Primera Parte
:: Primera parte ::
Para entrar en materia no subiré a épocas muy remotas. Las que precedieron a la dominación romana son demasiado oscuras y distantes para que merezcan nuestra atención. Perteneciendo a lo que podemos llamar nuestros tiempos heroicos, ¿qué nos presentarían sino fábulas y tinieblas? La crítica puede seguir entre unas y otras las huellas de la historia nacional hasta columbrar sus orígenes, pero la política debe buscar una luz más cierta y clara para observar nuestros usos y costumbres con algún provecho.
Bajo los romanos gozó España de los juegos y espectáculos de aquella gran nación, pues que, habiendo adoptado su religión, sus leyes y costumbres, mal rehusaría los usos y estilos que de ordinario introduce la moda sin auxilio de la autoridad. Cuando faltasen otras pruebas de esta aserción, las ruinas de circos y teatros, de anfiteatros y naumaquias, que existen en Toledo, en Mérida, en Tarragona, en Coruña, en Santi-Ponce y en Murviedro, y las dedicaciones y monumentos erigidos con ocasión de estos espectáculos, no me dejarían dudar que nuestros padres conocieron las luchas de hombres y fieras, las carreras de carros y caballos, y las representaciones escénicas de aquella edad.
Estos espectáculos debieron cesar de todo punto con la entrada de los septentrionales. Puestos ya en descrédito, y aun prohibidos en gran parte por los emperadores y los concilios, como enlazados con el culto y ceremonias gentílicas, faltaba poco para su total exterminio, y esto poco se halló por una parte en el horror con que los miraba la ruda sencillez de los godos, y por otra en la religiosa piedad de muchos de sus príncipes. Así que no se conserva memoria alguna, que yo sepa, de semejantes juegos en el tiempo de su dominación, ni la historia los presenta en la paz dados a otra diversión que la caza.
- I -
Origen general de las diversiones y espectáculos de España
Caza
Pero la caza, arte privativa y necesaria entre los salvajes, vino a ser, si no el único, el más agradable divertimiento de los pueblos bárbaros. Los que inundaron el imperio romano difundieron esta afición por toda Europa y aun hicieron de ella un objeto de legislación y policía, como es de ver en la colección de leyes bárbaras. Fuera de la guerra, ningún ejercicio podía ser más agradable a aquellos pueblos, cuyo carácter inculto, pero activo, se avenía tan mal con la fatiga del espíritu como con el reposo del cuerpo y no acertaba con el placer sino en medio de la agitación y violento ejercicio.
De la caza de fieras, más fácil, más agitada y aun más provechosa, se pasó naturalmente a la de aves, cuyo deleite era mayor porque lo era también su artificio, y porque en ella empezaba a tener mayor cabida el ingenio. De aquí nació la división de la caza en aquellas dos famosas especies de montería y cetrería, que ocuparon y entretuvieron a la nobleza de Europa por tantos siglos.
El origen de la primera se perdió en los tiempos más remotos, de la última no es fácil señalar la introducción en España. Puédese sí asegurar que no precedió a la dominación goda, puesto que los romanos apenas la conocían en tiempo de Vespasiano. Tal se infiere de un pasaje de Plinio, que hablando de las aves de rapiña (Historia Natural, libro X, cap. 10 y 11) sólo describe la caza hecha con ellas, como ejercitada en cierto lugar de Tracia junto a Amfípolis. Y como después ocurra frecuente mención de la caza de halcones en las leyes sálicas, longobárdicas, ripuarias y otras que establecieron en Europa los septentrionales 1 , es de sospechar que a nosotros nos la trajesen también los visigodos, por más que no se halle mención en sus leyes.
Ello es que así de la caza de montería como de la de cetrería se halla ya frecuente memoria desde los principios de la monarquía asturiana. Es bien conocida en la historia la afición que tuvo a la primera el hijo de nuestro don Pelayo, muerto a manos de un oso en los montes de Cangas, y el mismo Favila, o sea, otro señor de su tiempo 2 , se ve todavía entallado con su halcón en mano en el capitel de una columna de la iglesia de Villanueva, que fundó su cuñado y sucesor, Alfonso el Católico. Esta representación es harto frecuente y repetida en otras esculturas de aquella edad, como lo es también en sus privilegios y donaciones de mención de estos cazadores con el nombre de venationes y aztoreras 3 , y uno y otro no dejan dudar que ambas cacerías fuesen ejercitadas y comunes por aquellos tiempos.
No hallo yo en ellos memoria alguna de otra diversión aparatosa, ni aun bajo de los reyes leoneses y condes castellanos. Ni es tampoco probable que se introdujese en unos tiempos en que nobleza y plebe andaban muy fatigadas en la guerra, y en que eran demasiado breves los períodos de la paz para darse a pasatiempos más estudiados. Por tanto, me atrevo a decir que hasta después de la conquista de Toledo no conoció España diversión alguna que mereciese el nombre de espectáculo público.
La mejor prueba de esta aserción se puede tomar de nuestro estado político coetáneo. Hasta la época que citamos nuestra población fue muy escasa y, digan lo que quieran otros calculistas, la abundancia de pastos, bosques y términos incultos, la falta de artes y de industria y el atraso del comercio y navegación, apenas conocidos, debieron reducir mucho el número de las subsistencias y, por consiguiente, el de los habitantes, pues que estas dos cosas están, y no pueden dejar de estar, en proporción igual. Esta pequeña población vivía desunida y dispersa, habitando los nobles sus castillos, y el pueblo, que apenas conocía otra profesión, dado a arrendar sus ganados y a cultivar las pocas tierras que estaban libres de las incursiones de los moros, al abrigo de las fortalezas o en el recinto de alguna población fuerte y murada. Fuera de Burgos y León no se presenta ciudad alguna populosa antes del siglo XII, ni éstas podían serlo mucho si se atiende a que la corte no estaba permanente en ellas, a que la nobleza vagaba o vivía en sus casas fuertes, a que el clero secular era muy escaso y el regular casi eremita, y, sobre todo, a que el pueblo suplía las necesidades naturales con su industria doméstica, ignorados todavía el lujo extranjero y las artes de pura comodidad, y reunidos en los hogares rústicos el cultivo de la tierra y las artes necesarias.
En semejante situación ni había espectáculos ni las diversiones eran objeto de la legislación ni de la policía. La nobleza pasaba en la caza los breves intervalos de paz que permitía la dura condición de los tiempos, dada también al ejercicio y estrépito de las armas en este pasatiempo, que era una verdadera imagen de la guerra; y si alguna vez se recreaba alanzando, bofordando o rompiendo tablados, no hacía más que variar la forma sin mudar el objeto de su imitación, pues que todos estos juegos se reducían a ostentar pujanza y destreza en el tiro del bofordo o lanza, arma principal del noble en los combates.
Ni eran por aquel tiempo menos sencillos los entretenimientos del pueblo, que, sin derecho ni representación conocida en el orden civil, parecía menos digno de la atención del Gobierno; siguiendo el pendón de sus señores en la guerra o atado a sus solares en la paz, no conocía otra recreación que el descanso. En un día festivo, claro y sereno, el esparcimiento y la cesación del trabajo hacían su mayor delicia, y si en él se daba a la carrera, al salto y a la lucha, como los pueblos de la antigüedad, era porque, amigo como ellos de acción y movimiento, aborrecía las diversiones sedentarias, o porque, lleno de vigor, y sobrio y endurecido como ellos, se complacía en la ostentación de sus fuerzas y cifraba en su ejercicio su mayor recreo.
