tenía al fondo del corral.
Ocho días después, la malvada reina dijo a su mayordomo:
-Quiero comerme al pequeño Día para la cena.
Él no contestó, resuelto a engañarla como la otra vez. Fue a buscar al niño y lo encontró, florete en mano, practicando esgrima con un gran mono, y eso que nada más que tenía tres años. También se lo llevó a su mujer, quien lo escondió junto con la pequeña Aurora , y le sirvió, en vez del pequeño Día, un cabritillo muy tierno que la ogresa encontró delicioso.
Hasta ahora todo había ido bien; pero una noche, esta Reina perversa le dijo al mayordomo:
-Quiero comerme a la Reina con la misma salsa que a sus hijos.
Fue entonces cuando el pobre mayordomo perdió la esperanza de poder engañarla otra vez. La joven Reina tenía más de veinte años, sin contar los cien que había dormido; por lo cual su hermosa y blanca piel era algo dura. ¿Y cómo encontrar en el corral un animal tan duro? Decidió entonces, para salvar su vida, degollar a la Reina, y subió a sus aposentos con la intención de acabar de una vez.
Trataba de sentir furor y, puñal en mano, entró en la habitación de la joven Reina. Sin embargo, no quiso sorprenderla y, con mucho respeto, le comunicó la orden que había recibido de la Reina madre.
-Cumplid con vuestro deber -dijo ella, presentándole el cuello; ejecutad la orden que os han dado; iré a reunirme con mis hijos, mis pobres hijos a quienes tanto quise (pues ella los creía muertos desde que se los habían quitado sin decirle nada).
-No, no, señora -le respondió el pobre mayordomo, enternecido-, no moriréis, y tampoco dejaréis de reuniros con vuestros queridos hijos, pero será en mi casa, donde los tengo escondidos, y otra vez engañaré a la Reina, dándole de comer una cierva joven en vuestro lugar.
La condujo en seguida con su mujer y, dejando que la reina abrazara a sus hijos y llorara con ellos, fue a aderezar a una cierva, que la Reina comió para la cena con el mismo apetito que si se hubiera tratado de la joven reina. Se sentía muy satisfecha de su crueldad, y se preparaba para contarle al Rey, a su vuelta, que los lobos rabiosos se habían comido a la Reina, su mujer, y a sus dos hijos.
Una noche en que, como de costumbre, rondaba por los patios y corrales del castillo para olfatear carne fresca, oyó en el vestíbulo de la planta baja al pequeño Día que lloraba, porque su madre quería darle unos azotes por portarse mal, y escuchó también a la pequeña Aurora que pedía perdón para su hermano.
La ogresa reconoció la voz de la Reina y de sus hijos y, furiosa por haber sido engañada, ordenó a la mañana siguiente, con una voz espantosa que hacía temblar a todo el mundo, que pusieran en el medio del patio una gran cuba, que mandó llenar con sapos, víboras, culebras y serpientes, para echar en ella a la reina y a sus hijos, al mayordomo, a su mujer y a su criado. Había dado la orden de llevarlos con las manos atadas a la espalda.
Estaban allí, y los verdugos se disponían a tirarlos a la cuba, cuando el Rey, a quien nadie esperaba tan pronto, entró a caballo en el patio; había venido por la posta, y preguntó atónito qué significaba aquel horrible espectáculo. Nadie se atrevía a decírselo, cuando la ogresa, rabiando al ver lo que pasaba, ella misma se tiró de cabeza dentro de la cuba y, en un instante, fue devorada por las feas bestias que había mandado poner allí.
El rey no dejó de sentirlo: al fin y al cabo era su madre; pero se consoló muy pronto con su hermosa mujer y con sus hijos.
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