Romerías
En esta época sin duda creció y se fomentó el gusto de las romerías, cuyo origen se pierde en los tiempos de la primitiva fundación de todos los pueblos. La devoción sencilla los llevaba naturalmente a los santuarios vecinos en los días de fiesta y solemnidad, y allí, satisfechos los estímulos de la piedad, daban el resto del día al esparcimiento y al placer. Reunidos en un punto por la identidad de deseos, buscaban el solaz en común, y entonces la concurrencia y la publicidad aumentaban el interés de sus juegos, que pudieran llamarse espectáculos a ser más estudiados o menos casuales. El luchador, el tirador de barra, el joven diestro en la carrera y en el salto, sentía crecer su interés y su gusto a par del número de sus espectadores, y la gloria del vencimiento le hacía percibir por la vez primera aquella especie de grata sensación que más lisonjea el corazón humano.
Si no se introdujeron, por lo menos es de sospechar que en este tiempo se propagaron el uso y la afición a nuestras danzas populares. La mayor parte de ellas son tan sencillas y ajenas de artificio, que indican un origen remotísimo y acaso anterior a la invención de la gimnástica. Empero hay muchas en que una cuidadosa observación pudiera, por su forma y enlaces, atinar con la época de su establecimiento, y entonces sin duda se hallaría coincidiendo con la que hemos determinado 4 . Importa poco esta averiguación; harto más importa la observación de que existen muchos pueblos todavía que, preservados de la infección del vicio, no reconocen otro recreo que estas alegres concurrencias y los inocentes juegos y danzas que hacen en ellas su delicia. Esto es el país en que vivo y esto era España antes del siglo XII.
Pero conquistada Toledo y asegurado de incursiones el país que está aquende de Guadarrama, empezó a crecer y prosperar la población de Castilla. Renacieron entonces sus antiguas ciudades y se llenaron de habitantes; Ávila, Salamanca y Segovia se repoblaron a la entrada del siglo XII y, tras ellas, Zamora , Toro, Valladolid y otros pueblos de gran nombradía. Ya por aquel tiempo estaba España llena de extranjeros que venían a bandadas a buscar fortuna en nuestras guerras, y el lujo y la cultura traídos de Oriente empezaban a templar la rudeza de las antiguas costumbres. Instituyéronse las órdenes militares a semejanza de las de Jerusalén; gran parte de nuestra nobleza abrazó su instituto, y en la restante se imbuyó su espíritu. Así entraron y cundieron por España los usos y costumbres de Ultramar, la disciplina, la táctica, los juegos y espectáculos de Oriente, que tanto brillaron en los siguientes siglos.
Pero en el XIII una feliz reunión de favorables circunstancias acabó de elevar el espíritu y de modificar el carácter de nuestros caballeros. Las conquistas de los reinos de Jaén, Córdoba, Murcia y Sevilla, debidas a su esfuerzo, los llenaron de gloria y de riqueza, y, habiendo arrinconado a los moros en Granada, pudieron ya gozar de algunos intervalos de paz más larga y segura. Que los diesen sólo al descanso, no era de esperar de unos hombres tan acostumbrados a la acción y que habían recibido ya algunas semillas de cultura. Fue pues tan natural que los consagrasen a su diversión y entretenimiento como que hallasen su mayor recreo en el ejercicio de las armas. Y sea que ningún otro ejercicio llama más poderosamente al trato de las mujeres, según la justa observación de Aristóteles 5 , sea que en el camino del placer nada sale tan pronto al paso como el amor, ello es que tardaron poco nuestros caballeros en asociar los objetos de su amor al de sus placeres y que las damas fueron admitidas luego a participar de sus diversiones. Y he aquí el más natural y cierto origen de la galantería caballeresca. La hermosura, admitida a las fiestas y espectáculos públicos, vino a ser con el tiempo el árbitro soberano de ellos. Llamada primero a celebrar las proezas del valor, hubo de juzgarlas al fin, y, aunque solo se buscaba su admiración, fue necesario reconocer su imperio, tanto más seguro cuanto la ternura del interés fortificaba el influjo y el poderío de la opinión que le servía de apoyo.
Desde aquel punto ya nadie quiso parecer a vista de las damas grosero ni cobarde, y el valor, aliado con la galantería, fue tomando aquel tierno y brillante colorido que, si no cubrió del todo su fiereza, por lo menos la hizo más agradable. Así se amoldó y fijó el carácter de los caballeros de la Edad Media , carácter que dirigió desde entonces todas las acciones; que se descubre principalmente en sus fiestas de monte y sala, en sus torneos y justas, y juegos de caña y de sortija, y hasta en las luchas de toros; y que, al fin, reguló el ceremonial y la pompa, y la publicidad y el entusiasmo con que llegaron a celebrarse estos espectáculos.
Juegos escénicos
Ni fue otro el origen de los juegos escénicos, por más que parezcan distantes de aquel principio. Es sin duda que el siglo XIII fue el siglo de los trovadores y juglares, y en el que, si no empezó, tomó más vuelo la poesía vulgar. Esta poesía era entonces cantada y por la mayor parte dramática. En la historia de los trovadores del abate Millot hay un documento muy concluyente a este propósito, y es una sentencia de Alfonso el Sabio, que, distinguiendo las artes de entretenimiento y placer, declara la estimación debida a cada uno de sus diferentes profesores; prueba de que Castilla estaba ya llena de trovadores, juglares y juglaresas, de danzantes, representantes y menestriles, de mimos y saltimbanquis, y otros bichos de semejante ralea. Mientras los más sobresalientes, admitidos en los palacios y castillos, consagraban su talento a la diversión de los grandes y señores, los menos entretenían con sus bufonadas al pueblo, congregado en las plazas y corrillos. Así empezó la representación de los misterios y, así también, la de acciones profanas, que después veremos coincidiendo con esta época.
Es de notar que ya por aquel tiempo el pueblo que asistía a todos estos espectáculos empezaba a ser algo. Reunido en ciudades o villas populosas, siguiendo en la guerra el estandarte real bajo el pendón de sus concejos y protegido en la paz a la sombra del gobierno municipal, representado en las cortes por procuradores y regido en su casa por jueces electivos, y finalmente, dado al pacífico ejercicio de la industria y artes en corporaciones privilegiadas, se le ve existir civilmente y empezar a ser menos dependiente y más rico; y si no se mezcló en las diversiones de la nobleza, por lo menos se dio con ansia a verlas y admirarlas, y a un mismo tiempo se enriqueció y se entretuvo con ellas.
Juegos privados
Por último, el siglo XIII nos ofrece abundantes testimonios de todas las recreaciones públicas y privadas que se conocieron después hasta los Reyes Católicos. En él hay memoria de los juegos de aljedrez y damas, que menciona la Historia de Ultramar con los nombres de escaques y de tablas. La hay de los juegos de pelota, de tejuelo, de dados y otros diferentes que citan las leyes de Partida, y prueban que la nobleza y pueblo se iban aficionando a diversiones más sedentarias, y que si aquélla cazaba menos, éste no necesitaba salir en romería para solazarse.
Tal era el estado de Castilla cuando nacieron sus espectáculos, y tal también el de Aragón, aunque no hayamos hablado particularmente de sus usos y costumbres. Los que conocen su historia saben que los juegos y regocijos de su nobleza y pueblo distaban poco, en el siglo XIII, de los que hemos indicado. Una razón particular hace creer que en este reino se habrían arraigado primero los que vinieron de Oriente, ya porque a las guerras de Ultramar pasaron de sus provincias mayor número de aventureros con el conde de Tolosa, que no de España la mayor, y ya por su trato íntimo y frecuente con el país francés, que adoptó más temprano estas usanzas. La misma causa debió producir los mismos efectos en Navarra, y con menos duda debemos suponer el mismo gusto en Portugal , como que era una astilla recientemente cortada del tronco castellano.
Fuera cosa larga seguir paso a paso el progreso y término de estos espectáculos; pero, ya que indicamos su origen general, pide el objeto de este informe que digamos lo que baste para conocer la forma y espíritu de cada uno, y más aún su influencia política. Porque recoger y apuntar estérilmente los hechos, ni es difícil ni provechoso; reunirlos, combinarlos y deducir de ellos axiomas y máximas políticas, es lo que más importa y lo que solo puede hacer la historia, ayudada de la filosofía.
- II -
Historia particular de los espectáculos
Caza
Aquella notable revolución en el gusto y las ideas, que iba puliendo los ánimos y templando poco a poco las costumbres, se sintió primero en los pasatiempos conocidos, porque el espíritu humano está siempre más pronto a mejorar que a criar de nuevo. La caza, usada de tan antiguo como hemos visto, tan recomendada a los príncipes y señores por el rey Sabio , en que se mostró tan entendido Alfonso XI 7 y a que fueron tan aficionados después Juan II y Enrique IV, de un entretenimiento privado y montaraz vino a ser una diversión cortesana. Extendido su uso y mejorada su forma, ya los reyes y grandes no salían solos y en privado a correr monte, sino en público, con grande aparato y comitiva, y bizarramente vestidos y armados al propósito. Seguíales gran número de monteros, ballesteros y halconeros, con muchedumbre de perros y neblíes: aquéllos adornados con galanas libreas y éstos con ricos collares y capirotes. No resonaba sólo en los montes, como en otro tiempo, el áspero son del cuerno, sino que los llenaba la fiera armonía de atabales, bocinas y trompetas. Ni ya cazaban solo los caballeros y escuderos, que también nuestras gallardas matronas, concurriendo a la diversión, la hacían más agradable y brillante. Seguidas de sus dueñas y doncellas, y bien montadas y ataviadas, penetraban por la espesura y gozaban del fiero espectáculo sin miedo ni melindre. Lo común era que observasen desde andamios, alzados al propósito, las suertes y lances de la caza, sin que fuese raro ver a las más varoniles y arriscadas bajar de sus catafalcos a lanzar los halcones o tal vez a mezclarse, con su venablo en mano, entre los cazadores y las fieras. ¡Tanto podía la educación sobre las costumbres! Y tanto pudiera todavía si encaminada a más altos fines, tratase de igualar los dos sexos, disipando tantas ridículas y dañosas diferencias como hoy los dividen y desigualan.
Estas monterías, que por aparatosas y caras estaban de suyo reservadas a los poderosos, se hicieron al fin exclusivas para su clase cuando la legislación, ampliando los derechos señoriles, colocó entre ellos el dominio de los montes bravos y la facultad exclusiva de perseguir las fieras. No era empero tan fácil llevar esta dominación hasta los aires y las aves del cielo, y por eso la caza de cetrería hubo de quedar entre los derechos comunales y servir al recreo de todos. Tener un halcón y doctrinarle a lanzarse sobre las tímidas aves y traerlas a la mano, no requería más que ingenio y paciencia, y era dado al más infeliz solariego. Así fue como esta diversión se hizo general y ordinaria , como se perfeccionó más y más cada día y como al fin formó aquel arte admirable en que brillaba tanto el ingenio de los hombres como el rapaz instinto de las aves amaestradas por él.
La memoria de una y otra cacería continúa constantemente por nuestras crónicas hasta dar en los siglos cultos. En el XV estaban aún entrambas en toda su fuerza, pero vínoles al fin su hado y cayeron entrambas en olvido cuando, de una parte, la extensión del cultivo y los reglamentos de montes acabaron con los bosques y las fieras, y de otra, cuando la perfección de las armas de fuego hizo tan inútiles los alanos y los halcones como las ballestas y catapultas.
Torneos
Pero el valor de nuestros antiguos caballeros, no contento con ejercitarse en los montes, buscó en los poblados y ciudades una escena de lucimiento más pública y solemne, y la halló en las justas y torneos. Bofordar, alanzar y romper tablados era diversión muy de antes conocida y aun del torneo se halla memoria en las leyes alfonsinas, no sólo como una evolución de táctica en la guerra, sino como un pasatiempo en la paz. Mas como estas leyes no nombren las justas y torneos entre los juegos públicos a que no debían concurrir los prelados, de creer es que hubiesen tardado algún tiempo en recibir la forma y el concepto de espectáculos.
Éranlo ya sin duda bajo de Alfonso XI, de quien dice su crónica que aunque en algún tiempo estidiese sin guerra, siempre cataba en cómo se trabajase en oficio de caballería, faciendo torneos, et poniendo tablas redondas, et justando. Acaso en esto no menos parte que el gusto tuvo la política de aquel monarca, que siempre pugnó por volver los nobles al gusto y ejercicio de las armas. Las turbulencias de las dos últimas tutorías habían corrompido sus ánimos y, convirtiendo el espíritu militar en espíritu de intriga y de partido, los habían dividido y hécholos, más que fieles y guerreros, faccionarios y revoltosos. Para unirlos, para elevar sus ánimos, fundó el rey la orden de caballería de la Banda, en la cual a las fórmulas monacales que se introdujeron en los institutos de las otras, sustituyó las del amor y cortesanía, mezclando y templando los preceptos militares con los de la galantería. Esta institución y las solemnes coronaciones que el mismo príncipe y su nieto Juan I celebraron en Burgos, donde en medio del más brillante aparato y de una prodigiosa concurrencia fueron armados tantos caballeros naturales y extranjeros, fueron lidiadas tantas justas y torneos y fueron admirados tantos convites y fiestas y alegrías, acabaron de fijar y refinar el gusto caballeresco.
Desde entonces los torneos fueron la primera diversión de las Cortes y ciudades populosas, y con ellos se celebraron las ocasiones mas señaladas de regocijo público: coronaciones y casamientos de reyes, bautismos, juras y bodas de príncipes, conquistas, paces y alianzas, recibimientos de embajadores y personajes de gran valía, y aun otros sucesos de menor monta, ofrecían a la nobleza, siempre propensa a lucir y ostentar su bizarría, frecuentes motivos de repetirlos. Con el tiempo se solemnizaron también con torneos las fiestas eclesiásticas y al fin llegaron a celebrarse por mero pasatiempo, pues de una de estas fiestas, dispuesta en Valladolid por el condestable don Álvaro de Luna, en que justó de aventurero Juan II, da noticia muy individual la crónica de aquel infeliz valido (cap. 52).
Creciendo la afición a este regocijo, crecieron también su pompa y el número de combatientes presentados a él. Hubo torneo de quince a quince, de treinta a treinta, de cincuenta a cincuenta y aun de ciento a ciento, que tantos caballeros lidiaron en las fiestas con que fue celebrada en Zaragoza la coronación del buen infante de Antequera.
Lidiábase en los torneos a pie y a caballo, con lanza o con espada , en liza o en campo abierto, y con variedad de armaduras y de formas. La justa era de ordinario una parte del espectáculo, a veces separada y siempre más frecuente como que necesitaba de menor aparato y número de combatientes. Distinguíase del torneo en que este figuraba una lid en torno de muchos con muchos y aquélla una lid de encuentro de hombre a hombre. Y otro tanto se puede decir de los juegos de caña y sortija, porque estas diversiones, juntas o separadas, admitían un mismo ceremonial y unas mismas leyes , con más o menos pompa, según el lugar y la ocasión con que se celebraban.
Pero en todas brillaba el espíritu de galantería que las engrandeció y fue haciendo más espectables desde que empezaron a concurrir a ellas las damas. Las matronas y doncellas nobles no asistían como simples espectadores, sino que eran consultadas para la adjudicación de los premios y eran también las que por su mano los entregaban a los combatientes. No había caballero entonces que no tuviese una dama a quien consagrar sus triunfos, ni dama que no graduase por el número de ellos el mérito de un caballero. Desde entonces ya nadie pudo ser enamorado sin ser valiente, nadie cobarde sin el riesgo de ser infeliz y desdeñado. Y cuando el lujo introdujo en estos juegos otra especie de vanidad, abriendo a la riqueza un medio de ocultar entre el esplendor de sus galas las menguas de la gallardía, el ingenio entró en otra más noble competencia, llegando algunas veces con la agudeza de sus motes y divisas adonde no podía rayar la riqueza con todos sus tesoros.
Así se engrandeció este espectáculo. La idea que hoy conservamos de él es ciertamente muy mezquina y distante de su magnificencia, pero crece al paso que se levanta la consideración a sus circunstancias. Porque, ¿quién se figurará una anchísima tela pomposamente adornada y llena de un brillante y numerosísimo concurso, ciento o doscientos caballeros ricamente armados y guarnidos, partidos en cuadrillas y prontos a entrar en lid, el séquito de padrinos y escuderos, pajes y palafreneros de cada bando, los jueces y fieles presidiendo en su catafalco para dirigir la ceremonia y juzgar las suertes, los farautes corriendo acá y allá para intimar sus órdenes y los tañedores y menestriles alegrando y encendiendo con la voz de sus añafiles y tambores, tantas plumas y penachos en las cimeras, tantos timbres y emblemas en los pendones, tantas empresas y divisas y letras amorosas en las adargas, por todas partes giros y carreras, y arrancadas y huidas, por todas choques y encuentros y golpes y botes de lanza, y peligros y caídas y vencimientos? ¿Quién, repito, se figurará todo esto, sin que se sienta arrebatado de sorpresa y admiración? Ni ¿quién podrá considerar aquellos valientes paladines ejercitando los únicos talentos que daban entonces estimación y nombradía en una palestra tan augusta, entre los gritos del susto y del aplauso, y sobre todo, a vista de sus rivales y sus damas, sin sentir alguna parte del entusiasmo y la palpitación que herviría en sus pechos, aguijados por los más poderosos incentivos del corazón humano, el amor y la gloria?
Por eso, cuando Jo rge Manrique, deplorando la muerte de su padre, el maestre de Santiago, recordaba el esplendor y la grandeza de la corte en que don Rodrigo pasara su juventud, prorrumpe en estas tan sentidas palabras:
¿Qué se hizo el rey Don Juan?
Los infantes de Aragón
¿Qué se hicieron?
¿Qué fue de tanto galán?
¿Qué fue de tanta invención
Como trujeron?
Las justas y los torneos,
Paramentos, bordaduras
Y cimeras,
¿Fueron sino devaneos?
¿Qué fueron sino verduras
De las eras?
¿Qué se hicieron las damas,
Sus tocados, sus vestidos,
Sus olores?
¿Qué se hicieron las llamas
De los fuegos encendidos
De amadores?
¿Qué se hizo aquel trovar,
Las músicas acordadas
Que tañían?
¿Qué se hizo aquel danzar,
Y aquellas ropas chapadas
Que traían?
Aquélla, en efecto, fue la época en que más brillaron el esfuerzo y la galantería castellana. Juan el II, a imitación de su tatarabuelo, fue muy dado a estas diversiones, presentándose muchas veces en ellas y logrando más aplausos que los que desperdiciaba la adulación. ¿Y quién de nosotros ignora aquella célebre justa que con admiración de naturales y extranjeros mantuvo el valiente paladín asturiano, Suero de Quiñones, en el paso del puente de Órbigo, famoso por este suceso, y de la cual cantó otro poeta:
Aún dura en la comarca la memoria
De tanta lid, y la cortante reja
Descubre aún por los vecinos campos
Pedazos de las picas y morriones,
Petos, caparazones y corazas
En los tremendos choques quebrantados.
Con varia suerte continuó este espectáculo hasta el siglo anterior. Habíanle prohibido los concilios, privando a los que morían en él de sepultura eclesiástica, y aun los reyes de Francia vedaron los torneos fuera de la corte. Pero la prohibición de los cánones, que no aparece en nuestra disciplina nacional, se entendió de aquellos torneos y justas que los franceses llamaban à fer émoulu (que pudiéramos traducir a casquillo quitado), porque en ellos el riesgo de muerte era próximo. Aun la que se hizo en Francia es atribuida por el presidente Hainault a la política de sus reyes, que querían atraer a los nobles a la corte. Ello es que entre nosotros corrieron sin tropiezo hasta que, ridiculizadas las ideas caballerescas por la obra inmortal de Cervantes y más aún por el abatimiento en que cayó la nobleza a fines de la dinastía austriaca, acabaron del todo estos espectáculos, perdiendo el pueblo uno de sus mayores entretenimientos y la nobleza uno de los primeros estímulos de su elevación y carácter.
¿Y por qué no lo miraremos como una pérdida? Sin duda que a los ojos de la moderna cultura desaparece toda la ilusión de este espectáculo y que nada se ve en los torneos que no huela a ignorancia y barbarie; pero sin aprobar lo que podía haber en ellos de bárbaro y brutal , ¿qué nombre daremos a esta comezón de crítica que, perdiendo de vista las costumbres y los tiempos, no sabe descubrir aquel secreto vínculo que tan poderosamente los enlaza? ¡Pues qué!, cuando la nobleza encargada de la defensa pública formaba nuestra caballería y en ella el más poderoso nervio de nuestras huestes, cuando se lidiaba de hombre a hombre y cuerpo a cuerpo, y cuando la táctica de los campos era exactamente la misma que la de las lizas, ¿podremos mirar como ajeno de la educación de la nobleza un ejercicio tan conforme a su profesión y a sus deberes? ¡Rara contradicción por cierto! ¿Censuramos como bárbaros el espíritu y bizarría de la antigua nobleza y baldonamos a la nobleza actual por haberlos perdido? Seamos más justos y, si aplaudimos el destierro de aquel furor que reinaba en los torneos, dolámonos a lo menos de no haber acertado a mejorarlos, dolámonos de no haber subrogado cosa alguna a un espectáculo tan magnífico, tan general y tan gratuito. ¿Hay por ventura algo que se le parezca en nuestras ruines, exclusivas y compradas fiestas? ¿Hay alguna que tenga la más pequeña relación o la más remota influencia (se entiende provechosa) en la educación pública?
Toros
Ciertamente que no se citará como tal la lucha de toros, a que nos llaman ya la materia y el orden de este escrito. Las leyes de Partida la cuentan entre los espectáculos o juegos públicos. La 57, tít. XV, part. I, la menciona entre aquellas a que no deben concurrir los prelados. Otra ley (la 4.ª, part. VII, tít. De los enfamados) puede hacer creer que ya entonces se ejercitaba este arte por personas viles, pues que coloca entre los infames a los que lidian con fieras bravas por dinero. Y si mi memoria no me engaña, de otra ley u ordenanza del fuero de Zamora se ha de deducir que hacia los fines del siglo XIII había ya en aquella ciudad, y por consiguiente en otras, plaza o sitio destinado para tales fiestas.
Como quiera que sea, no podemos dudar que este fuese también uno de los ejercicios de destreza y valor a que se dieron por entretenimiento los nobles de la Edad Media. Como tales los hallamos recomendados más de una vez y de ello da testimonio la crónica del conde de Buelna. Hablando su cronista del valor con que este paladín, tantas veces triunfante en las justas de Castilla y Francia, se distinguió en los juegos celebrados en Sevilla para festejar el recibimiento de Enrique III cuando pasó allí desde el cerco de Gijón, «e algunos días, dice, corrían toros, en los cuales non fue ninguno que tanto se esmerase con ellos, así a pie como a caballo, esperándolos, poniéndose a gran peligro con ellos, e faciendo golpes de espada tales que todos eran maravillados» 14 .
Continuó esta diversión en los reinados sucesivos, pues la hallamos mencionada entre las fiestas con que el condestable señor de Escalona celebró la presencia de Juan el II cuando vino por la primera vez a esta gran villa, de que le hicieron merced.
Andando el tiempo, y cuando la renovación de los estudios iba introduciendo más luz en las ideas y más humanidad en las costumbres, la lucha de toros empezó a ser mirada por algunos como diversión sangrienta y bárbara. Gonzalo Fernández de Oviedo 15 pondera el horror con que la piadosa y magnífica Isabel la Católica vio una de estas fiestas, no sé si en Medina del Campo. Como pensase esta buena señora en proscribir tan feroz espectáculo, el deseo de conservarlo sugirió a algunos cortesanos un arbitrio para aplacar su disgusto. Dijéronle que, envainadas las astas de los toros en otras más grandes para que vueltas las puntas adentro se templase el golpe, no podría resultar herida penetrante. El medio fue aplaudido y abrazado en aquel tiempo; pero, pues ningún testimonio nos asegura la continuación de su uso, de creer es que los cortesanos, divertida aquella buena señora del propósito de desterrar tan arriesgada diversión, volvieron a disfrutarla con toda su fiereza.
La afición de los siguientes siglos, haciéndola más general y frecuente, le dio también más regular y estable forma. Fijándola en varias capitales y en plazas construidas al propósito, se empezó a destinar su producto a la conservación de algunos establecimientos civiles y piadosos. Y esto, sacándola de la esfera de un entretenimiento voluntario y gratuito de la nobleza, llamó a la arena a cierta especie de hombres arrojados que, doctrinados por la experiencia y animados por el interés, hicieron de este ejercicio una profesión lucrativa y redujeron por fin a arte los arrojos del valor y los ardides de la destreza. Arte capaz de recibir todavía mayor perfección si mereciese más aprecio o si no requiriese una especie de valor y sangre fría que rara vez se combinarán con el bajo interés.
Así corrió la suerte de este espectáculo, más o menos asistido o celebrado según su aparato y también según el gusto y genio de las provincias que lo adoptaron, sin que los mayores aplausos bastasen a librarle de alguna censura eclesiástica y menos de aquella con que la razón y la humanidad se reunieron para condenarle. Pero el clamor de sus censores, lejos de templar, irritó la afición de sus apasionados y parecía empeñarles más y más en sostenerle cuando el celo ilustrado del piadoso Carlos III le proscribió generalmente, con tanto consuelo de los buenos espíritus como sentimiento de los que juzgan de las cosas por meras apariencias.
Es por cierto muy digno de admiración que este punto se haya presentado a la discusión como un problema difícil de resolver. La lucha de toros no ha sido jamás una diversión ni cotidiana, ni muy frecuentada, ni de todos los pueblos de España, ni generalmente buscada y aplaudida. En muchas provincias no se conoció jamás, en otras se circunscribió a las capitales y donde quiera que fueron celebradas, lo fue solamente a largos períodos y concurriendo a verla el pueblo de las capitales y de tal cual aldea circunvecina. Se puede, por tanto, calcular que de todo el pueblo de España apenas la centésima parte habrá visto alguna vez este espectáculo. ¿Cómo, pues, se ha pretendido darle el título de diversión nacional?
Pero si tal quiere llamarse porque se conoce entre nosotros de muy antiguo, porque siempre se ha concurrido a ella y celebrado con grande aplauso, porque ya no se conserva en otro país alguno de la culta Europa , ¿quién podrá negar esta gloria a los españoles que la apetezcan? Sin embargo, creer que el arrojo y destreza de una docena de hombres criados desde su niñez en este oficio, familiarizados con sus riesgos y que al cabo perecen o salen estropeados de él, se puede presentar a la misma Europa como un argumento de valor y bizarría española, es un absurdo. Y sostener que en la proscripción de estas fiestas, que por otra parte puede producir grandes bienes políticos, hay el riesgo de que la nación sufra alguna pérdida real, ni en el orden moral ni en el civil, es ciertamente una ilusión, un delirio de la preocupación. Es , pues, claro que el gobierno ha prohibido justamente este espectáculo y que, cuando acabe de perfeccionar tan saludable designio, aboliendo las excepciones que aún se toleran, será muy acreedor a la estimación y a los elogios de los buenos y sensatos patricios.
Fiestas palacianas
No merece, por cierto, tan amarga censura otra diversión coetánea de los juegos del circo y de la liza y harto más racional que entrambas, esto es, los convites, saraos y fiestas palacianas. Aunque sin el apoyo de ejemplos y autoridades contemporáneos, nos atrevemos a reducirlas al origen y época común y a hacerlas subir hasta el siglo XIII, en que era ya conocida la danza noble y en que la música, introducida en los palacios, empezaba a servir al solaz de los príncipes y grandes señores 16 .
Estos regocijos, más privados aunque muy concurridos, eran un accesorio de las fiestas públicas y tan de ordinario las seguían que nunca se echaban de menos en lo que entonces se llamaba grandes alegrías, y hacían la mejor parte de ellas.
Acabado el torneo, la justa o la corrida de monte, los combatientes se juntaban a comer y departir en común, ya en el palacio o castillo del mantenedor de la fiesta, ya en tiendas o salas levantadas al propósito. Con ellos concurrían también las damas, prelados y caballeros que habían asistido al espectáculo, todos vestidos en gran gala y seguidos de numerosas cuadrillas de trovadores y juglares, menestriles y tañedores de instrumentos. Ricos paños de oro y seda y brocados adornaban las salas, gran copia de cirios y antorchas las alumbraban y los metales y piedras preciosas lucían tanto más en los aparadores y vajillas cuanto eran entonces más raros. En fin, era todo magnífico, según las circunstancias de los tiempos y el garbo y facultades del dueño de la fiesta.
En estas galantes asambleas la conversación, toda de armas y amores, corría de ordinario por los lances de la pasada fiesta y por los objetos a que iban consagrados, y, dando materia a los aplausos y a las disculpas y premiando o consolando a los combatientes, los hacía más dichosos o menos infelices. La música, que ayudada de la poesía y el canto alternaba con la conversación o la cubría, tampoco sonaba sino amores y hazañas, y en ella los trovadores o poetas líricos del tiempo pugnaban por ostentar su estro y entusiasmo, ya levantando al cielo las proezas del valor, ya los encantos de la hermosura. En medio de tanta alegría se servía la cena, siempre abundante y espléndida, y aun se puede decir que siempre delicada si se atiende a la complexión y al hábito de vida de unos convidados que no podían echar menos la variedad de manjares y condimentos con que el arte de cocina se acomodó después a la degradación de las fuerzas y de los paladares. A todo sucedía y ponía fin el baile, que alternando con la conversación y con la música se prolongaba, como en nuestros días, por la alta noche. Danzábase ya entonces entre damas y caballeros, danzábase de uno a uno o de más a más, y se danzaban bailes de enlace y maestría en que la moda, a lo que se puede colegir de sus vanos nombres y tonos, iba introduciendo cada día nuevos artificios y usanzas extranjeras. Que también entonces como ahora, y en esto como en más graves cosas, los hombres, siempre instables y livianos, miraban con hastío lo conocido y se perecían por lo raro y lo nuevo.
Pero en medio de esta liviandad, tan propia de nuestra condición, observemos el gran paso dado, al favor de las fiestas palacianas, hacia la cultura del espíritu y cómo fueron haciendo a los hombres más sociables, más sensibles, y cómo poco a poco los fueron guiando hacia los tranquilos y honestos placeres de la buena compañía. En ellas los caballeros, olvidada su ferocidad y los riesgos y los odios del combate, entraban a distinguirse en una nueva palestra de ingenio y galantería. Allí ya no brillaba la riqueza con su lujo y sus galas si la urbanidad y delicadeza del trato no la sostenían, ni el imperio de la hermosura dejaba de necesitar, para conservarse, del chiste y la agudeza. Y el valor brutal, la grosera ostentación, la fría, muda e insignificante belleza quedaban deslucidos en unas concurrencias donde, reunidos los hombres y comparados por las dotes del ánimo, la excelencia y la palma eran siempre adjudicadas por la justicia a las sublimes gracias del ingenio.
Juegos escénicos
Acaso fue necesaria esta preparación para que los españoles gustasen del incomparable placer que les estaba guardado en los juegos escénicos, de que ahora vamos a hablar. Su historia no es menos curiosa que la de las diversiones caballerescas. Dejamos indicado su origen en la representación de los misterios; pero estas farsas sagradas no podían saciar la curiosidad de un siglo que había combinado ya la religión con la marcialidad y la devoción con la galantería. Fuéronse poco a poco introduciendo en ellas asuntos y personajes ridículos, y al fin se redujo el espectáculo a acciones, chocarrerías y danzas del todo profanas. Una ley de Partida prueba que esta mezcla empezó muy temprano, y sus palabras son demasiado notables y oportunas al propósito para que no merezcan la atención de la Academia. «Nin deben (dice la ley 34, tít. VI, part. I, hablando de los clérigos) ser facedores de juegos de escarnios porque los vengan a ver gentes cómo se facen. E si otros homes los ficieren, non deben los clérigos hí venir, porque facen hí muchas villanías e desaposturas. Nin deben otrosí estas cosas facer en la eglesias, antes decimos que los deben echar dellas deshonradamente... Pero representación hay que pueden los clérigos facer, ansí como de la nascencia de nuestro Señor Jesucristo, en que muestra cómo el ángel vino a los pastores, é cómo les dijo como era nascido Jesucristo. E otrosí de su aparición, cómo los reyes magos le vinieron a adorar, é de su resurrección, que muestra que fue crucificado e resucitó al tercero día. Tales cosas como éstas, que mueven al ome á facer bien é á haber devoción en la fe, puédenlas facer; é demás, porque los omes hayan remembranza que segun aquellas fueron las otras fechas de verdad. Mas esto deben facer apuestamente é con muy gran devoción, é en las cibdades grandes, donde oviere arzobispos ó obispos, é con su mandado de ellos, ó de los otros que tuvieren sus veces, é non lo deben facer en las aldeas nin en los logares viles, nin por ganar dinero con ellas».
Esta notable ley nos ofrece las siguientes inducciones: primera, que a la mitad del siglo XIII había ya representaciones de objetos religiosos y profanos; segunda, que se hacían por sacerdotes y por legos; tercera, que se hacían en las iglesias y fuera de ellas; cuarta, que no solo se hacían por meros apasionados, sino también por gentes de profesión que sin duda vivían de ello y a quienes declara infames otra ley coetánea que ya hemos citado.
La rudeza de la poesía y la falta de cultura de aquella época, unida a la esterilidad de los mismos objetos, debieron retardar la perfección de este espectáculo y hacer que en él la ridiculez del vestido, la descompostura de la acción y el gesto, la desenvoltura de las danzas y movimientos, en suma, lo que el sabio legislador llama villanías y desaposturas, supliesen la falta de invención y propiedad de chiste y agudeza en las composiciones. De aquí nacieron sin duda aquellos extravagantes personajes de que se halla mención en nuestras antiguas memorias pertenecientes al arte mímica, y mezclados en las representaciones sagradas: los zaharrones y remedadores, que declara infames la ley de la partida VII antes citada; los juglares y juglaresas, tachados con las mismas notas en otras leyes y particularmente distinguidos en ellas de los que tañen instrumentos y cantan por facer placer a sí mismos o a sus amigos, o por dar solaz a los reyes u otros grandes señores; las mayas y diablillos, cuya entrada en la iglesia prohíbe una ley de las capitulares de Santiago por la indecencia de sus danzas y truhanadas, y otras especies de moharillas y botargas igualmente empleados en tan rudos espectáculos.
Pero estos débiles e imperfectos ensayos de nuestra dramática recibieron alguna mejora cuando empezó a cultivarse con más método la poesía vulgar, hacia la entrada del siglo XV, en que la corte de Aragón, alegre y galante cual ninguna, se dio a ejercitarla y protegerla bajo el nombre de gaya ciencia, y en que la de Castilla la vio reducida a arte por el célebre don Enrique de Villena y llevada a tan alto punto por el marqués de Santillana, Juan de Mena y Jo rge Manrique. Entonces las églogas y villanescas, puestas en acción, y los decires y diálogos, especies todas de breves y mal formados dramas, se mezclaban a los festines de la nobleza y los hacían más plausibles. El libro de las coronaciones de Jerónimo de Blancas, el titulado Cuestión de amor, los orígenes de la poesía castellana, los antiguos cancioneros y otras obras llenas de estos ejemplos nos excusan la importunidad de las citas. Bástenos decir que a los fines de aquel siglo teníamos ya en La Celestina un drama, aunque incompleto, que presenta no pocas bellezas de invención y de estilo dignas del aprecio, si no de la imitación de nuestra edad. Tal es el origen de nuestra escena profana.
Sagrados
Mas entre tanto que así nacía y se criaba, y se desviaba de tan sencillos y humildes principios la representación de los misterios, a la sombra de su piadoso objeto, se iba alzando con la estimación y el aplauso de la nación. Los cuerpos más respetables, consejos y chancillerías, audiencias y ayuntamientos, cabildos y prelados eclesiásticos y hasta las comunidades religiosas, los veían con afición y pagaban con generosidad, asistiendo a ellos en ceremonia en las ocasiones más solemnes. Algunas veces estas representaciones se confundían con el culto eclesiástico y celebraban en medio de las mismas procesiones . Y por fin, se hizo tan general este gusto, que hasta en los pueblos más reducidos se representan los autos por la fiesta del Corpus, de donde les vino el título de sacramentales. De lo cual hay un curioso testimonio en la historia de Don Quijote, donde elogiando el cabrero Pedro las habilidades del infeliz Grisóstomo, «olvidábaseme de decir, dice, cómo Grisóstomo el difunto fue grande hombre de componer coplas, tanto, que él hacía los villancicos para la noche del nacimiento del Señor y los autos para el día de Dios, que los representaban los mozos de nuestro pueblo, y todos decían que eran por el cabo».
En medio de los mayores progresos de nuestra dramática, se conservó esta supersticiosa costumbre hasta nuestros días, en que los llamados autos sacramentales fueron abolidos del todo. Y sin duda que lo fueron con gran razón, porque el velo de piedad que los recomendó en su origen no bastaba ya a cubrir, en tiempos de más ilustración, las necedades e indecencias que malos poetas y peores farsantes introdujeran en ellos, con tanto desdoro de la santidad de su objeto como de la dignidad de los cuerpos que los veían y toleraban.
Profanos
Harto más oscura parece la histona de nuestra escena profana y harto más incierta la época de su establecimiento permanente. Hay quien lo fije en la entrada del siglo XVI para hacerlo coetáneo de la musa dramática de Naharro y quien lo atrase hasta el reinado de Felipe II para encontrarse con Lope de Rueda, comúnmente tenido por padre y restaurador de nuestro teatro. Nosotros, cuidando más de presentar hechos que de hacer inducciones, dejaremos a los críticos el cuidado de ilustrar más de propósito este curioso punto de nuestra historia literaria.
Sin duda que La Celestina, las comedias de Naharro y las tragedias de Fernán Pérez de Oliva prueban que el buen gusto dramático rayó muy temprano entre nosotros. Es bien sabido que la primera fue escrita en el siglo XV, aunque continuada y acabada mucho después, y que Bartolomé de Torres Naharro publicó su Propaladia en Roma bajo León X, protector de toda buena literatura. Acaso allí escribió también su Agamenón y su Hécuba el maestro Oliva, que estuvo asimismo en la familia y en el favor de aquel mecenas. Mas aunque las comedias de Naharro fueron representadas con mucho aplauso en Nápoles, donde pudieron verlas y admirarlas tantos ilustres españoles como llevaba entonces la guerra por aquellas partes, no sabemos que ni ellas, ni La Celestina, ni las tragedias de Oliva hubiesen subido jamás a nuestras tablas; y la imperfección en que permaneció nuestra escena por mucho tiempo hace creer que no era capaz todavía de tanta cultura y artificio.
Sea como fuere, los testimonios que acreditan su establecimiento a los fines del siglo XV parecen claros y positivos. Agustín de Rojas dice expresamente en su Viaje entretenido que los Reyes Católicos, conquistada Granada, fundaron la comedia y la Inquisición. Y en otro lugar, que la comedia empezaba en España cuando Colón descubría las Indias y Córdoba conquistaba el reino de Nápoles. En efecto, por el mismo autor y por otras memorias consta que Juan de la Encina, que en la boda de los mismos reyes había compuesto y representado una muy ingeniosa pastoral, compuso después tres églogas o dramas pastorales y los representó al almirante de Castilla y a la duquesa del Infantado; que en 1526 tenía ya el hospital de Valencia coliseo y casa de comedias de su propiedad; que en 1534 se publicó la pragmática de trajes, contenida en la ley 1.ª, tít. XII, lib. VII de la Nueva Recopilación , comprendiendo expresamente a los comediantes de ambos sexos, músicos y demás personas que asistían en el teatro a cantar y tañer; que en 1548 se representó en Valladolid al príncipe don Felipe una comedia del Ariosto con muy lucidas decoraciones, de que da noticia Calvete de Estella en el viaje de aquel príncipe; y finalmente, que el célebre Antonio Pérez había visto también muchas representaciones anteriores a las de Lope de Rueda, según se colige de una de sus cartas escrita en París.
Con todo, por más decisivos que sean estos hechos para probar la continuación de nuestra escena desde el reinado de don Fernando y doña Isabel hasta el de Felipe II, no bastan para privar a aquel célebre comediante de la gloria que le da Miguel de Cervantes. No dice éste que Rueda hubiese fundado la comedia, ni de esto se trataba en la conversación que refiere. Tratábase sólo de quién fuese el primero que en España la había sacado de mantillas, puesto en toldo y vestido de gala y apariencia, y esto es en lo que al parecer da Cervantes la primacía a Lope de Rueda. El lugar de la fama de este autor fue sin duda Madrid, porque Antonio Pérez dice en otra de sus cartas que este comediante era el embeleso de la Corte de Felipe II, y la época de su gloria coincide también con la entrada del mismo reinado, pues que Cervantes le vio representar siendo muchacho, y precisamente tendría entonces de nueve a diez años, habiendo nacido en 1547.
Ahora bien, analizando las comedias que se conservan de Rueda y lo que refieren de él y de ellas el mismo Cervantes y Agustín de Rojas, es sin duda que las dejó todavía en mucho atraso. ¿Quién se atreverá a compararlas, ni en invención, ni en disposición, ni en regularidad con las de Naharro? ¿No se podrá por tanto establecer una distinción entre los talentos del poeta y del representante? Y suponiendo que las composiciones de Rueda fuesen las mejores que salieron a la escena, ¿no se podrá fijar su mérito en la verdad, en el chiste, en la gracia de sus representaciones? ¿Y qué otro se puede a vista del sencillo y grosero aparato de su escena, cual es descrita por Cervantes?
Así es que los demás accidentes que la fueron ennobleciendo se atribuyen a otros autores. Según Rojas, Berrio introdujo en ella moros y cristianos; Juan de la Cueva, reyes y príncipes; Rey de Artieda, encantos y tramoyas; y Per Jo dar, santos, apariciones y milagros. El mismo Cervantes, el comendador Vega, Juan Francisco de la Cueva y Loyola ennoblecieron el estilo, y Lope de Vega, que había admirado las máquinas, las decoraciones y la música de los teatros de Italia, y cuyo ingenio jamás pudo sufrir la sujeción de los preceptos, llevó por fin la comedia a aquel punto de artificio y gala, en que la ignorancia vio la suma de su perfección, y la sana crítica las semillas de la depravación y la ruina de nuestra escena.
No era por cierto la de Madrid la única en que brillaban los ingenios de aquel tiempo. Sevilla, Valencia, Zaragoza y otras ciudades tenían también teatros y representaciones, en nada inferiores a las de Madrid, que, apenas elevada a Corte permanente, no podía competir en grandeza con tan ricas y populosas ciudades. Pero cuando Felipe III hubo restituido allí el asiento de su trono, que por corto tiempo trasladara a Valladolid; cuando toda la nobleza de su séquito se avecindó a su lado; cuando la ambición, las artes y el ingenio, buscando su alimento se colocaron en derredor, entonces la escena se fijó también allí permanentemente, y su policía fue arreglada y mejorada según las ideas del tiempo. Con todo, la preferente inclinación del monarca a la diversión de la danza y su cuidado en aumentar la pompa de otros espectáculos más populares y devotos, retardaron todavía sus progresos y el momento destinado a su gloria.
Llegó por fin en el reinado de su hijo Felipe IV, llamado por los poetas el Grande, príncipe joven, dado a la galantería, a los placeres y a las musas, que alguna vez se ocupó en hacer comedias y en representarlas y que las protegió acaso más apasionadamente de lo que conviniera. Todo se mejoró bajo sus auspicios, y el magnífico teatro que hizo levantar en el Buen Retiro abrió una escena muy gloriosa a los talentos y a las gracias de aquel tiempo 18 . Dirigido por dos hombres insignes, primero el marqués de Eliche y luego aquel gran protector de las Bellas Artes, el almirante de Castilla, no hubo alguna que no llevase sus dones a este templo de la ilusión y del placer. La música, reducida primero a la guitarra y al canto de algunas jácaras entonadas por ciegos, admitió ya el artificio de la armonía, cantándose a tres y a cuatro, y el encanto de la modulación aplicada a la representación de algunos dramas, que del lugar en que más frecuentemente se oían tomaron el nombre de zarzuelas. La danza añadió con sus movimientos medidos y locuaces nuevos estímulos a la ilusión y al gusto de los ojos. La pintura multiplicó los objetos de esta misma ilusión, dando formas significantes y graciosas a las máquinas y tramoyas inventadas por la mecánica, y animándolo y vivificándolo todo con la magia de sus colores. Y la poesía, ayudada de sus hermanas, desenvolvió sus fuerzas, desplegó sus alas y, vagando por todos los tiempos y regiones, no hubo en la historia ni en la fábula, en la naturaleza ni en la política, acciones y acaecimientos, vicios o virtudes, fortunas o desgracias que no se atreviese a imitar y presentar sobre la escena.
Entonces fue cuando todos los ingenios se ciñeron para buscar en ella su interés o su aplauso. Los empleos, la profesión y el estado no detenían a ninguno en esta senda de gloria; y, animados todos por la protección y la recompensa, se vio hasta dónde podía llegar en aquella sazón el talento ayudado de la opinión y del poder. De innumerables dramas que se presentaron a esta competencia oímos todavía algunos con gran deleite sobre nuestra escena; pero los de Calderón y Moreto, que ganaron entonces la primera reputación, son hoy, a pesar de sus defectos, nuestra delicia, y probablemente lo serán mientras no desdeñemos la voz halagüeña de las musas.
¿Quién creyera que habían de enmudecer casi del todo en el siguiente reinado? Pero la menor edad de Carlos II fue demasiado agitada, triste, supersticiosa, para que pudiese prestar oído a tan dulces acentos. Se puede decir que en ella la Talía española había pasado los Pirineos para inspirar al gran Molière, pues entre tanto que París admiraba sus divinos dramas, sabemos por testimonio de Candamo, el más distinguido y menos mal premiado ingenio de aquel tiempo, que a duras penas se formaron en Madrid tres compañías para celebrar las bodas del monarca, de aquel monarca tan enfermizo de espíritu como de cuerpo, y que, hecho por la educación más pusilánime, estuvo siempre de parte del bien sin poderle hacer jamás y amó siempre el teatro sin atreverse a protegerle ni disfrutarle. Pero sin tan buen testigo como Candamo era fácil adivinar la parte que debió caber a los espectáculos públicos en el desaliento y decadencia general de aquella época.
La que sucedió después, si muy gloriosa para las artes y las ciencias, no lo fue ciertamente para la escena española. Fuera de algunos bellos dramas con que la enriquecieron Zamora y Cañizares, continuó por largo tiempo en la misma oscuridad y abandono en que la dejara Carlos II. Fuele muy funesta la generosidad con que Fernando VI protegió y llevó a la mayor pompa la escena italiana, que su padre había acogido y dado a conocer entre nosotros. Bajo Carlos III el Bueno ganó algo la música y mucho la decoración, rayando más de una vez la esperanza de que se reformasen las demás partes de este espectáculo. Aún hubo un dichoso instante en que pareció que nuestra escena caminaba ya al mayor esplendor, pero una suerte aciaga detuvo aquel impulso. Competencias, disgustos, persecuciones, tristes accidentes que quisiéramos borrar de nuestra memoria volvieron a sepultarla en mayor abandono. Sucesivamente se fueron cerrando los teatros de las provincias y el espectáculo que las había entretenido casi por el espacio de tres siglos vino al fin a formar la diversión de tres solas capitales.
Acaso estaba reservada la gloria de reformarle al augusto Carlos IV. ¿Por qué no lo esperaremos así, cuando el gobierno vuelve su atención a un objeto tan descuidado antes de ahora, cuando nos convida a tejer la historia de este importante ramo de policía pública, sin duda para ponerle en la mayor perfección? La Academia no puede dejar de concurrir a tan justo y provechoso designio; pero antes de discurrir sobre este punto examinaremos los dos principales obstáculos que han retardado tan deseada revolución.
¿En qué puede consistir el encono con que ciertas gentes, al parecer sabias y sensatas, se han empeñado en combatir el teatro desde sus primeros ensayos? No hablemos de las censuras canónicas, solo aplicables a la escena de las antiguas, o a las torpes truhanadas de la Media Edad 19 ; hablemos solo de los ataques con que han combatido la escena moderna muchos de nuestros teólogos. Felipe II, sobresaltado con sus clamores, hubo de recurrir a las Universidades de Salamanca y Coimbra, sin cuya aprobación hubiera acaso enmudecido la Talía castellana. En tiempo de su hijo sólo se salvó de la proscripción al favor de los reglamentos de policía que reprimieron sus excesos. ¿Con qué vehemencia no declamó contra ellos el padre Mariana, cuando ya no salían mujeres a las tablas? ¿Con qué calor no se encendieron de nuevo las disputas teológicas en los reinados de Felipe IV, de Carlos II y del presente siglo? El problema parece indeciso aún en nuestros días y, mientras el gobierno se convierte a mejorar y perfeccionar los espectáculos, hay gentes que se atreven todavía a predicar y escribir que es un grave pecado autorizarlos, consentirlos y concurrir a ellos. ¿En qué consiste, pues, o de dónde viene tan monstruosa contradicción? ¿Por ventura la tolerancia y el silencio de la autoridad pública a vista de tan vehementes censuras puede suponer otra cosa que una íntima convicción de los vicios que manchan nuestra escena?
Y atendido su estado (seamos imparciales), atendidos su corrupción y sus defectos, ¿no sería cosa por cierto durísima cerrar la boca a los ministros del altar sobre un objeto que ofende tan abiertamente, no ya los santos y severos principios de la moral cristiana, sino también las más vulgares máximas de la razón y la política? Púrguese de una vez el teatro de sus vicios, restitúyase al esplendor y decencia que pide el bien público y si entonces, cuando ya hubiese callado el celo, resonaren todavía las indiscretas voces de la parcialidad y la preocupación, la autoridad, que debe cansarse alguna vez de luchar con semejantes obstáculos, haga valer los derechos que le dan la razón y las leyes para imponerles silencio.
Sin embargo, es preciso confesar que el atraso de la escena y la retardación de su reforma han consistido más principalmente en sus defensores y apologistas. Como hay siempre gentes para todo, en cada época de su persecución encontró el teatro campeones que saliesen a la palestra a rechazar los ataques; y como la opinión y el interés de la muchedumbre estuviesen siempre de su parte, jamás hallaron difícil la victoria. De este modo la ignorancia, el mal gusto y la licencia, perpetuados sobre la escena, impusieron silencio al celo y la ilustración, e hicieron casi imposible el remedio.
Ofendería yo la sabiduría de la Academia si la creyese de parte de tan necias apologías. ¿Cómo es posible alucinarse sobre una cuestión de hecho, en la cual la asistencia de una semana al teatro vale más que todos los miserables argumentos empleados en su favor, y aun más también que las vagas declamaciones y el fastidioso fárrago de centones y lugares comunes con que los moralistas han combatido lo que no conocieron? Pero los eruditos e imparciales escritores que, después de analizar nuestros mejores dramas, han señalado y expuesto sencillamente sus grandes defectos, Cervantes, Luzán, Nasarre, Valdeflores, Pensador, Censor, Memorial literario, la Espigadera, y otros muchos que como filósofos, como críticos o como políticos trataron este punto, le han puesto al fin fuera de toda controversia y nos excusan de renovar tan añeja e importuna discusión.
Por lo que a mí toca, estoy persuadido a que no hay prueba tan decisiva de la corrupción de nuestro gusto y de la depravación de nuestras ideas como la fría indiferencia con que dejamos representar unos dramas en que el pudor, la caridad, la buena fe, la decencia y todas las virtudes y todos los principios de sana moral y todas las máximas de noble y buena educación, son abiertamente conculcados. ¿Se cree por ventura que la inocente puericia, la ardiente juventud, la ociosa y regalada nobleza, el ignorante vulgo pueden ver sin peligro tantos ejemplos de impudencia y grosería, de ufanía y necio pundonor, de desacato a la justicia y a las leyes, de infidelidad a las obligaciones públicas y domésticas, puestos en acción, pintados con los colores más vivos y animados con el encanto de la ilusión y con las gracias de la poesía y de la música? Confesémoslo de buena fe: un teatro tal es una peste pública, y el gobierno no tiene más alternativa que reformarle o proscribirle para siempre.
Pero ¿acaso podrá tomar sin riesgo este último partido? He aquí otra discusión que no puede evitar la Academia. La nación ha perdido todos sus espectáculos. Ya no hay memoria de los torneos, la hay apenas de los fuegos de artificio, han cesado las máscaras, se han prohibido las luchas de toros y se han cerrado casi todos los teatros. ¿Qué espectáculos, pues, qué juegos, qué diversiones públicas han quedado para el entretenimiento de nuestros pueblos? Ningunos.
¿Y es esto un bien o un mal? ¿Es una ventaja o un vicio de nuestra policía? Para resolver este problema basta enunciarle. Creer que los pueblos pueden ser felices sin diversiones es un absurdo, creer que las necesitan y negárselas es una inconsecuencia tan absurda como peligrosa, darles diversiones y prescindir de la influencia que pueden tener en sus ideas y costumbres sería una indolencia harto más absurda, cruel y peligrosa que aquella inconsecuencia. Resulta, pues, que el establecimiento y arreglo de las diversiones públicas será uno de los primeros objetos de toda buena política. He aquí lo que me ocupará en lo restante de esta memoria.